miércoles, 12 de junio de 2013

Tertulianos

Tertulia es una vieja y entrañable palabra que evoca buenos momentos: reunión de amigos, charla sin tiempo, diálogo distendido, controversia amistosa, mesa y café. Las tertulias han formado desde siempre parte de nuestra forma de ser y han sido un rasgo de nuestra actitud ante la vida. De la nuestra y de la de todos los pueblos extravertidos e intensamente sociables, como los mediterráneos; hay quien dice que su propio nombre viene de las reuniones que hacía Tertuliano, o acaso de tres Tulios romanos que se reunían de vez en cuando a cenar y charlar, o de ninguna de las dos, quién sabe. Lo cierto es que, ya desde los círculos literarios del Siglo de Oro, poblaron los cafés y casinos de toda España y formaron parte de nuestra historia cultural, aunque sólo fuera por ejercer el papel que las sesudas Academias dejaban libre. En ellas se ha dicho y oído lo mejor de lo que el español lleva dentro. En su anecdotario, en los míticos nombres de los cafés que las acogieron y en los miembros ilustres que las conformaron, se encuentra la intrahistoria más cercana y auténtica de nuestro modo de ser y de expresarse. Allí se cuecen todos los remedios, los juicios tienen autorización para ser enfáticos, y las propuestas para solucionar los entuertos del planeta son tan abundantes que parece mentira que pueda seguir tan mal. La tertulia de café, la de las conspiraciones ingenuas y las críticas al ausente, la de los genios incomprendidos y arbitristas repletos de buenas soluciones, la del poeta en busca de oyentes y quizá de un café con una magdalena, no ha pretendido jamás abdicar de su humilde condición de reunión primaria y entrañablemente humana.
Pero miren por dónde ahora las han convertido en un género televisivo. No hablo de esos programas que reúnen a unas cuantas personas desaforadas, gritonas, insultonas, malhumoradas, pregonando a voces lo más rastrero y primitivo de sí mismas y de los demás, que a su vez también se prestan al juego en un cambalache realmente repugnante. A esto no cabe dar el nombre de tertulia; cae directamente en la telebasura. Se trata de esas reuniones de apariencia más civilizada, que ya forman parte de todas las parrillas, y que presentan a unos cuantos de esos llamados tertulianos a hablar de lo que sea, siempre con un programa previo. Deben de resultar baratos –hay alguna emisora que les paga con vales de un centro comercial-, dan juego y no necesitan más que una silla. Si se mira bien, son casi siempre los mismos, brincando de mesa en mesa, a cuestas siempre con sus coletillas –alguien ya ha llamado a su modo de expresión el tertulianés- y su pretensión de dar a entender que saben de todo. A veces son terminales de los partidos políticos, que tienen así un modo subliminal y eficaz de crear opinión; a uno le han pillado confesando que recibía por el móvil instrucciones de su partido sobre lo que tenía que decir. En todo caso, lo que el espectador termina viendo es que se encuentra ante un nuevo género del mundo del espectáculo, habitado por profesionales que venden su propia presencia, cuando no se avienen a convertirse en actores que se interpretan a sí mismos. Por supuesto, no todos.

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