miércoles, 18 de diciembre de 2013

La mente nacionalista

La mente de un nacionalista militante tiene la curiosa característica de estar en un permanente estado de sobrecalentamiento, tanto si es de las que hacen una labor activa como si no alcanza más que a ser pasiva. En el primer caso, porque estará en continua ebullición tratando de buscar y justificar fantasías que satisfagan la frustración de que el pasado no haya sido como hubiera querido, y en el segundo por el esfuerzo que supone empeñarse en creérselo; nada menos que prescindir del análisis crítico, del examen sereno y de los estudios rigurosos y serios. En ambos tiene que suponer un esfuerzo agotador. Inventar y sostener mentiras es un trabajo arduo, pero tragárselas soslayando las evidencias es, además, una muestra de estulticia tan clara como la anterior. La mente de un nacionalista militante bordea peligrosamente la idiotez.
Con las memeces que han dicho, y creído, los nacionalistas en todos los tiempos y lugares hay materia para escribir una antología del ridículo que podría servir a algún antropólogo heterodoxo para demostrar los fallos en la evolución de la especie humana. Aunque, como en todo, también hay categorías. No es lo mismo, por ejemplo, decir que un país es una unidad de destino en lo universal, que es una abstracción que no significa nada, que afirmar, como hacía un obispo francés, que Jesús, en la cruz, antes de morir volvió la cabeza para mirar en dirección a Francia. Evidentemente hay diversos grados de estupidez.
Aquí en España, los dos nacionalismos que padecemos contribuyen generosamente a engordar la bolsa donde se almacenan las muestras más excelsas de lo grotesco. Algún lingüista vasco, muy ilustrado él, afirmó seriamente que el euskera es la lengua que se hablaba en el Paraíso terrenal, la lengua que "infundió Dios a nuestro padre Adán" y, por tanto, dice Larramendi, "la que hablan los ángeles". Luego, tras el Diluvio, un nieto de Noé, Túbal, llegó a España por el País Vasco; por tanto es la primera y auténtica lengua española. Por la otra esquina, uno que se dice investigador y de cuyo nombre no vale la pena acordarse, ha descubierto que el Quijote que conocemos es una mala traducción del catalán, y que Miguel de Cervantes no es otro que Miquel Sirvent, que tuvo que castellanizar su nombre a la fuerza. Válganos las musas. O sea, que Cervantes es catalán, de nombre Sirvent. Y Colón también; de los Colom. Y que anden con cuidado Sócrates o Aristóteles, que seguro que hay alguien por ahí indagando a ver si encuentra la pista de algún Socrat o Aristot. Y es que la mente de los nacionalistas militantes no se detiene jamás en su justiciero empeño de poner las cosas de la Historia en el sitio en que hubieran debido estar. Agustí Calvet “Gaziel”, un catalán que conocía bien a los suyos, ya los definió así hace setenta años: “El catalanismo es el jugador que siempre pierde. Todo indica que no se trata de un jugador desdichado, sino de un mal jugador, cosa muy distinta. Sólo hará falta que se coloquen silenciosamente detrás de él, a ver cómo juega. No tardarán en descubrir que lanza espadas cuando debería lanzar oros, y envida cuando hay que pasar, y no acierta ni una. Pues bien, ese tipo de jugador es Cataluña”.

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Despedidas

Está el año despidiéndose a golpe de lamentos de ausencia, como si se empeñara en recordarnos que estamos en una posada de paso y que hemos de acostumbrarnos a que cualquier mañana nos encontremos con la silla vacía de algún compañero de camino que la ha abandonado quién sabe con qué destino. Las azadas que son la hora y el momento cavan sin descanso, y oímos su ruido a poco que nos quedemos en silencio, pero qué difícil es acostumbrarse a él. El más cotidiano de los acontecimientos del hombre y el único que no ofrece duda alguna sobre su cumplimiento, y sin embargo el que siempre nos produce sorpresa cuando se produce. Ser una especie racional lleva consigo la consciencia forzosa de la existencia de un final; los únicos en todo el mundo que lo sabemos, aunque no nos sirva más que como estímulo espiritual para aquellos que traten de acomodar su vida a una idea de trascendencia. Pero, aun así, cómo es de temido, de sorprendente, de desconocido.
En un reino de lógica absoluta, que es en el que gobierna la muerte, también el efecto que causa en los vivos guarda relación directa con la situación de cada uno. Generalmente, cuanto más próxima nos cae menos importante es para el resto y más dolorosa para nosotros. Si nos llevan a un ser muy querido nos dejan el espíritu mutilado para siempre, y si toca a alguien a quien tan sólo saludamos cada día nos deja más indiferentes que si fuera otro de nuestro círculo social cotidiano A medida que se van alejando de nuestro ámbito cercano pueden afectarnos los sentimientos más externos, la nostalgia, el recuerdo, pero no las fibras más íntimas; en cambio, los que alcanzan una resonancia mundial tienden a dejarnos con la indiferencia que se deriva de un acontecimiento llamado a convertirse en una simple efeméride o en un tema de curiosidad periodística. Por ceñirse sólo a estos días, el que esto escribe, y supongo que muchos más, puede poner muestras variadas. Ha tenido que despedir, por ejemplo, a Víctor Alperi, compañero de lides literarias, de tantas tertulias, asociaciones y trabajos en común. Otros de los que se fueron quizá no formaban parte directa de las relaciones próximas de la mayoría de nosotros, pero estaban en una cercana lejanía, asentados en un lugar familiar de nuestros aposentos interiores; venían a ser parte de la banda sonora de nuestra vida; entre los más recientes, los casos de Manolo Escobar o Fernando Argenta bien podrían ser los ejemplos. Y más allá, en la distancia, se nos fue Mandela, pero ese queda para la gran noticia y para el llanto universal, para algunos sentimientos sinceros y para otros mediatizados, para las condolencias oficiales y para la unanimidad también oficial, al menos eso se trasluce de lo que se ve; a uno le resulta difícil sentir emociones auténticas en su muerte.
No se sabe por qué, hay tiempos en que se acrecientan las despedidas de quienes tienen algo que ver, por poco que sea, con nosotros. Y entonces nos damos cuenta de que el tiempo pasa y hasta puede que nos quede claro cuál sería nuestro ideal cuando llegue el momento: dejar el recuerdo y el amor que se haya podido derramar y marcharse sin el menor gesto de extrañeza.

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Ninguna luz

Los evangelios apócrifos cuentan que una vez que Jesús y los suyos iban por un camino, encontraron un asno muerto y putrefacto. Los discípulos volvieron la cara con repugnancia, pero Jesús les hizo ver cómo el sol arrancaba de los dientes del asno un destello brillante y luminoso. O sea, que incluso en lo más inmundo puede encontrarse algo bello. Pero en ese espectáculo que se nos sirve en capítulos diarios, de delincuentes saliendo de las cárceles sin terminar de cumplir su condena, resulta difícil atisbar una sola chispa de luz, por pequeña que sea. Nada que conforte el ánimo y mantenga la fe en la condición humana, y no digamos ya en su capacidad para entender la justicia. Ningún rasgo, más allá del estricto cumplimiento legal, que otorgue una dimensión humana a todo este proceso, algo que permita intuir unos sentimientos naturales ante tanto dolor causado. En su inmensa mayoría, ni una sola demanda de perdón, ni una sola expresión contrita, ni una palabra de pesar, ni un esbozo de deseo de reparación.
Todo empezó con un código en el que el carácter punitivo quedaba sometido a otras consideraciones más políticamente correctas y a tono con la ideología gobernante. Al debilitar la finalidad punitiva de la pena, se establecieron facilidades para reducir el tiempo de condena; por ejemplo, al tipo ese que violó y mató a las tres chicas valencianas, cada violación y asesinato le salió por siete años, y a la etarra de los 24 crímenes, a 13 meses cada muerte. Un despropósito que trató de corregirse aplicando la reducción de penas sobre el total del tiempo de la condena, pero que no evitó que la sociedad tuviera que aceptar de nuevo a todos esos asesinos irredentos con las penas a medio cumplir. El desaguisado se corrigió al fin modificando el Código Penal, pero, claro está, sin efectos retroactivos.
Debe de costar vivir para siempre con la vida destrozada por un mal nacido y contemplar cómo reviven las pesadillas al verlo de nuevo en libertad, porque es verdad que veinte años no es nada. Y más cuando son liberados por un tribunal que se dice de Derechos Humanos, una muestra más de la debilidad de las palabras para encerrar el concepto que pretenden representar. Un grupo variopinto de jueces ajenos a nuestra realidad, que entenderán mucho de leyes, pero poco de su espíritu. Y así, entre las señorías de allá y los legisladores de acá, la doncella de la balanza anda la pobre que no sabe a quién atizar con la espada, si a los delincuentes o a los que dicen representarla.
Al asesino que tiene el título de terrorista, sus simpatizantes, que los tiene, le reciben con vítores y cohetes; al asesino vulgar le espera el desprecio y el silencio hasta de su propia familia. El primero será un honorable exiliado que vuelve a los suyos; el segundo, un paria de desecho, al que le será difícil encontrar un nido amigo donde asentarse a pensar qué hacer con su vida. Aunque no sé, porque ya hay por ahí alguna cadena en tratos con él. Ya se ha visto el triste espectáculo de un reportero corriendo detrás de un triple violador y asesino, mendigando una palabra suya. Bueno sería pensar dónde establecer los límites de la dignidad en la profesión.

miércoles, 27 de noviembre de 2013

El valor de nuestra lengua

Ya sabíamos, aunque a veces nos parezca indiferente, que tenemos una de las lenguas más expresivas que existen. Una lengua que, además de expresiva, es universal, lo que la eleva a una categoría donde sólo entran muy pocas. Si se añade que ha sido capaz de producir una de las literaturas más extensas y profundas de todas las que se han escrito, nos encontramos con que estamos ante una de las grandes lenguas de la historia de la humanidad. Si alguien quiere llamarme hiperbólico, que lo piense un poco antes; que repase el acontecer de la creación literaria y de la cultura escrita en general, de sus nombres y sus aportaciones, que ponga en relación su pasada trayectoria y su perspectiva de futuro y que luego trate de ser objetivo venciendo por una vez esa innata inclinación a desdeñar todo lo nuestro.
Viajar durante catorce horas de avión y llegar a una tierra donde encontramos el mismo idioma que dejamos y poder andar luego por todo un continente, desde Río Grande hasta la Patagonia, sin necesidad de cambiar de lengua, oyendo en todo momento la propia y sintiendo que allí es tan materna como lo es para uno mismo, es un lujo infrecuente. Poder leer en su idioma original a algunos de los autores más importantes que ha habido es un privilegio que tiende a pasarnos desapercibido. Freud aprendió español, no como idioma suplementario, sino para poder leer el Quijote en la misma lengua en que se escribió, lo cual dice mucho en favor de Cervantes, claro está, pero también de la altura de un idioma capaz de conseguir eso.
Tenemos una lengua hermosa y universal y la miramos con la indiferencia que el rico de cuna mira sus millones, sin preocuparnos demasiado por su cuidado. Una lengua que, como sabe cualquiera que haya cogido una pluma, se adapta de una forma inverosímil al concepto hasta convertirlo sin dificultad en imagen mental. Ahí, están por ejemplo, esa distinción entre ser y estar o entre cosa y persona: que y quien, nada y nadie, algo y alguien. En eufonía tal vez sólo la gana el italiano; en flexibilidad, el inglés; en riqueza léxica, muy pocas; en precisión, ninguna.
Pues ahora, tras los estudios correspondientes y el análisis de su impacto en la economía general, sabemos además que esta lengua nuestra es también un buen recurso económico y lo puede ser aún más. Más o menos el 16% del PIB. Sólo los más de 200.000 estudiantes extranjeros que vienen aquí a aprender español cada año nos dejan una cifra de más de 300 millones de euros, lo que supone una facturación digna de tenerse en cuenta. Por cierto, la mayoría se asegura de venir a las universidades y centros de estudio de ámbito castellano, Madrid, Alcalá de Henares, Valladolid y Salamanca sobre todo, donde no hay riesgo de que ninguna otra lengua se meta por el medio. Sin embargo, por encima de cifras, uno cree que ver convertida su lengua en una variable económica es acaso una más de sus cualidades, pero desde luego no la más importante. La grandeza del español reside en su universalidad y en su estructura interna. Y, a veces, en saber defenderse de sus propios hablantes.

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Pegados al móvil

La imagen del adolescente de hoy va quedando fijada en una figura que camina solitaria, algo encorvada, con las manos en permanente actividad sobre un pequeño aparato que teclea continuamente. Si se le saluda no contesta, no por descortesía, sino porque no tiene ojos para nada que esté fuera de su pantalla. Eso sí, se pasa la vida comunicándose por medio del aparatito con otros que están en su mismo caso, que son casi todos, y haciendo que uno se maraville de que alguien pueda originar tanta información. Es el triunfo absoluto de la noticia intranscendente, el culto al hecho cotidiano, el otorgar categoría informativa al acto más vulgar, sentirse protagonista por estar llegando a la esquina de una calle. Escriben continuamente, pero reducen la capacidad expresiva de la lengua a lo mínimo indispensable, y a veces ni siquiera esto, porque sustituyen la palabra por un icono ya prefijado para que no haya ni que escribir; de ahí a la época rupestre apenas hay un paso.
Los primeros avances tecnológicos que comenzaron a transformarnos radicalmente los usos y hasta las costumbres, allá por el final del siglo XIX, fueron vistos como unos nuevos y maravillosos instrumentos llegados al servicio del hombre, que venían a ayudarle a liberarle de algunas de sus limitaciones naturales y de muchos de sus trabajos seculares. Era impensable otra interpretación. Fue quizá su portentoso desarrollo, que llevó que a hoy nos ofrezcan como hechos normales acciones prodigiosas que en ningún otro momento de la humanidad pudieron ser ni siquiera intuidas, lo que los está convirtiendo en un fin en sí mismo. La herramienta es ahora el objeto, porque es una herramienta casi taumatúrgica. Tan seductora que propicia su entrega total a ella y hace que se resientan la personalidad propia, la reflexión profunda, la comunicación personal y hasta el propio conocimiento, ahora sin exigencias críticas y sin más ambición que el dato superficial; las aulas retroceden ante la cantidad de información que es posible obtener fácilmente de internet. El conocimiento se hace volátil, no profundiza en la esencia de las cosas y por tanto no fecunda los actos de la vida. Asistimos a la irreversible expansión del mundo virtual, todo aire, nada.
Alguien dictaminó que existen tres caminos de perdición: las mujeres, el juego y la tecnología, y que de ellos el de las mujeres es el más placentero, el del juego el más rápido y el de la tecnología el más seguro. No podemos adivinar aún cómo influirá esta nueva realidad en el hombre de mañana, porque esta es la primera generación que la experimenta, pero desde un punto de vista puramente material ya comenzamos a ver las consecuencias en su incidencia en la destrucción de puestos de trabajo, sustituidos por programas informáticos de amplio radio de acción. Es imparable, desde luego, pero confiemos. El motor de explosión acabó con los arrieros y la bomba hidráulica con los aguadores, pero ambos fueron asimilados por otros menesteres y la sociedad cerró su hueco. Al fin y al cabo, el principio entrópico general siempre ha de hacer por fuerza una excepción con el ser humano.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

La sentencia

Llevamos un tiempo en que algunas sentencias de los tribunales sirven para demostrarnos de una vez por todas que las leyes y la justicia no son lo mismo, por más que a veces se confundan. Qué más quisiéramos que fueran sinónimos, pero no. A la justicia la patrística cristiana la tiene como una de las cuatro virtudes cardinales, y la jurídica le dio infinidad de definiciones; en el pensamiento platónico se tenía como fundamento del orden social, de modo que cuando reina la justicia hay un Estado ideal. O sea, que es una meta inalcanzable para el hombre, y sólo podemos tratar de acercarnos a ella lo más posible, precisamente mediante las leyes. Pero tienen que ser justas.
Le han dado la imagen de una doncella con los ojos vendados, una balanza en una mano y una espada en la otra. Lo de los ojos vendados debe de ser para que no pueda ver algunas sentencias que se dictan por parte de los que se supone que han de actuar en su nombre. No hablemos ya de la resolución de esos procesos inacabables, casi todos con algún componente político, y cuyo seguimiento y comprensión sólo están al alcance, si lo están, de unos pocos iniciados y de esos tertulianos que todo lo saben; el resto mira, calla y se encoge de hombros. No. Hablamos de casos cotidianos, fácilmente comprensibles en su causa y en su desarrollo hasta para la mente más sencilla, que no acaba de creerse que su concepto de la lógica y del sentido común pueda estar tan desviado. Enumerar los casos más recientes llenaría un libro, pero este de esos señores de Estrasburgo parece habernos llegado más adentro que ninguno. Hubo demasiado dolor y demasiadas lágrimas por culpa de esos asesinos, demasiado daño a la sociedad, fueron demasiados años de entierros y de sollozos callados para que ahora dejen volver a su casa a una criminal tras haber pagado un año por cada vida que quitó. Ni a esta ni a los otros asesinos y violadores que ven las rejas abiertas gracias a la sentencia de ese tribunal extraño a nuestra realidad.
Surge un coro de explicaciones y de interpretaciones, se hacen disquisiciones tan abstrusas como solemnes, se acude al espíritu de las leyes, al Derecho comparado, a la hermenéutica en clave progresista y, en definitiva, al qué sabréis vosotros, pueblo indocto. Pues uno no mucho y, además, siempre ha tenido claro que el oficio de juez es el último que ejercería en esta vida, así que tienen mi respeto, porque alguien tiene que hacerlo. Y desde este punto de distanciamiento me da la impresión de que se está tendiendo a identificar en su fin último Ley con Derecho, prescindiendo de que éste, en su antiguo concepto de ius, venía a representar, más que un conjunto de leyes y normas, la búsqueda de lo justo. Es evidente que la búsqueda de lo justo ha de partir del legislador, pero quizá la posibilidad de su consecución esté más cerca del juez. Puede que nuestros alcances en materia jurídica se queden tan sólo en los hechos evidentes, pero estos son bastante chuscos: la ley prohíbe que un preso cumpla más de treinta años de cárcel, un juez lo condena a más de tres mil y otro juez lo suelta a los veinticinco. Los legisladores de la nave de los locos lo habrían hecho mucho mejor.

miércoles, 30 de octubre de 2013

La mina

Pasad ante la mina y dejad al minero a solas con su miedo, reconcentrada la frente, empequeñecidos los ojos, hablando a veces sin tener que decir nada para no pensar que la venganza de la Tierra puede llegar ese mismo día. Que el minero juega con dioses, que a la madre no le gusta sentirse violada, que las iras son siempre ciegas y nunca conjurables. En el pozo María Luisa murieron siete mineros.
Mirad ese agujero de sombra y sabréis el sentimiento de quien ha de cruzarlo cada día llevando consigo su propia luz, antes al hombro, ahora en la frente, sin querer pararse a considerar que su oficio tiene mucho de extrahumano, porque el hombre ha sido hecho para andar por encima de la tierra y no por sus entrañas, que esas pertenecen a Vulcano y a los chamanes del infierno. Sabed que ni los derrumbes avisan ni el grisú diferencia, y que cuando aquello se convierte en tumba es tumba para todos. Murieron dos capataces, picadores y ramperos.
Y las viejas galerías, viejas de más de un siglo, las estériles y las fecundas, esas de nombres prendidos para siempre a tantas vidas, cobijan aún entre el moho de sus mampostas carcomidas o entre la promesa del filón rejuvenecido, las leyendas que hablan de amor y muerte, del guaje que quería ser picador para comprar a su amada un collar de rojos corales engarzado en plata fina; de aquellas mulas que dejaron la mina sin media vida cuando se fueron; de las historias, sobre todo, de dolor y heroísmo, de valor y anonimato. Traigo la camisa roja de sangre de un compañero.
Nalón arriba, Aller arriba, todo es mina, porque, aun muerta, su recuerdo se hace evocación con categoría de presencia. Las aguas ya no bajan negras, pero el valle aún oscurece su verde, o al menos eso le parece al visitante. Y al otro lado, en León, también la mina y también la tragedia que hoy se llora, y también la solidaridad y las incertidumbres, tan familiares ellas. Porque en todas huele a pólvora quemada, y cuenta la historia que a dinamita y a inquietud social. La negra cara del minero se ha visto fatalmente elegida, sin que estemos seguros del porqué, como emblema de actitudes que pretenden ejercer de avanzadilla para fines muy concretos. Esa negra cara de ojos limpios, que se resiste a dejarse manejar por otra cosa que no sea la oscura y húmeda caricia de la tierra, que a pesar de todo es irresistible. Traigo la cara quemada, que me la quemó un barreno.
Cruzad la bocamina. Cambia el aire; se alertan los dispositivos de defensa ante lo desconocido; las sensaciones reposadas se disgregan: el sudor de las paredes, el ruido del agua invisible, la frialdad que todo lo invade, el olor del carbón humedecido, el misterioso rumor de la profundidad, la mamposta que cruje sin motivo, el escalofrío que llega de repente, la oscuridad que llama y llama. Dejad al minero a solas con su miedo, el más justificable de todos los miedos, y que las mujeres no oigan gritar al diablo, ni el poeta escriba de sirenas y lamentos, ni las viejas canciones salgan ya de los desvanes para ser actualidad. Mira, mira Maruxina, mira, mira cómo vengo.

martes, 29 de octubre de 2013

El alcalde censor

La cara de un torero tuerto calándose la montera con las dos manos y con el gesto concentrado de quien se dispone a ejercer un ritual, ha sido prohibida en las calles de Barcelona porque, según su alcalde, “no representa los valores que Barcelona inspira”. La foto había obtenido el segundo premio del World Press Photo precisamente por lo que representa, pero el señor alcalde, un tal Trías, debió de ver en ella el Leviatán feroz que amenaza con engullir la identidad de su ciudad y decidió prohibir a sus habitantes que pudieran verla. Este sí que es un alcalde que vela por la recta formación ética e intelectual de sus ciudadanos, un faro, un guía que les conduce por el buen camino para que no se desvíen. Uno, que no es aficionado a los toros, mira bien la foto y lo que ve en ella es un rostro crispado por algún dolor, acaso una expresión preocupada, una mirada en su único ojo como el espejo de una responsabilidad inmediata, un rictus de decisión ya tomada y quizá el reflejo de un miedo al que ha de enfrentarse. Nada que no pueda ser asumido, salvo que esos valores -afán de superación, esfuerzo, pundonor profesional- no estén entre los que Barcelona pretende inspirar.
Quién lo diría. Aquella Barcelona que tanto nos vendieron como el reducto de libertades, la ciudad abierta a las últimas tendencias, europea y cosmopolita, receptiva a todas las ideas frente al conservadurismo del resto de España, hace tiempo que aparece en la semipenumbra de quien ha decidido bajar las persianas de su habitación y contemplarse sólo a sí mismo. De acoger exiliados culturales ha pasado a exportarlos, de manifestarse contra la censura a imponerla, de pretender ser la más abierta de España a prohibir lo que en ninguna otra ciudad española se habría prohibido. Algún día, cuando pase el vendaval y el tiempo permita mirar con distancia, habría que pedir cuentas a estos nacionalistas de hoy por el daño que están haciendo a su tierra, por las empatías que han roto, por los sentimientos violentados, por los mitos establecidos como certezas fundacionales, por el camino retrocedido.
Suerte la del país que desconozca los nacionalismos. Aun quedándose tan sólo en los puros aspectos ideológicos, sin tener en cuenta consecuencias más dolorosas, es evidente que todos tienden, por esencia, al reduccionismo, y no saben o no les interesa ver que los demás también tienen ombligo y es tan redondo como el de ellos. En todo nacionalista militante, bajo un ligero barniz democrático que le da un tono muy aparente, yace un censor que rechaza cualquier visión del terruño que no sea la suya. Precisamente cuando nuestras calles aparecen llenas de todo tipo de carteles, anuncios, pintadas y mensajes escritos libremente, ese rostro tiene, según este alcalde, la obligación de representar los valores que inspira la ciudad, aunque yo no sé si alguien le habrá explicado que las ciudades no tienen valores; los tienen sus ciudadanos. Si la censura siempre es un atentado contra el pensamiento, esta es, además, de una ingenuidad casi infantil, porque de todos es conocido cuál es la verdadera razón de la prohibición.

miércoles, 16 de octubre de 2013

Actualidad: esperpento y tragedia

La actualidad es fugitiva y tornadiza, ya se sabe, pero antes de convertirse en pasado es nuestro presente y convive con nosotros cada día, alegrando -pocas veces- nuestras mañanas, preocupándonos -casi siempre-, o dejándonos una simple sonrisa de indiferencia, que casi es lo mejor que puede hacer. Cuando no está configurada por una tragedia, no es frecuente que nos traiga sucesos que tuerzan violentamente el discurrir habitual de la historia y suele limitarse a conceder esos quince minutos de gloria a los que todos tenemos derecho. Esas chicas que se mostraron a pecho descubierto en la tribuna del Congreso puede que sólo buscasen conseguirlos, porque no parece que debajo de los eslóganes que anuncian en su piel y de sus voces a grito limpio haya un sustento ideológico muy sólido. Decir que es sagrado matar a alguien que se está reparando para nacer supone desconocerlo todo sobre la palabra; seguramente, si lo intentan, encontrarán argumentos más elaborados para defender el aborto sin destrozar la semántica. Quizá por eso, y a falta de razones más contundentes, expusieron unos argumentos que, si bien es dudoso que captasen la atención de los oídos de los presentes, seguro que captaron la de sus ojos. Aunque no sé; en la era del “topless” y de tantas otras cosas, andar por ahí como las waikas o las yanomamis ya no causa mucho sobresalto, ni siquiera agarradas a la barandilla de un sitio tan serio como un Parlamento. Hay que ver el empleo que dan algunas mujeres a sus glándulas nutrientes. Tengo que preguntar qué piensan las feministas, porque había entendido que utilizar el cuerpo desnudo de la mujer para atraer la atención no está muy de acuerdo con su pensamiento, al menos con lo que tantas veces han dicho. De momento no se las ha oído.
 
La tragedia la trae cada día el mar, ese Mediterráneo que aquí solemos ver como una caricia azul sobre las pieles desnudas y que en otros sitios se percibe como una barrera que hay que saltar, aunque pueda convertirse en tumba. Parece ser, según se oye a la progresía desde sus cómodas tribunas, que la culpa y la vergüenza son exclusivamente nuestras, de los europeos, pero algo tendrán que ver sus países, porque esas gentes han atravesado unas cuantas fronteras y alguien es el dueño de los barcos y alguien les cobra los embarques y en algún puerto se agrupan a centenares a la espera del momento de partir. Encoge el alma ver el mar cubierto de cuerpos inmolados a una esperanza presentada como alcanzable, y más se nos encogería si pudiéramos ser testigos de su travesía por alta mar, de lo que ocurre en el ataúd flotante que los trae, de la agonía final, de cómo sus cuerpos son tragados por el mar sin ninguna lágrima de despedida, porque bastante tiene cada uno con guardar las suyas para sí mismo. Pero a quienes menos parece importarles es a los dirigentes de sus propios países. En su profunda corrupción institucional, en sus estructuras fallidas y en el empleo de una gran parte de los recursos en absurdos gastos militares, está buena parte de las causas, y en su corrección estaría buena parte de las soluciones. Otra, más eficaz, sería que en vez de los ciudadanos emigrasen los dirigentes.

domingo, 13 de octubre de 2013

Avilés

Caminito de Avilés hace ya mucho tiempo que no canta ningún carretero al son de esquilón alguno. El viento de la historia que sopla sobre las ciudades puede hacerse suave brisa sobre algunas, pero en otras se convierte en ciclón capaz de llevarse todo lo que no está firmemente sujeto y hasta de transformar sus hechuras, y de eso Avilés sabe algo. La villa apacible, asentada en el lugar que quizá algún Abilius eligiera, parecía estar llamada, ya desde su famoso fuero de 1085, a la prosperidad y a la primera línea de la actividad económica, o sea, del duro ejercicio de ganarse la vida. En la Edad Media, su puerto era el único de Asturias y uno de los más importantes del Cantábrico, y sus alfolíes fueron el principal centro de abastecimiento de sal para buena parte del norte peninsular. Luego, la gran revolución industrial la llenó de fábricas, grandes y pequeñas, de vidrio, de azúcar, de zinc, de aluminio, de mil productos, que trajeron consigo nuevos transportes e infraestructuras. Pero todo eso apenas fue nada ante las consecuencias de la decisión que la convirtió en protagonista de la mayor transformación que vivió ciudad española alguna, al menos en los últimos siglos. De pronto su paisaje se modificó bruscamente y su población se cuadruplicó con gentes venidas de todos los rincones de España. La ciudad aristocrática y burguesa se volvió eminentemente industrial; su entorno rural se convirtió en una sucesión de barrios obreros, y su nombre comenzó a figurar como prototipo de fenómeno migratorio. Había que tener mucha personalidad y un sentido muy arraigado de sí misma para mantener su esencia, y Avilés la mantuvo.
Esta ciudad, mestiza, orgullosa, amable, reservada en la ostentación de sus galas y consciente de que su condición de tercerona sólo lo es en lo que atañe a las estadísticas, sabe mucho de aceptaciones y aún más de entregas. Aceptación del que viene y entrega de lo que tiene, porque ha sabido conservarlo. Ahí está ese centro, más o menos tal como lo han modelado los avatares históricos, los palacios y casonas, las iglesias, las calles porticadas, el teatro, la estatuaria, el conjunto todo, solemne sin desmesura y rico en ofrecimientos. Y el viejo barrio de pescadores, y hasta ese último edificio recién llegado, de líneas y colores extraños, que trata de incorporarse al mapa sentimental avilesino.
Desde la ermita de La Luz puede comprenderse muy bien el exterior de Avilés, que el interior es labor de más tiempo, aunque más gratificante. La ciudad se extiende junto a su puerto, sin que en nada puedan afectarle los broncos humores del Cantábrico, porque está abrazado a una ría, que siempre es seno de amable acomodo. Al otro lado, las instalaciones siderúrgicas que la cambiaron, las chimeneas, los hornos, los humos y acaso también un latente recelo sobre su futuro. Resulta fácil caer en el inútil juego de intentar hacer abstracción de todo este conjunto abigarrado que rodea la ciudad, e imaginar cómo sería la imagen de Avilés si su camino no se hubiera forzado tan radicalmente. Vana pregunta, desde luego, pero al fin y al cabo, uno nació a la orilla de su ría, aunque luego la vida le llevó por otras andaduras.

miércoles, 9 de octubre de 2013

Los libros

Una vez más, y van unas cuantas, razones físicas de espacio me han llevado a una reorganización de mi biblioteca, que había ido creciendo año tras año sin apenas darme cuenta, hasta sorprenderme con su inasumible número de ejemplares. Sobre las bibliotecas cae el tiempo con la misma implacable ley que sobre todos nosotros. Nacen y crecen y, afortunadamente, no mueren, pero en esta vida casi inmortal se van tornando frondosas y abundantes en ramulla, que es necesario aclarar de vez en cuando, aunque no sea más que para dejar espacio a los nuevos brotes. Y como no me fío en absoluto de mis propósitos de no comprar más libros, porque hasta ahora nunca los cumplí, no tengo más remedio que aprovechar el espacio de que dispongo, otorgando prioridades y condenando a unos cuantos al exilio.
Sin embargo, una operación tan simple puede terminar convirtiéndose en una pequeña reflexión existencial si trata uno de realizarla a pecho limpio, sin haber procurado prevenirse contra los efectos del paso del tiempo, que siempre es cosa saludable. Una biblioteca es, casi como ninguna otra cosa, el reflejo de una vida y de una personalidad. Los libros que hoy la componen fueron el resultado de unas ideas determinadas en un momento determinado. La simple mirada de sus títulos nos informa de nuestra propia evolución con una fiabilidad más exacta que nuestro mismo recuerdo, porque su sola presencia ya desmiente cualquier otra apreciación. Esos libros que hemos ido adquiriendo a lo largo de toda nuestra vida con tanto esfuerzo, a veces mirando con pena nuestras exiguas propinas hasta ahorrar lo suficiente para poder tener al fin en la mano aquel objeto, que desde entonces se hará parte de nuestro mundo para siempre. Libros que nos han regalado con ilusión y tienen una dedicatoria inapreciable. Libros todos ellos que responden con casi total exactitud a nuestra forma de pensar y a nuestra visión de la vida en ese momento. Libros que nos han hecho pensar, reír, llorar y hasta sudar sobre sus líneas incomprensibles; que nos han llenado la mente de fantasías, de estímulos o de afanes por cambiar; esos libros que no pueden ser sustituidos jamás, y menos por una versión electrónica, porque tienen en sus tapas el olor de nuestras manos y en sus páginas el secreto de nuestros pensamientos, de algún que otro propósito y de más de una esperanza.
Hoy, mirando mi biblioteca y puesto en la difícil situación de tener que seleccionar entre sus libros para dejar espacio a otros, puedo darme cuenta del trayecto que ha recorrido el pequeño mundo de mis gustos e inquietudes literarias, y con ellas yo mismo, con mis fobias y mis filias, las preocupaciones conceptuales que un día supusieron para mí algo muy importante, los estilos narrativos que en su momento admiré, los temas que me inquietaron. No soy capaz de saber ahora si esto es bueno o malo, pero sí parece evidente que por lo menos es un buen antídoto contra el dogmatismo y contra todo tipo de afirmación absoluta. Y, desde luego una fuente de nostalgia al deshacerme de algunos de mis queridos compañeros de juventud, porque ellos no han cambiado; he sido yo.

miércoles, 2 de octubre de 2013

El gran viaje

Como somos una especie compleja, apañadiza, caprichosa y con gustos de amplio espectro, el abanico de posibilidades de acción que se nos ofrece no tiene límite. Siempre hay algo para alguien y alguien para algo. Hay quien hace caso de las estrellas Michelin, quien busca su futuro a través de las cartas, quien piensa que Chillida es un genio, quien cree en las cremas antiarrugas, quien se apunta de buena fe a un sindicato, hay hasta quien ve Telecinco, y dicen que incluso hay algún ciclista en algún sitio que alguna vez respeta una señal de tráfico. Sí, el muestrario de inclinaciones es infinito. Conocida es la anécdota del torero Rafael Guerra, que, cuando preguntó a aquel señor que le acababan de presentar como José Ortega y Gasset a qué se dedicaba y éste le respondió que era profesor de Metafísica, sentenció filosóficamente: “Hay gente pa to”. Es una ley universal: cualquier cosa, sea la que sea, tiene siempre algún devoto.
Por haber, hay quien se ha apuntado a salir de este planeta y llevar sus cosas a Marte. El proyecto “Mars One”, que pretende establecer una colonia humana permanente en el planeta vecino, ya tiene más de 78.000 solicitantes inscritos, procedentes de todos los países del mundo, entre ellos once españoles. Del planeta azul al rojo. Eso sí que es huida, porque lo primero que se les deja claro a estos pioneros de nuevo cuño es que han de ir con la idea de que jamás regresarán a sus casas terrestres. Cómo resolverán el problema de la debilidad de la atmósfera marciana, el exceso de radiación solar, los modos de supervivencia y, sobre todo, la convivencia en esta inédita sociedad, será una cuestión que sólo podrá comprobarse cuando llegue la hora de la verdad, aunque las líneas teóricas parezcan estar bien trazadas.
Muy mal deben de ver las cosas de aquí esos que se han apuntado a hacer la mudanza. Aquello de Pangloss de que vivimos en el mejor de los mundos posibles no parece ser un dogma de fe para ellos. Bien mirado, el espíritu colonizador es innato en el hombre, según se puede ver a lo largo de los tiempos, pero hasta ahora todas sus empresas se limitaron a la ocupación de tierras cubiertas por nuestras queridas nubes; a estos los velarán otros cielos. Uno imagina la ilusión que puede producir la visión de un lugar donde se puede partir de cero, dejando atrás para siempre las miserias de este valle de lágrimas. Debe de ser un poderoso aliciente saber que ya no va a oír jamás hablar de Mas ni de la prima de riesgo, pero que no se hagan demasiadas ilusiones. En cuanto se junten cuatro, alguien querrá mandar; habrá nacido la política; y en cuanto alguno consiga cosechar algo, alguien querrá controlarlo; habrá nacido Hacienda. Y luego alguien querrá imponer como idioma oficial el dialecto del barrio donde nació, y enseguida otro pedirá la independencia de su burbuja por el hecho diferencial de estar en una esquina de la colonia, y pronto habrá quien diga que es necesario crear una comisión, aunque nadie sepa explicar para qué. O sea, como aquí, pero con menos aire, menos agua, sin árboles, sin mar y sin Toxo ni Méndez. No merece la pena el viaje.

miércoles, 25 de septiembre de 2013

Un retrato actual

Una generación entera se emancipó de golpe de todo cuanto había estado en vigor hasta entonces. En las escuelas se introdujo el espíritu de rebelión contra lo que enseñaban los maestros, porque los niños debían aprender sólo aquello que les venía en gana. Las chicas se vestían con ropas masculinas y los chicos a su vez se depilaban para parecer más femeninos; la homosexualidad se convirtió en una gran moda, no por instinto natural, sino como protesta contra las formas tradicionales de amor. Las formas artísticas pugnaban por presumir de radicales y revolucionarias. La nueva pintura dio por liquidada la obra de Rembrandt y Velázquez, e inició los experimentos más extravagantes. En todo se proscribió el elemento inteligible. La melodía en la música se sacrificó por extrañas tonalidades que golpeaban los oídos, el teatro de siempre interpretó con absurdos montajes, la moda no cesaba de inventar estrafalarios modelos que acentuaban el desnudo con insistencia. En todos los campos se inició una época de experimentos de lo más delirantes, que querían dejar atrás, de un solo salto, todo lo que se había hecho y producido hasta entonces. Cuanto más joven era uno y menos había aprendido, más bienvenido era por su desvinculación de las tradiciones. Por fin la gran venganza de la juventud se desahogaba contra el mundo de nuestros padres. Pero en medio de tan gran carnaval, ningún espectáculo resultó tan patético como el de muchos intelectuales de la generación que, presos del pánico de quedar atrasados y ser considerados poco modernos, de maquillaron con fogosa rapidez e intentaron seguir también ellos, con paso renqueante, los extravíos más notorios. Todo lo extravagante e incontrolado vivió su edad de oro: el ocultismo, el espiritismo, la adivinación del futuro, el falso misticismo. Se vendía fácilmente todo lo que prometía sensaciones extremas más allá de las conocidas hasta entonces: toda forma de estupefacientes y drogas. En las obras literarias los únicos temas aceptados eran el incesto, la homosexualidad, la violencia y el sexo.
Si han leído esto con atención verán que podría tratarse de un retrato agudo y expresivo de nuestra época, sólo que es el que Stefan Zweig hace de la suya, a finales de los años 30. Conviene repasar viejas lecturas, aquéllas que nos dejaron los espíritus libres, sabios y dolientes, que vivieron antes que nosotros, porque en ellas suele haber un germen de advertencia, al tiempo que una mirada profética. Cómo es de cíclica la Historia y qué poco nos aprovechamos de sus enseñanzas. Aquel tiempo terminó con el hundimiento de los viejos valores de la civilización occidental y el triunfo sangriento de la irracionalidad, que impidió, con su tajo de muerte, contemplar el desarrollo de aquella generación. Y ante eso, ante el desmoronamiento de todo aquello que sostenía su concepción de ser europeo, Stefan y su esposa Lotte decidieron dar un adiós voluntario al gran teatro del mundo, quizá porque a la angustia de su visión se unió la conciencia de su imposibilidad de redención. No supo que de momento se equivocaba, pero el retrato que hace de su época nos resulta de sobra conocido.

domingo, 22 de septiembre de 2013

La lista del colegio

La lista del colegio Hay que ver cómo se las arreglan, entre editoriales y colegios, para crear cada año un septiembre negro para los padres. Tengo ante mí la lista del material que pide un colegio público de Gijón a una niña de primero, o sea, de seis años. Es una lista inicial, de carácter general, ya que luego vendrá la que exija el tutor correspondiente. Desde luego, formación completa sí que van a tener los pequeños educandos, a juzgar por la amplitud de tareas que promete tan gran número de adminículos, desde un lápiz concreto hasta una caja de toallitas húmedas, y desde rotuladores de una determinada marca hasta mil folios por cada alumno. Sí, mil folios, más las correspondientes libretas, que ya es papel. Y además, 50 euros en un sobre cerrado, que se unen a lo ya desembolsado por los libros de texto y se convierten en el negro colofón de la sangría de este dichoso mes, teñida a veces de angustia callada y sacrificios escondidos. Se dan explicaciones, claro, pero están más cerca del propósito de informar que de la finalidad de convencer. Se presenta siempre la formación del niño como el punto supremo al que se dirigen todos los esfuerzos, faltaría más, pero en este objetivo no se contempla el camino menos costoso, a pesar de que estamos en un tiempo de alifafes y ampollas en los pies. No estaría mal que algunos de los responsables del sistema educativo echase una mirada fuera de su aula y se convenciera de que la transmisión del conocimiento, el ejercicio de desarrollar las facultades intelectuales y morales de un niño, educar, no guardan una relación estrictamente directa con el grado de abundancia de soportes materiales. Realmente, a veces cuesta defender la enseñanza pública.
En esta pesadilla que viven los padres cada año intervienen muchos elementos conjugados entre sí: los que deciden los textos en los centros; las administraciones, que miran para otro lado; los libreros, que en muchos casos tienen aquí su negocio anual; las editoriales, a la cabeza de todos; una cadena de eslabones participando de este desaguisado, unos por omisión y otros haciendo su septiembre. Y por encima, ese vaivén cambiante de métodos de enseñanza, que es como una confesión: después de tantos planes de estudios, tantas reuniones de pedagogos y tanta experiencia acumulada, aún no se ha encontrado la forma de enseñar lengua o matemáticas. No importa, porque los padres jamás regatearán ningún sacrificio por la formación de sus hijos, y mientras se pueda convertir ese sacrificio en ganancia, pues a ganar todos. Menos los padres.
La lista de ese colegio, que se supone es similar a la de todos, seguramente podría tener la misma eficacia, o acaso más, con menos exigencias, aunque responda a un proyecto pedagógico particular. Y en todo caso forma parte de ese afán de tratar de corregir unos resultados educativos mediocres con una abundante ayuda de medios materiales, como si de ellos emanase la esencia del saber. Vendrán los pedagogos, psicólogos y sedicentes expertos de toda laya a explicarlo, pero tendrán difícil convencer a los padres de que los sencillos y baratos métodos con los que nos enseñaron a todos las primeras letras eran menos eficaces que los de ahora. Todo sea a la mayor gloria del negocio.

jueves, 12 de septiembre de 2013

El mito olímpico

Parece mentira, pero en el mundo que hemos construido, el prestigio, la grandeza, el nombre y la categoría de una ciudad se miden por el hecho de ser elegida para ser sede de unos juegos deportivos. Parece su garantía de preeminencia. Lo que infunde respeto y envidia no es ser un foco de cultura o un centro de investigación científica, ni su densidad histórica, ni ninguna cualidad artística o intelectual, sino que pueda ser escenario de un espectáculo lúdico durante dos semanas. Ese es el culmen de la fama y el desiderátum máximo de toda ciudad de hoy. Lo que hay detrás de ello -inversiones, carreras políticas, intereses privados de todo tipo, tiburones económicos- se tapa con el mantra de que los beneficios para la ciudad serán mayores. Lo que no siempre es cierto, desde luego, y no es la primera vez que se pone en evidencia el sinsentido de hacer unas obras costosísimas para quince días. En la Grecia clásica los juegos se celebraban siempre en la misma ciudad, y los vencedores recibían como premio una corona de olivo. Tuvieron un Píndaro que los cantó, pero también a un Eurípides, que pensaba de otro modo: “De los innumerables males que afligen a la Hélade, ninguno es de peor raza que la de los atletas... Ídolos de la ciudad, consumen su juventud entre vítores y fiestas, mas luego, al llegarles la vejez, nadie se acuerda de ellos... ¿Quién ha sacado a su patria de un apuro a fuerza de conquistar premios?”. Al menos entonces se detenían todas las guerras durante los días de los juegos.
Ver cómo alguien trata de correr, saltar o nadar más que nadie, es la nueva gran religión de nuestro tiempo, y tiene sus ministros, sus ritos, sus acólitos, sus templos y, por supuesto, sus fieles, que se cuentan por miles de millones; prácticamente todo el mundo. Cada cuatro años se celebra su ceremonia máxima, en un lugar decidido por un cónclave formado por un centenar de millonarios sin mucho que hacer, algunos de ellos representando a países cuyos atletas harían ya mucho corriendo en el patio de un colegio; ya me dirán que tienen que decir en Mónaco sobre dónde hay que celebrar los juegos, o en Aruba o en Fidji. Individuos bien conscientes de ser objeto continuo de pleitesía, que se pasan cuatro años recorriendo las ciudades candidatas, siendo agasajados con lo mejor que tiene cada una, en hoteles y restaurantes a cargo nuestro, y haciendo que elaboran sesudos y completos informes, que a la hora de la verdad ni ellos mismos tienen en cuenta, acaso porque se cruce por el medio algún que otro milloncejo ofrecido por alguno de tantos elementos interesados: cadenas de televisión, marcas deportivas, otras ciudades candidatas presentes y futuras. Y estos son a los que se les llena la boca con eso del juego limpio. Con esta gente es conveniente perder la inocencia cuanto antes. Como ha dicho alguien refiriéndose a nuestro caso, si ya lo teníamos casi todo construido, de dónde iban a sacar ellos tajada. A Madrid la han privado de los Juegos Olímpicos porque el trabajo bien hecho suele contar poco ante consideraciones bastardas. Lo mismo que sucede con muchas subvenciones oficiales y con la mayoría de los premios. No hay defensa contra ello.

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Pueblos


El verano es el tiempo en que los pueblos quedan con sus intimidades al aire. Lo que en el resto del año es espacio familiar y comportamientos sociales de confianza, ahora va a estar expuesto a miradas extrañas. Cuando se tiene visita no se dejan las camas sin hacer ni los platos sin fregar; eso puede pasar cuando se vive en la normalidad de lo cotidiano, pero no cuando se está a la vista de miles de curiosos que se acercan a conocer la casa. Y es así. Nuestros pueblos se llenan en verano de visitantes, en un vagabundeo estudiado unos, en estancia vacacional otros, en un intento de perpetuación de recuerdos algunos, y todos en un propósito de personalizar su disfrute, porque no todo es turismo de sol y arena, y frente al veraneante de tumbona y bronceador está el buscador de emociones más primarias, y frente al turista el viajero.
A lo largo de los caminos de España, el vagabundo de ojos atentos y con la mente vacía de prejuicios, encontrará pueblos de cualquier estampa y entraña. Los hay que han recibido de su pasado un conjunto monumental que les da un empaque señorial y un toque de distinción histórica que hacen que estén en la mente de todos; sería el caso de Santillana, Villanueva de los Infantes, Medinaceli y algunos más. Hay otros que, sin tener nada que destaque en particular, poseen un conjunto urbano armónico que trasluce su evolución histórica y hace que resulte un placer pasear por sus callejuelas; ahí están, por poner algún ejemplo, Urueña, Pals, Covarrubias, Sos, Ayllón, Pedraza, Morella, Atienza y tantos otros. Los hay también que poseen una obra excepcional inmersa en un conjunto menor, aunque digno de ella; serían los casos de Alcántara, Frómista o Guadalupe. Hay pueblos que son buenos exponentes de cómo la pobreza pretérita, al mantenerse sin medios para evolucionar, puede engendrar la riqueza posterior, esa que trae la invasión de visitantes que los inundan en todo tiempo; ejemplos pueden ser La Alberca, Aínsa, Albarracín o, en menor tono, Patones. Otros tienen su atractivo en un hecho literario, como Argamasilla de Alba, donde este viajero buscó siempre la sombra del hidalgo y su creador, hasta que un alcalde de escasas letras convirtió el edificio de la Casa de Medrano en un monstruoso engendro; por cierto, en perfecta demostración del principio de Peter, este alcalde dirige ahora un partido nacional. Y los hay que han elegido el turismo cutre, como Lloret de Mar, donde esta cutrez impregna todo el aspecto urbano; realmente hay pocos pueblos que se hayan vuelto tan feos como Lloret.
Hay una ruta de pueblos blancos y otra de pueblos negros y hasta hay uno azul. Y hay también otros, los más, que apenas tienen nada que ofrecer desde el punto de vista artístico o natural; sólo su modo de vida y el conocimiento de su esfuerzo cotidiano en el duro ejercicio de ganarse el sustento. Se visitan por eso, simplemente porque son pueblos, porque hay un viejo sentado al sol al que quizá se le pueda arrancar una historia, porque el perro que está tumbado en el medio de la calle apenas levanta la mirada cuando pasa el forastero, porque no hay más que una taberna en la que se juega al dominó, porque huele a pan.

miércoles, 21 de agosto de 2013

Final compartido

En las páginas de cualquier periódico, al lado del poderoso torrente de información global que nos muestra cada mañana el panorama del mundo, pudimos leer la noticia que eclipsó, al menos durante ese día, a todas las demás. Por entrañable y por cercana, y porque todo lo que se refiere a sentimientos como amor, compasión, fidelidad o desesperación nos hace sentirnos aludidos, como si en última instancia fuésemos también protagonistas indirectos. Conocemos demasiado bien esos sentimientos para no comprenderlos. Podrán no afectarnos, pero jamás nos serán ajenos. La humilde noticia informaba de que un anciano octogenario decidió acabar con el sufrimiento de su esposa, enferma terminal de Alzheimer, y luego con el suyo propio. Ella llevaba ya muchos años inmóvil en la cama y él se sintió sin fuerzas para esperar un tiempo que, si en buena lógica pudiera preverse corto, seguramente sólo pudo verlo como infinito. Y en la madrugada, cuando las angustias de la noche ya se han acumulado hasta oscurecer cualquier atisbo de luz, llevó a cabo su decisión.
No sé de nadie que pueda dictaminar con legitimidad sobre las conciencias, y quien se atreva a hacerlo allá el. La moral universal, esa que nos protege de la desaparición como especie, es eso, universal, y no puede regir las más íntimas turbulencias del corazón. Este anciano seguramente necesitaba poner orden en su pequeño universo, hecho de amor y desesperanza, y no se le fue ofrecida más opción que la fusión definitiva de los dos con las sombras del misterio inalcanzable. Abdicó de la vida para abdicar de su propio dolor.
Humano, profundamente humano. Allá donde no alcanza la consoladora luz de la comprensión que se callen los valedores de la justicia. ¿Quién puede saber de esa lágrima que quizá le asomó a los ojos en el instante antes de llevar a cabo el acto fatal? ¿Para quién fue su última plegaria y su último pensamiento cuando ya todo era irremediable? Una vida convivida con toda la intensidad y la dimensión que brinda un tiempo prolongado es capaz de hacerse un todo casi indivisible si está amalgamada por el amor, y esa indivisibilidad puede mantenerse hasta las últimas consecuencias. Cómo se va a resolver el tiempo final de nuestra existencia es una pregunta incontestable, porque su respuesta está grabada en el azar. Este anciano prefirió fundir el final de su esposa con el suyo propio, acaso porque no pudo soportar que el que estaba escrito para los dos fuera tan diferenciado.
Seguramente no conseguirá nunca una página de recuerdo en ninguna crónica del sentimiento, ni mucho menos podrá alcanzar la aureola épica de otros casos similares, como los de Zweig, Kleist o Koestler. Más bien puede que ocurra lo contrario, que le cataloguen como lo que no es e incluyan su acto en una de esas estadísticas de rígidos límites a las que va a parar todo sin diferencia de matices, pero uno quiere al menos dejar constancia de su comprensión, que es una virtud que no se lleva bien con el acto de juzgar. Ya está escrito: entre lo que existe y lo que no existe, el espacio es el amor.

miércoles, 14 de agosto de 2013

Días de verano

Quizá sean las Perseidas cayendo del cielo la noche de San Lorenzo, o en algunos casos mañana, la fiesta grande, las que marcan la línea central del verano. A partir de ellas ya nos da la impresión de que comienza el camino de regreso hacia la rutina del año, por más que el calendario nos muestre que aún es un camino largo y prometedor. Pero ahora todavía podemos sentir la plenitud del tiempo y hacer acopio de sensaciones para echarlas de menos cuando los días se vuelvan grises y nos obliguen a la melancolía.
Tiempo de verano, sol deseado sobre las pieles desnudas y sones de llamada continua a la fiesta, que es lo propio. Anda el aire lento, empapado en calorías, un poco rarillo en estos pagos, aunque nada que ver con lo que nos cuentan de otras latitudes más al sur y hasta más al norte. Parece haber un afán por absorber la vida en este paréntesis que las nubes nos brindan, casi como si fuera algo a estrenar. El verano viene a ser por aquí como una botella de champán, que al agitarla con alegría nos encontramos con que apenas nos queda nada que beber; todo se ha convertido en espuma. Pero entretanto, su imagen inconfundible nos tiene dominados los deseos y fijadas las añoranzas. Con imágenes de campo nos lo dibuja Machado:
 
Frutales cargados, 
dorados trigales,
cristales ahumados, 
quemados jarales, 
umbría, sequía, solano. 
Paleta completa: verano.
 
La mente y el cuerpo nos reclaman la luz y el sol; se ve que no se sienten capaces de soportar el resto del año sin una inmersión temporal en ellos. Sentimos necesidades que sólo el eterno vaivén de esta bola que nos lleva encima puede satisfacer, como si la mecánica celeste tuviera un corazón que comprendiera nuestros afanes. Esa es nuestra condición: la de ser humilde polvo de estrellas, porque toda esa plenitud de vida que nos invade en verano, la alegría de las madrugadas tempranas y claras, la serenidad que desprenden esas tardes largas y mansas, el inquieto bullir de nuestro espíritu o el deslizamiento hacia un sentimiento de renovado optimismo que nos tiende a afectar en estos días, todo eso no es, en definitiva, más que una simple consecuencia de la inclinación del eje de la Tierra. Menos mal que nadie tiene el poder de enderezarlo.
Tiempo de tópicos y de reflexiones superficiales, de pasiones encendidas por el sol sobre la carne, más vulnerable que nunca; cuando después vuelva a ocultarse bajo la ropa, las pasiones se volverán más veladas y quizá menos expansivas, aunque puede que más sinceras. Y tiempo en que se acumulan los pretextos para el desahogo. También es casualidad que lo más selecto del santoral –Juan, Pedro, Pablo, Luis, Antonio, Santiago, Domingo, Agustín, el Carmen, la Asunción- caiga por estos meses, dando oportunidad a los pueblos a tener a la vez los mejores patronos y sus fiestas en verano. Así que, ya que todo se junta, hagamos un año más de cigarra y lancemos fuera los trastos que nos atosigan el resto de los días. No tenemos que preocuparnos por el otoño; llegará enseguida.

miércoles, 7 de agosto de 2013

Algunas conclusiones tras el debate

Del debate que sus señorías nos brindaron el otro día en el parlamento cabe extraer un sinfín de conclusiones de todo tipo, desde la forma hasta el fondo, desde las neutras a las más interesadas y desde las palabras dichas hasta las ausentes; todo depende de la agudeza y preparación del opinante, de su conocimiento de los entresijos políticos y de la posición en que esté situado. Como este servidor tiene poco de todo eso y su posición no es relevante para el caso, lo observa con los ojos del espectador que contempla un espectáculo del que desconoce lo que hay más allá de las bambalinas y sólo tiene a la vista lo que ocurre en el escenario. Ya están los comentaristas políticos, los verdaderos y los sedicentes, para descubrirnos todos los matices colaterales y arrojar la luz de sus conclusiones sobre nuestras propias interpretaciones.
Pues desde esa posición de simple espectador, la primera conclusión que uno saca es que lo principal, la situación del país, interesa un bledo a todos los oponentes. Lo que importa no es ayudar al gobierno a conseguir mejorar las cosas, sino tirarlo abajo como sea, incluso tratando por todos los medios de dar carácter de gran escándalo a algo que ni siquiera los jueces han terminado de calibrar. Eso de remar todos juntos, sea quien sea el timonel, porque lo que importa es que el barco avance, es una metáfora trasnochada. Sobre lo esencial prima lo coyuntural, y ya pueden venir argumentos, que ninguna explicación va a resquebrajar una realidad sumamente conveniente. Lo más decepcionante que uno oyó, una de esas cosas que debilitan la fe en la clase política, fueron las declaraciones previas de una portavoz de la oposición dejando muy claro que, dijera lo que dijera el acusado presidente, no los iba a convencer. Con esta magnífica disposición para esclarecer la verdad se desarrolló el debate. Lo que no se entiende es, vista la premisa, qué utilidad podía tener, salvo la de confirmar una vez más la servidumbre del político, el alquiler de su pensamiento, el sometimiento de sus convicciones al dedo que le señala lo que debe votar. Pongamos un caso: si el gobierno actual logra sacar al país del pozo donde lo encontró ¿alguien de la oposición tendría la grandeza de reconocérselo? Y conste que en el caso contrario sería lo mismo.
Hay una segunda conclusión, esta de carácter formal: la indigencia idiomática de quienes se llaman precisamente parlamentarios. Ahí está una señora, jefa de un partido y en su día consejera de una autonomía, hablando de la pregunta veinteava; más o menos como aquel ministro de Cultura y su catorceavo; será que no alcanzan a ver la diferencia entre un partitivo y un ordinal. O ese otro proclamando que “delenda est Rajoy”, como si Rajoy fuese una mujer; si su ignorancia es mucha, su osadía es mayor. He dicho de carácter formal, pero no; es más bien de fondo, porque supone una muestra del estado de la incuria cultural de la que debería ser la clase representativa de la sociedad, al menos por tal se tienen. Por supuesto, no son todos; al contrario, más bien una minoría, pero cómo destacan. Luego se oponen a una ley para mejorar la educación.

miércoles, 31 de julio de 2013

Lo que nos sale del corazón

La solidaridad es un bien intangible que no se cotiza en los mercados ni influye en las cifras económicas ni es tenido como activo en ningún balance de esos que manejan los mercachifles del dinero, pero constituye la riqueza más hermosa y noble que puede tener un país. Y de eso los españoles tenemos a espuertas. Digámoslo con orgullo. Solidaridad y generosidad; por algo somos el primer país del mundo en donación de órganos. Ha pasado ya una semana desde aquella tarde que nos encogió el alma y aún quedan grabadas -y quedarán mucho tiempo- en esa pantalla interior que todos necesitamos mirar, hecha de memoria y sentimientos, las imágenes que acompañaron a la tragedia como un grito enronquecido de esperanza en medio de tanto horror: las de aquellas personas de toda condición que esperaron horas y horas en la noche para donar su sangre, profesionales que acudieron a sus puestos sin mirar horario ni vacaciones, enfermos que pedían el alta voluntaria para dejar libres sus camas, hoteleros brindando sus habitaciones a quien lo necesitara, gentes de toda clase aportando lo que estaba a su alcance, mantas, vehículos, herramientas, consuelo. Y todos con la naturalidad que da lo que brota directamente del corazón, sin miradas a la cámara, haciendo propio el dolor ajeno, dando el exacto significado a la palabra compasión, padecer con.
A diferencia del nacer, morir es un acto solitario, en el que nadie más que uno mismo es necesario. Quizá sea esa la mayor angustia del hombre en su momento supremo, y seguramente tener al lado a un semejante, aunque sea un rostro desconocido, sentir una caricia sobre la frente, unas palabras amables, una mano apretando la mano, sea el regalo más sublime y trascendente que podemos dar y recibir en nuestra vida. Justamente en su instante final.
La vida es la ruleta en que apostamos todos y el azar lanza sobe el tapete las bolas con los ojos tapados. Las de aquella hora maldita fueron a señalar a ochenta seres que no tenían más propósito en aquella gozosa víspera de fiesta que el de descansar un momento del ejercicio de la vida cotidiana o acaso el de dar una alegría a sus seres queridos y lejanos. Luego, el dolor, las lágrimas, las preguntas y la nueva realidad, ya con vacíos irrellenables. Acaso sea ese el sentimiento más desolador, sólo inmediatamente detrás del dolor, aunque, bien mirado, viene a ser lo mismo.
Dicen que la solidaridad tiene una motivación genética, con una clara función de preservación de la especie, pero a uno le parece una explicación demasiado mecanicista. Nuestros sentimientos son algo más que unos tornillos que estructuran la ciega máquina de la vida. Ayudar a un moribundo en sus últimos momentos no contribuye a la pervivencia de la especie; es una muestra de ese impulso misterioso que nos hace ver en un semejante una imagen de nosotros mismos, eso que han hecho suyos como un mandato todos los códigos religiosos y morales. Y que se callen los mezquinos de siempre. Despreciados sean todos aquellos que intenten sacar algún rédito, sobre todo político, de este accidente. La ruindad se hace aún más odiosa ante la grandeza de la generosidad.

miércoles, 24 de julio de 2013

La revolución tecnológica

La fascinación que ejerce la tecnología sobre todos nosotros, y en cada momento sobre la generación correspondiente, tiene algo de fe mística a prueba de toda contradicción. Le hemos otorgado un carácter sotérico, no ya salvador de nuestras almas, que poco tienen que ver con ella, sino de nuestro futuro y de nuestro bienestar. De qué careceremos, que siempre hemos estado necesitados de alguien que redima nuestro presente, a cambio de entregarle lo mejor de nosotros mismos. A principios del siglo pasado, en medio de la primera gran revolución tecnológica, un gran número de creadores la contemplan con atónita admiración y se entregan a la glorificación de ese mundo maravilloso que parece prometer la redención total del hombre. Un mundo nuevo en el que, por sus propios rasgos esenciales, el artista sólo puede permanecer desde el exterior admirándolo. Nacen movimientos artísticos rendidamente entusiastas, cuyos nombres ya son definiciones, como el maquinismo o robotismo y el futurismo. El rudo Léger afanándose en plasmar en el lienzo el culto apasionado que siente por la máquina; Marinetti sentenciando que un coche corriendo rugiente es más bello que la Victoria de Samotracia. Hoy miramos con una sonrisa de condescendencia el manifiesto futurista y la ardiente retórica con que puede envolverse un puñado de sandeces convertidas en ingenuos propósitos, por fortuna inalcanzables.
En los últimos treinta años, la explosión tecnológica nos ha convertido el mundo en un lugar hasta entonces sólo intuido en las novelas de ficción, pero aún no sabemos el precio que habremos de pagar. El tiempo de una generación es corto para eso, aunque sí podemos intuir algo en esos niños y jóvenes cada vez más aislados en su mundo circunscrito a una pequeña pantalla. También se notan ya los efectos en la sociedad, por ejemplo en el aumento del paro. Por poner un caso, el de los bancos, que antes era un sector gran generador de empleo y ahora apenas necesita más que programas informáticos; eliminaron empleos, pero los clientes no notaron que disminuyeran los gastos que les cobraban por sus cuentas; más bien al contrario. Y ahora se está comentando el caso de Detroit y cómo una carrera hacia el futuro puede llevar al abismo. Cuando los trenes circulen ya sin conductor, nos admiraremos de que los avances técnicos hayan conseguido tal maravilla y después pediremos cuentas al gobierno por el aumento del paro. Puede que alguien de esos que van al fondo de la noticia se pregunte qué se ha conseguido con eso y en qué ha mejorado el viajero. Se ahorran costes, le dirán. Pues puede, pero se los ahorrará la empresa, porque la sociedad los verá incrementados al tener que hacerse cargo de más parados.
Los avances tecnológicos son imparables y en algunos casos, como los referidos a la salud, vitales, pero en otros habría que plantearse reflexiones globales. Puede que se esté acercando el momento en que la principal función de la tecnología de mañana no sea ya satisfacer las necesidades del momento, sino reparar los daños causados por la tecnología de hoy.

miércoles, 17 de julio de 2013

Escapada romana (II)

Desde cualquiera de las colinas que la rodean, el Janiculo por ejemplo, la Roma antigua desaparece en la distancia; sólo se hace visible la Roma caput christianorum, un perfil de cúpulas que parecen rendir sumisión a una que lo domina todo: la del Vaticano. Es imposible ir a Roma y zafarse de su atracción; por fuerza se acabará entre los brazos de la gran columnata como paso previo a la entrada a un mundo singular e inigualable.
Detrás de su mampara de cristal, la Pietá de un Miguel Ángel joven soporta miles de flashes y de miradas entre curiosas y embebidas; en la capilla Sixtina, los frescos de un Miguel Ángel en plenitud no soportan flash alguno, pero sí la contemplación de ojos indagantes. Los amigos de la anécdota buscan en el infierno del Juicio Final el rostro del cardenal Cesena, convertido en Minos por haber criticado a Miguel Ángel; la mayoría fija sus ojos en la bóveda, en esos dos dedos estirados que, como un arco voltaico, no se tocarán jamás. Abajo, en la cripta, los fieles pasan de largo ante las bóvedas que albergan las tumbas de unos cuantos papas y buscan la de Juan Pablo II; muchos musitan una oración. Si se tiene la osadía de subir la endiablada escalera que lleva hasta la linterna de la cúpula, posiblemente el cuello exigirá un masaje después de tanto inclinarse para adaptarse a la curvatura de la semiesfera, pero los ojos tendrán ante sí el espectáculo de ver a Roma entregada y silenciosa a los pies. Esta sí que es colina de altura. Desde ella se divisa un panorama más amplio aún que desde la del Capitolio, un panorama que abarca todo el planeta, en mayor o menor medida, y que lleva ya más de veinte siglos de atenta contemplación. Si las referencias son imprescindibles para tratar de luchar contra el desorden al que estamos abocados, esta cúpula, de la que alguien ha dicho que parece tender a lo absoluto, lo es en grado supremo para mil millones de conciencias. Una cúpula levantada para cubrir la tumba de un pescador de Galilea.
Todo aquí es grandioso, todo magnificente. Los fines, los motivos, la arquitectura, los nombres de los artistas, los museos, la biblioteca, las pinturas y las esculturas, los materiales, la plaza, las perspectivas, todo único y absolutamente inencontrable en otro sitio, como no podía ser menos. Y también únicos su forma de gobierno, su modo de elección, su guardia, su poder. ¿Dónde están las divisiones del papa?, preguntaba un desafiante Stalin. El más ignorante de los fieles podría darle la respuesta nada más cruzar el umbral de la basílica.
A la salida, el sol romano parece ser aún más luminoso. Uno se queda en el atrio y se entretiene leyendo los nombres grabados a cuchillo en las columnas. Los hay a docenas, algunos de más de trescientos años de antigüedad: G.K. 1674; Girolamo Faggi, an D 1706; Bartolome Berluchi, 1735. ¿Quiénes fueron? ¿Qué queda de ellos? ¿Qué poderoso afán de inmortalidad les impulsó a dejar su nombre allí, como una lápida conmemorativa hecha para siempre mientras San Pedro exista, como un autohomenaje que si ellos no se hacían seguramente nadie les habría hecho? Ay, esa dichosa extraversión latina que nada se puede guardar para sí y que a tantos errores puede conducir.

sábado, 13 de julio de 2013

Escapada romana (I)

En la colina del Capitolio se viene a resumir todo lo que el visitante primerizo espera de Roma. Mira a un lado y ve el inmenso escenario de lo que fue la Roma imperial: los Foros, el Coliseo y el Palatino. Mira al frente y se encuentra con la majestuosa figura de Marco Aurelio, el emperador filósofo, en el centro de una plaza diseñada por Miguel Ángel cuando la ciudad volvió a ser la señora del mundo. Mira al otro lado y ahí está ese aplastante monumento a la unidad italiana, incongruente con el lugar. Y si busca miradas más humildes, ahí tiene la columna con la Loba Capitolina, o la roca Tarpeya, donde eran despeñados los condenados y desde la que Nerón contempló el incendio de Roma. En el Capitolio, por haber, hay hasta uno de los mayores símbolos de Roma, según este viajero: una fuente. Una fuente sencilla, de esas con orificio en la parte superior del caño para comodidad del usuario, una fuente que sirve para lo primero que tiene que servir toda fuente: dar de beber al sediento. Roma es la ciudad más generosa con la sed del visitante que uno conoce. Le ofrece fuentes por cualquier rincón, fuentes de agua fresca y sin el menor sabor, como debe ser el agua. Simples, con tan sólo un caño y una sencilla pileta; más decorativas, como la de la Piña o las Tiaras, y, por supuesto, monumentales, las que alegran los ojos en vez de la garganta: Trevi, Tritone, Acqua Paola y otras, pero esas ya son sólo para saciados y nada tienen que ver con la tercera obra de misericordia. Respighi fue un ingenuo al querer reflejar en su poema sinfónico el encanto de las fuentes de Roma, porque, por mucha música con que se las pretenda describir, la música está en las propias fuentes.
Desde cualquier punto del Tíber entre el Campo de Marte y el Vaticano, la perspectiva quizá no tenga semejanza con ninguna visión urbana de Europa. Puede andarse una y cien veces y preguntarse cómo una serie de circunstancias acumuladas dieron lugar a algo tan unitario. O a lo mejor es que el transcurso de la Historia es, de por sí, la mayor mente dirigista. Hay otras perspectivas, como la de la plaza del Popolo, pero están más hechas a voluntad y no desprenden ese grato olor a casualidad, que es una de las más placenteras sorpresas que pueden aguardar al viajero. Al fin y al cabo, Roma es, más que ninguna, una ciudad ideológica. Los impactos de cada voluntad que la ha gobernado se reflejan en ella con mayor nitidez que en otras. Además, al tratarse de una urbe que ocupó en todo momento un puesto de protagonista, los criterios ideológicos se han impuesto en ella con más fuerza que en ninguna otra. Y como, por efecto de su larga historia, esos criterios tuvieron que ser por fuerza opuestos y además mantenidos por los dos poderes más fuertes que conoció Europa, el resultado es una ciudad en la que cualquiera puede advertir de inmediato que su enorme personalidad consiste en ser una plasmación física de esas ideologías. Podemos traer infinidad de símbolos, pero quizá ninguno mejor que el Panteón y San Pedro. O el Laocoonte y el Moisés, o el Ara Pacis y la puerta del Filarete.
Y el Tíber, callado y ajeno, de todos siempre.

miércoles, 3 de julio de 2013

Los impuestos

Anda la Agencia Tributaria con el instinto cazador más activo que nunca, como un lince con apetito en busca de las presas que corrieron a esconderse detrás de los árboles. Ya ha atrapado a unas cuantas, algunas de amplia resonancia en los medios: un futbolista con cara de no enterarse de nada, empresarios y políticos con cara de estar bien enterados de todo, un cocinero de esos de la nueva ola y otros más o menos conocidos. Dicen los mal pensados que se trata de dar un escarmiento público, algo así como lo que se hacía en aquellas picotas que se alzaban en las plazas de los pueblos, en las que se ataba a los delincuentes para aviso y ejemplo de todos. Puede ser, pero hace bien, qué diablos, que, puesto que hay que pagar, paguemos todos, según el principio de la justicia distributiva. A la hora de disponer del fruto de esos impuestos nadie pone reparos, así que tampoco trate de escabullirse.
La cuestión está en tener o no la percepción, mejor sería la convicción, de que lo que se nos quita para proveer el fondo común nos es devuelto en su justa medida en forma de servicios y atenciones sociales. Porque ese es el fundamento del impuesto, sea cual sea la consideración semántica y técnica que quiera dársele. Hay teóricos que lo ven como el pago de la prima de un seguro; hay quienes lo consideran como una retribución por los servicios que presta el Estado, y hay incluso quienes lo ven como una consecuencia de la condición de súbdito. Aunque quizá deban concebirse mejor como un simple intercambio, a menudo desigual, de dinero por bienestar social. En cualquier caso, todo parte de una raíz única y fundamental: que los ciudadanos paguen. Y vaya si pagamos. Pagamos por lo que ganamos, por lo que gastamos y por lo que ahorramos, por circular y por aparcar, por recibir la herencia de los padres, por comprar un bien y por venderlo, pagamos hasta por tener que pagar, y eso sólo en lo que se llaman impuestos directos, porque los indirectos están tan omnipresentes en todo lo que hacemos en la vida cotidiana que puede decirse que sólo el pensamiento está libre de impuestos. Y aquí no hay negociación posible ni caben esfuerzos de entendimiento; cada uno se queda con lo que el Estado le deja. De ahí que nada irrite más al ciudadano harto de pagar que la ligereza con que se trata su dinero, el despilfarro, los gastos inútiles, las subvenciones absurdas, los sueldos escandalosos, las prebendas, los privilegios y, no digamos, el saqueo de las arcas por parte de algún miserable que siempre suele aparecer.
Los impuestos son una de las escasas seguridades absolutas que puede tener el hombre. Como la muerte, el dolor, la duda o el error. Tanto que, ni aun en el hipotético caso de que alguien renunciase por completo a vivir en sociedad y a las ventajas que ésta le proporciona, le dejarían estar exento de ellos. Visto así, resulta fácil tomarlos como la demostración evidente que deja en simple utopía la proclama de la libertad del hombre. Y, por buscar alguna justificación más metafísica, la prueba de la incapacidad del ser humano para sobrevivir como individuo aislado.

miércoles, 26 de junio de 2013

Otro quinto centenario

Conmemorar efemérides con cierta fastuosidad sólo está en manos de quienes tienen el poder, o sea, los políticos. Y como los políticos siempre responden a la doctrina de su partido, se elegirán las efemérides en función de la cercanía ideológica o de la conveniencia de programa. Los no correctos políticamente, por importantes que sean, se procurará que pasen desapercibidos y quedarán a merced de lo que puedan hacer entidades culturales privadas, mientras que los que sobrepasan cualquier dimensión ideológica para entrar en la categoría de hecho nacional, están a expensas de lo que haga con ellos el Gobierno. No son estrictos criterios de objetividad histórica los que deciden lo que merece ser celebrado ni el grado de su celebración; lo hemos visto con algunos centenarios locales traídos por los pelos y lo veremos el próximo año con el más falso aún tricentenario de la “pérdida de las libertadas catalanas”. Parece que a menor importancia más entusiasmo, y a más localismo más importancia. En cambio, los que nos atañen a todos como nación, los que configuran nuestra historia común, parecen infundir un cierto pudor, al menos en las instancias más altas, lo que indica un estado de debilidad de la conciencia nacional y una autoestima en horas muy bajas. Ya el pasado año se ignoró el centenario de las Navas de Tolosa, quizá la batalla que decidió en mayor grado nuestra trayectoria histórica, y en este se lleva el camino de pasar por alto el quinto centenario del hecho que completó el conocimiento real de nuestro planeta: el descubrimiento del océano Pacífico.
Núñez de Balboa había oído hablar de la posible existencia de un mar al otro lado de la cordillera del Darién, y decidió ir en su busca con algunos de sus hombres. Los cronistas cuentan las terribles dificultades de aquella travesía por tierras desconocidas, a través de montañas y desfiladeros, abriéndose camino en la selva a golpes de hacha, en medio de un calor y una humedad sofocantes, atacados por animales salvajes y, sobre todo, por los insufribles mosquitos.
Se ha dicho que si cualquier otro país –Francia, Inglaterra o Estados Unidos, por ejemplo-, hubiera protagonizado estas páginas de la Historia, las habría tenido, por sí solas, como el justificante de su presencia en el mundo. Pero el caso es que fueron naves españolas las primeras en cruzar los dos mayores océanos, primero el Atlántico y luego el Pacífico, y las primeras en dar la vuelta al mundo, y fueron españoles quienes descubrieron y exploraron el río más grande de la tierra y el mayor espacio de mundo desconocido. El relato de los hechos de cualquiera de aquellos aventureros convertiría a Livingstone y Stanley en simples paseantes domingueros. Ya está bien de leyenda negra. Es curioso, pero el orgullo que nos falta a nosotros les sobra a otros; hay sitios en que es tenida como una gran hazaña lo que en la crónica de nuestra aventura americana sería sólo un hecho más, tan llena está de acciones asombrosas. No se trata de reeditar Glorias Imperiales, sino de reconocernos como fuimos, con las nubes y claros, sin pasión, pero tampoco en un permanente estado de contrición.

miércoles, 19 de junio de 2013

Y allá a su frente, Estambul

La plaza de Taksim no es, ni mucho menos, el primer rincón de Estambul al que acude el turista, pero sí el que puede encarnar a la ciudad nacida en su segunda andadura, ya exclusivamente turca. Ataturk está allí en su sitio natural, presidiéndola. Acaso sea también el lugar más en consonancia con las ideas que dan pie a otra de esas primaveras, aunque no para las tanquetas, las barricadas y los destrozos, que para esos jamás es bueno ninguno. Y el viajero se da cuenta de que esto es accidental y que el meollo está en otra parte. Al fin y al cabo él no tiene más vinculación con la ciudad que la que quiera tener.
Estambul, desde lejos, parece tener mágico hasta el nombre, quizá por su sonoridad líquida aguda, que suena como un disparo de culebrina, porque rima con azul, o porque era el punto que tenía ante sí aquel pirata que cantaba alegre en la popa. Estambul suena mejor que Bizancio y aun que Constantinopla, y desde luego mejor que Istanbul, con acentuación llana, que es como los turcos la llaman. A Estambul el viajero puede intuirla sin saber muy bien qué es lo que hay que intuir, y por eso suele ir sin grandes estorbos en sus alforjas, que es la suerte más agradecida que puede tener un viajero.
Visto desde arriba da para mucho este rincón. No extraña que, estando donde está, en un paso clave para el comercio marítimo con Oriente y siendo punto en el que confluyen las dos grandes corrientes de la civilización mediterránea, haya sido habitado y disputado desde siempre. Aquel Byzas, griego él, bien sabía lo que hacía cuando se asentó allí. Luego, Constantino, en el 336, la reconstruyó a imagen de Roma; Justiniano, en el siglo VI, levantó la espléndida basílica de Santa Sofía y la embelleció aún más, y en el mal año de 1453, los turcos cayeron sobre ella y se la quedaron para siempre. Tan sólo desecharon su nombre, que debió de parecerles un trabalenguas muy poco turco, y la llamaron Istanbul. Nadie en Occidente la lloró ni jamás se reivindicó su pertenencia. Solimán, en el siglo XVI, la reformó a la turca y la llenó de mezquitas. Ataturk, en 1923, la hizo perder la capitalidad en favor de la pueblerina Ankara. Hoy tiene unos trece millones de habitantes y recibe cada año medio millón de inmigrantes de todo el país.
Estambul es fea y hermosa, abigarrada y plácida, oriental y occidental, engañosa y fiable, enervante y enamoradora, todo a la vez y como gozándose en ello y en ir a contrapelo de cualquier circunstancia. Cuando Ataturk la despojó de la capitalidad, ella creció hasta hacerse una de las mayores aglomeraciones urbanas del mundo; cuando el mismo padre de la patria impuso los caracteres latinos, no pareció afectarle mucho, porque su origen la amparaba. De Amicis, en su Constantinopla, la describió bajo el influjo del misterio que aún ejercía sobre el viajero decimonónico. Pierre Loti, en La Turquía agonizante, lamentó con nostalgia la desaparición de unas formas de vida que se iban, pero eso era en 1923. Hoy vería que Estambul no deja irse casi nada, como no sea lo que se puede llevar el turismo masivo, que ese sí que es un enemigo buscado.

miércoles, 12 de junio de 2013

Tertulianos

Tertulia es una vieja y entrañable palabra que evoca buenos momentos: reunión de amigos, charla sin tiempo, diálogo distendido, controversia amistosa, mesa y café. Las tertulias han formado desde siempre parte de nuestra forma de ser y han sido un rasgo de nuestra actitud ante la vida. De la nuestra y de la de todos los pueblos extravertidos e intensamente sociables, como los mediterráneos; hay quien dice que su propio nombre viene de las reuniones que hacía Tertuliano, o acaso de tres Tulios romanos que se reunían de vez en cuando a cenar y charlar, o de ninguna de las dos, quién sabe. Lo cierto es que, ya desde los círculos literarios del Siglo de Oro, poblaron los cafés y casinos de toda España y formaron parte de nuestra historia cultural, aunque sólo fuera por ejercer el papel que las sesudas Academias dejaban libre. En ellas se ha dicho y oído lo mejor de lo que el español lleva dentro. En su anecdotario, en los míticos nombres de los cafés que las acogieron y en los miembros ilustres que las conformaron, se encuentra la intrahistoria más cercana y auténtica de nuestro modo de ser y de expresarse. Allí se cuecen todos los remedios, los juicios tienen autorización para ser enfáticos, y las propuestas para solucionar los entuertos del planeta son tan abundantes que parece mentira que pueda seguir tan mal. La tertulia de café, la de las conspiraciones ingenuas y las críticas al ausente, la de los genios incomprendidos y arbitristas repletos de buenas soluciones, la del poeta en busca de oyentes y quizá de un café con una magdalena, no ha pretendido jamás abdicar de su humilde condición de reunión primaria y entrañablemente humana.
Pero miren por dónde ahora las han convertido en un género televisivo. No hablo de esos programas que reúnen a unas cuantas personas desaforadas, gritonas, insultonas, malhumoradas, pregonando a voces lo más rastrero y primitivo de sí mismas y de los demás, que a su vez también se prestan al juego en un cambalache realmente repugnante. A esto no cabe dar el nombre de tertulia; cae directamente en la telebasura. Se trata de esas reuniones de apariencia más civilizada, que ya forman parte de todas las parrillas, y que presentan a unos cuantos de esos llamados tertulianos a hablar de lo que sea, siempre con un programa previo. Deben de resultar baratos –hay alguna emisora que les paga con vales de un centro comercial-, dan juego y no necesitan más que una silla. Si se mira bien, son casi siempre los mismos, brincando de mesa en mesa, a cuestas siempre con sus coletillas –alguien ya ha llamado a su modo de expresión el tertulianés- y su pretensión de dar a entender que saben de todo. A veces son terminales de los partidos políticos, que tienen así un modo subliminal y eficaz de crear opinión; a uno le han pillado confesando que recibía por el móvil instrucciones de su partido sobre lo que tenía que decir. En todo caso, lo que el espectador termina viendo es que se encuentra ante un nuevo género del mundo del espectáculo, habitado por profesionales que venden su propia presencia, cuando no se avienen a convertirse en actores que se interpretan a sí mismos. Por supuesto, no todos.

miércoles, 5 de junio de 2013

El montón de escombros

La Bienal de Venecia ofrece este año como representación de nuestro arte un montón de escombros. Así, como suena. Llegó un camión, levantó el volquete, descargó unas cuantas toneladas de piedras y materiales de desecho de construcción, y allí dejó la participación española. Posa la autora, -otro genio zaragozano, como Cecilia la del Ecce Homo, y que Goya nos disculpe- con gesto satisfecho, explicando que se trata de “una reflexión sobre el ciclo vital de los edificios”, pero lo que ve la mayoría de los visitantes, pobres mentes ignorantes, no es más que eso, un montón de escombros sin posibilidad de generar ninguna meditación. Pues que no se preocupen. Seguramente lo explicará algún crítico diciendo, por ejemplo, que se trata de un análisis intraconsciente del no ser ontológico en su calidad y condición de elemento deviniente dentro de una visión introspectiva e intemporal del mundo como proyección de los propios impulsos de búsqueda; o, digámoslo de modo más sencillo, una metáfora dualista del sentido ambivalente que seduce nuestra voluntad en forma de una entelequia inalcanzable, aunque siempre inmanente. Está claro ¿no? A ver, que se levante el que sólo vea aquí un montón de escombros. Y naturalmente no se levanta nadie.
En 96 años la vanguardia, al menos la de base objetual, ha recorrido un camino que va desde un urinario hasta un montón de escombros. A Duchamp ya se la había ocurrido exponer como escultura un botellero que había comprado y que luego tiró su hermana, que no debía de tener mucha sensibilidad artística; por cierto, del urinario tampoco se supo nunca más. Después, por esas ferias de la progresía y esos museos de arte contemporáneo que en los últimos años han surgido por todas partes, ha podido verse de todo, desde un folio arrugado sobre una mesa hasta un corcho clavado en una pared. Así están las limpiadoras de esas salas, que no se atreven ni a recoger una colilla del suelo por temor a estar destruyendo la obra maestra de algún genio. Y todo es arte, y todo requiere de nosotros una preparación especial para comprenderlo, y todo tiene, naturalmente, un precio. Cuánto se han reído de nosotros.
A la autora de esa descarga de escombros seguramente se le han ocurrido y se le ocurrirán muchas más creaciones similares, porque siempre encontrará a alguien dispuesto a pagar cualquier precio por un marchamo de vanguardista. Lo que resulta más difícil es saber en qué clase de expresión artística hay que incluir su obra, al menos la de Venecia. Evidentemente no es pintura; tampoco escultura. Acaso pueda incluirse en la arquitectura, eso sí, deconstruida, o sea, como hace Ferrán Adriá con la tortilla de patata. Más de un siglo de sucesión frenética de ismos, de búsqueda de la expresión de un arte conceptual, de intentos de sometimiento de la forma al subjetivismo más extremo, y hemos terminado en la consagración de lo meramente contemporáneo como categoría artística, en lo coyuntural, lo utilitario, lo estéril de conceptos. En un montón de escombros que acaso sea una metáfora del arte actual.