miércoles, 6 de julio de 2011

Hijos del dolor

Es incalculable el dolor que ha afligido a gran parte de la humanidad desde que ha aparecido en este bien llamado valle de lágrimas. El hombre es hijo del dolor, que comienza ya con el mismo acto de su venida al mundo. Venimos aquí a sufrir, se dice, y no se hacen excepciones, pero uno no quiere reflexionar ahora sobre ese sufrimiento existencial que nos afecta a todos nosotros como parte inmanente de nuestra condición de seres vivos, sino de ese otro dolor producido por causas externas y circunstanciales, malditamente circunstanciales. Cuántos hombres y mujeres han visto, a lo largo de los siglos, su vida, su única e irrepetible vida, convertida en un camino de amargura y sufrimiento sin saber por qué, sin tener a quién hacer preguntas, sin poder rebelarse. Cuántas torturas, cuántos despojados de su libertad y de su dignidad, obligados a humillarse ante sí mismos, que es la peor de las humillaciones. Cuántos encerrados en campos de concentración, golpeados en sus seres queridos, obligados a sufrir espantosos tormentos físicos, sometidos a la vejación caprichosa de alguien más fuerte. Cuántos arrastrando día tras día su hambre y su miseria, viéndose ancianos a la edad en que en otras partes ni siquiera se ha entrado en la madurez. Cuántas lágrimas que se quedan en simple deseo, porque ya ni siquiera pueden asomar.
Y todo esto ¿para qué? ¿Qué sentido tiene tanto sufrimiento de tantos seres humanos, cuya culpa no es otra que la de haber nacido en un determinado lugar o en un determinado tiempo? Las religiones ofrecen una respuesta amparada en el misterio, la lógica se refugia en una duda poco consoladora, y la razón dice que ninguno. La tradicional visión trascendente del dolor como agente purificador pierde todo su valor ante la imagen desgarrada de un niño sufriendo, que nada tiene que purificar. Lo de "bienaventurados los que lloran porque ellos serán consolados" sólo resulta un bálsamo, si acaso, para una sexta parte de la humanidad. Nos quedamos en manos del silencio ante nuestra petición de explicaciones. A falta de ellas, la respuesta más predicada durante todos los tiempos fue la de la resignación.
El hombre es el único animal capaz de sentir compasión por el dolor de otro de su misma especie, pero, al mismo tiempo, el único que lo produce, y hay que ver con qué ahínco se aplicó a ello a lo largo de su historia. El dolor producido por otros hombres tiene su mapa, espacial y temporal, bastante definido, de modo que caer en su dominio o librarse de él no consiste más que en una mera cuestión de azar. Desde este lado, aquí donde tantas lecciones hemos dado en esta materia hasta alcanzar la aceptable bonanza actual, no está mal que, de vez en cuando, tengamos un humilde recuerdo para todos esos a quienes algún miserable arrancó su derecho a una vida feliz y esperanzada.