miércoles, 26 de diciembre de 2018

Navidad

La Navidad es ese tiempo necesario para poner en el año el espacio de sosiego que vamos echando en falta mes a mes. Días, aún sin pretenderlo y sin darnos cuenta, de introspección, alentada por una exigencia que terminamos viendo como natural de tanto estar presente a lo largo de los años. En Navidad todo modifica su dimensión, acaso porque necesitamos unos días para vivir siendo otros, aunque sea en una escala muy cercana. Los recuerdos se vuelven más vivos, también más dolorosos; los momentos felices de la infancia se hacen presentes sin apenas esfuerzo de evocación, se subliman algunos sentimientos y en todo parece encontrarse un punto extra de optimismo y un deseo de transmitir una felicidad soñada. Necesitamos la Navidad simplemente porque es un tiempo que alude a una dimensión situada más allá de la vulgaridad de la realidad. La necesitamos porque no nos alimenta un interruptor, sino un aliento que emana de lo más profundo de nuestra complejidad de seres humanos, dotados de un sentido espiritual del que no podemos prescindir. Se nos hace imprescindible dejarnos empapar cada año por la leve fuerza de una ilusión compartida, eso que llamamos, sin acertar a definirlo, el espíritu de la Navidad. Puede que bordee el campo de los usos sociales, pero en ese "Feliz Navidad" que oímos tantas veces estos días hay más que una fórmula mecánica; encierra el resumen de nuestra instalación interior, hecha de anhelos de paz y felicidad, y el deseo fervoroso de proyectarlos a los demás.
No hay otro aniversario tan largamente celebrado y compartido, al menos en la sociedad occidental, ni ninguno que represente con más fuerza nuestra identidad cultural. La celebración del nacimiento de un niño es siempre un motivo universal de alegría, y más cuando se le añade una condición trascendente mediante un mensaje de salvación, pero en la Navidad, además, a la bella historia se le han ido incorporando elementos a cual más sugestivos hasta convertirla en algo que ocupa el lugar preferente en el imaginario de nuestras vidas, ya desde la infancia. Puede que luego los años y los resabios la debiliten, pero terminará volviendo; siempre vuelve.
La enorme presencia de la Navidad se manifiesta en la poderosa fuerza de sus símbolos, que trascienden a un tiempo y a un lugar concretos para ser universales: la estrella, el árbol, los villancicos, las tres figuras de los Reyes, la de papá Noel, los regalos, la cabalgata, los dulces típicos y el que los resume casi todos con su inmenso poder de seducción visual: el belén. Cuántas caras infantiles asombradas, prendidas luego para siempre a la Navidad, ante la maravillosa visión del pueblo y de los caminos que llevaban al portal, sobre los que se erguía a lo lejos el castillo de Herodes.
Dejando aparte la condición dogmática del misterio que rememora, que eso pertenece al ámbito privado de la fe, la Navidad ha fecundado todas las ramas del arte, llenándolo de expresiones de alegría. Uno escucha, por ejemplo, el oratorio de Bach o el concierto de Corelli y quiere dejarse llevar también por su espíritu.

miércoles, 19 de diciembre de 2018

El recuerdo


De todos los recuerdos de infancia que aún mantenía en algún rincón de su memoria, el único que seguía brillando con la misma intensidad de siempre era la Navidad. Tantos años que habían pasado, más de sesenta, y allí seguía, inmune al tiempo y al olvido. Le habían sacado de su tierra en esa edad en que la memoria aún es una nebulosa incapaz de fijar los recuerdos, y llevado a un país lejano, absolutamente distinto del suyo. Allí había vivido su ya larga vida sin ninguna inquietud por mirar hacia atrás, con la absoluta convicción de ser parte innata de él y sin imaginar ni por un momento que pudiese haber tenido un destino de vida diferente. Su único mundo estaba a su alrededor, y en él se habían desarrollado todas las circunstancias de su vivir: el trabajo, las necesidades diarias, la familia, los problemas, los amores. Y sin embargo, allí estaba aquel lejano recuerdo aferrado a lo más profundo de su mente sin debilitarse ni un solo momento; al contrario, con los años había ido adquiriendo unas líneas cada vez más definidas.
Una casa modesta en un pequeño pueblo; un fuego que ardía en la chimenea para espantar el frío de la tarde; los cristales empañados, pero dejando adivinar a través de ellos la blancura de los campos nevados. Su madre trajinando en la cocina y su padre tratando de colocar una guirnalda que había conseguido en algún sitio. Solitario el camino y silencioso el aire, adormecido el pueblo, sin más señal de vida que las pequeñas columnas de humo que salían de las chimeneas. Olía como pocas veces en la casa; a carne guisada y a arroz con leche. En la mesa se había puesto el mantel de tela. Y algo que no había vuelto a ver pero que jamás había olvidado: turrón. Luego, juegos, cánticos que hablaban de pastores, creía recordar, la visita de algún vecino que venía felicitar las fiestas. A medianoche, todos juntos a la misa en la iglesia, adornada para la ocasión. Esa noche se sentía importante porque se acostaba muy tarde. Al día siguiente su padre le llevaba a la ciudad a ver las calles iluminadas y el belén, ante el que se quedaba maravillado. Qué lejos todo aquello. Qué débil el recuerdo, pero qué persistente. Se había resistido toda la vida a morir y ahora se había convertido en una llamada. Tenía que volver para reencontrarse con él y vivir en paz su final. Diciembre acababa de empezar; aún tenía tiempo.
Sin pararse siquiera a descansar tras el largo viaje, subió hasta el pueblo. El recuerdo se fue haciendo más nítido en su mente: la nieve, el camino, el bosque, pero de las casas no salía humo y la soledad lo envolvía todo. Solo un viejo, que le miró con cara desconfiada, parecía ser el único signo de vida. Quizá fuera uno de sus compañeros de la escuela, pero antes de que pudiera hablarle entró en su casa. Fue hasta la iglesia y vio que estaba cerrada y sin ningún adorno. Con la mente confusa echó una última mirada al desolado entorno y emprendió el camino de la ciudad. Las calles estaban animadas, pero su iluminación era ahora una colección de luces sin ningún sentido ni alusión alguna a la fiesta que las motivaba. Buscó el maravilloso belén de su recuerdo; lo habían convertido en una maqueta de la ciudad. Dio la vuelta con una dolorosa sensación de pérdida, pero prometiéndose que jamás dejaría que su querido recuerdo desapareciese.

miércoles, 12 de diciembre de 2018

La final

No deben de andar tan mal las cosas de la vida cuando el único pensamiento y la máxima obsesión que ocupa la mente de millones de personas es un partido de fútbol. O sí, quizá sí. Puede que sea justamente la válvula de escape de la realidad cotidiana, la vía que desagua las frustraciones y sinsabores del vivir diario, un modo de procurar equilibrar la balanza de la vida, casi siempre inclinada hacia el lado menos grato y poco dado a las alegrías. Esos miles de argentinos que inundaron este fin de semana las calles de Madrid siguiendo a los equipos de su alma en una circunstancia de excepcionalidad, estaban viviendo la plenitud de su decisión con una entrega alegre y despreocupada, como el que sabe que se halla ante un momento que hay que apurar con toda intensidad porque es irrepetible. Habían cruzado el Atlántico después de dos días de viaje en avión, un inacabable vuelo haciendo escalas en varios sitios; para muchos supuso un sacrificio económico de difícil recuperación; hubo quien vendió hasta el coche y quien se empeñó para un año, todo para estar unas horas en una ciudad de la que apenas iban a conocer nada, salvo, eso sí, lo que sucediera en el campo con sus equipos. Cuesta trabajo imaginar otra fuerza con más capacidad de mover voluntades por encima de todas las dificultades y bordeando los límites de la misma razón.
La hinchada que se acomoda en la grada es una masa homogénea, que metaboliza y convierte en una sola las diversas individualidades. Nadie va solo al campo, y si lo hace no tardará en asumir todas las propiedades de la suma. Es una masa unida por la ilusión del triunfo, por la visión deformada de sus propias posibilidades y por la convicción de estar participando en algo fundamental en sus vidas, pero también por la necesidad de descargar tensiones, de crearse un sentido de pertenencia, de encontrar una identidad, de sentirse importante por un tiempo y quizá por ser conscientes de estar ante una de las escasas oportunidades que se tienen de subir la autoestima. En todo caso, aglutinada por la pasión, sin importar lo que se pierda. Como justificación pueden aducir la frase de Kierkegaard: "Quien se pierde por su pasión pierde menos que quien pierde su pasión".
River y Boca vienen a ser los habituales dos gallos en el mismo corral, solo que estos son capaces de generar ardores más encendidos. Dicen los que los conocen que los dos tienen una masa social de estrato parecido, los dos tienen su origen en la emigración y unas hinchadas de estructura transversal que no son representativas de una clase social concreta. Y tienen también un largo historial de enfrentamientos fuera del campo, cuya muestra última fue la imposibilidad de jugar el segundo partido de la final en su ciudad. La normalidad con que se disputó en España ha suavizado en cierta medida la fama agresiva de sus aficiones, pero sobre todo ha mostrado, además de la eficacia de nuestras fuerzas de seguridad, una imagen de Madrid como lo que es: una ciudad acogedora, próspera, segura, animada y llena de atractivos.

miércoles, 5 de diciembre de 2018

Cumpleaños y elecciones

Mañana cumple la señora cuarenta años y bien merece un brindis de felicitación, aunque solo sea porque ya es la segunda más longeva en los doscientos años que llevamos desde la llegada del Nuevo Régimen, o sea, desde que la evolución del pensamiento político y social estableció la necesidad de crear un vínculo entre la ciudadanía y el Estado. Cuarenta años es todavía una edad casi impúber para una Constitución, pero la velocidad de transformación de los tiempos que vivimos aconseja echarle una mirada y ver qué costuras están más tirantes para darles una mayor flexibilidad. Ha llevado hasta hace poco una vida más bien plácida, rodeada del respeto general y sin apenas intervenciones en su cuerpo más allá de algún pequeño retoque, aunque tuvo también que vérselas con quienes trataron de destruirla, y entonces todos nos dimos cuenta de su valor y de la necesidad de protegerla, porque al otro lado sólo hay vacío. Sin embargo, en estos últimos años está siendo objeto de torvas miradas, criticada y malquerida por quienes más le deben, cuestionada abiertamente por algunos políticos de la nueva hornada que hasta amenazan con abrirla en canal para cambiarle sus entrañas, e incluso violada de forma más o menos ladina por sectores de los poderes locales, que están donde están gracias a ella. Tratan de encontrarle achaques sin cuento y no hacen más que proyectar sobre ella su propio arsenal de rencores; le ponen adjetivos que buscan su desprestigio y la invocan luego como cobijo cuando amenaza alguna tormenta. Sí, puede que necesite algún repaso de actualización porque nada es inmóvil, y menos las ideas. Pues cambiémosla en todo aquello que la haga a ella más fuerte y a nosotros más seguros ante los intentos de quienes se acogen a su amparo para destruirla, y brindemos con un vino generoso por su cumpleaños deseándole muchos más.
Casi al mismo tiempo, el mar político se ha revuelto en Andalucía tras las elecciones del domingo, aunque más que revuelto lo que está es desconcertado al encontrarse con que las líneas teóricas que dirigen la percepción de los políticos no coinciden con las que dirigen la voluntad de los ciudadanos. A pie de calle, en el convivir cotidiano de los pueblos afectados por problemas específicos, cuando la vida de siempre se ve alterada de pronto por elementos ajenos o cuando aquello que se siente como propio es relegado, si no despreciado, la visión de la solución cambia de perspectiva. Se modifican los principios que hasta entonces parecían firmes y se comienza a escuchar otros cantos que hasta ahora se rechazaban sin más. En Andalucía han votado en gran número a un nuevo partido que ha incorporado a su programa lo que se comenta en familia o en la charla con los amigos en el bar, lo que a menudo se oye en la calle y lo que muchos piensan en privado y otros muchos no se atreven a decir por aquello de la dictadura de la corrección política. Habrá que ver qué proyección posterior pueda tener, pero sobre todo habría que estudiar de forma desapasionada y sin condicionantes partidistas los motivos de esta afloración tan exitosa. Porque desde luego los hay, y algunos están en la mente de todos.

miércoles, 28 de noviembre de 2018

El Congreso se divierte

Parece que se esfuerzan en superarse en cada sesión. Podían descansar un poco y dejarnos descansar a todos, aunque fuese por evitarnos una buena ración de vergüenza ajena. Solo unos días sin gresca, sin espectáculos sonrojantes, sin pretendidos alardes de ingenio, sin mentiras ni insultos, sin rufianes ni tardás, sin evocar fantasmas de muertos hace cuarenta años, sin demagogias nauseabundas, sin revisionismos interesados, sin verborrea de políticos. Unos días que nos permitan hacer un alto en este giro vertiginoso en que han convertido nuestro vivir. La vida es continua mudanza, ya lo sé, pero esto es una vorágine en la que nadie tiene tiempo para pensar. Cualquier sesión del Congreso se nos ha convertido en un remedo de reunión tabernaria en la que apenas sobrevuelan argumentos razonados y sí malos modos y gestos barriobajeros. Con una dialéctica tan pobre que incluso las palabras ofensivas no son más que tópicos manoseados y frases hechas. El improperio pierde así sentido real y resulta inadecuado, demostrando tan solo el corto ingenio y la ignorancia de quien lo dice.
Hay términos que han perdido cualquier rasgo de su significado real y se han convertido en comodines que valen como recurso automático de descalificación, sea a quien sea. La palabra fascista, por ejemplo, ya no es un adjetivo, es un sustantivo que denomina siempre a los demás; un término ligado al concepto de otredad, no importa qué instalación ideológica tenga ese otro, con tal de que no coincida con la propia; un insulto de ignorantes, que lo lanzan como un agravio genérico trascendiendo incluso el tiempo de su aparición; ahí está esa ilustrada alcaldesa quitándole el nombre de una calle por fascista a un personaje que vivió en el siglo XIX. Este carácter de insulto que vale para cualquiera que no piense como uno, y que por tanto le hace ineficaz, viene de lejos. Ya en 1944 Orwell escribe refiriéndose al fascismo: "Tal como se usa, la palabra ha quedado casi totalmente desprovista de sentido. La he oído aplicada a granjeros, tenderos, al castigo corporal, a la caza del zorro, a las corridas de toros, a Gandhi y a Kipling, a la homosexualidad, a los albergues juveniles, a la astrología, a las mujeres, a los perros y a no sé cuántas cosas más".
Las grescas parlamentarias vienen a ser una tradición y tienen también su crónica. La intención es siempre la misma: imponerse al contrario. Lo que ha cambiado son las formas y el modo de transmitirlo. Los diarios de sesiones de otros tiempos dan cuenta de situaciones chispeantes entre diputados de respuesta rápida e ingeniosa, de esas que dejan sin capacidad de respuesta, palabra ágil e inmensa cultura. Los de hoy solo son faltones y provocadores sin gracia. Claro que siempre son los mismos; los tenemos ya fichados y sería bueno que se acordaran de ellos en las urnas. El ciudadano busca en sus representantes elegidos educación y saber estar, inteligencia en la exposición de sus propuestas, agudeza en las réplicas y, sobre todo, ejemplaridad y honestidad en el ejercicio de su función, que para eso les pagamos y para eso se prestaron sin que nadie les obligara. No es mucho esperar.

miércoles, 21 de noviembre de 2018

Pensamiento obligatorio

Nadie sabe muy bien por qué, ni quién, ni con qué fin, pero se nos está imponiendo desde alguna fuente de influencia poderosa un pensamiento único, con el que se pretende uniformizar la sociedad en torno a unos pocos conceptos interesadamente elegidos y hacerla así más débil y manipulable. Es una vieja táctica, utilizada siempre por quienes tenían la llave que permitía entrar en las mentes. Si durante largos siglos fue el poder religioso el que dictaba el pensamiento obligatorio, ahora es una conjunción de fuerzas no fácilmente identificables las que, a través de sus extensiones mediáticas, dictaminan cada día qué hemos de creer, qué es lo que nos debe gustar, qué palabras debemos decir y cuáles rechazar, cómo hemos de llamar a las cosas y a quiénes debemos tener simpatía y a quiénes no. Qué conceptos hemos de modificar, qué hábitos hemos de eliminar y qué costumbres adquirir. Un pensamiento único, uniforme, obligatorio y siempre dentro de la corrección señalada. Por supuesto, todo en el sagrado nombre del progresismo y de su recua de ismos parentales: igualitarismo, ecologismo, feminismo, nacionalismo, animalismo, antimilitarismo.
Ahorrar a sus súbditos el esfuerzo de pensar ha sido una de las labores primordiales de todos los mandamases del mundo. Del pensamiento nace la crítica y de la crítica la opinión fundamentada, y eso para un dirigente es como mostrar el sol a un vampiro. Los dirigentes, como los buenos churreros, manejan bien la masa, la quieren homogénea, moldeable a la acción de sus manos y dispuesta a caer en la sartén con el menor chisporroteo posible. Y el caso es que, unos más que otros, utilizando medios diversos, evidentes o encubiertos, casi siempre lo consiguen. Ofrecen un pensamiento ya elaborado, lo aderezan con dos o tres actitudes enfáticas que le den un tinte de credibilidad, y a aprovecharse de la escasa confianza en el criterio propio y de la pereza mental de muchos que entregan la facultad de pensar a cambio de que les ocupen la mente.
Se atribuye a la universidad catalana de Cervera la famosa frase "lejos de nosotros la funesta manía de pensar", con la que quiso fijar su fidelidad al rey absolutista. Hoy el absolutismo se ha trocado en el intento de llevarnos hacia un modo de pensar basado en una corrección establecida no se sabe por quién, pero atosigante e implacable con el disidente, sobre el que caerá una lista entera de adjetivos. Todos hemos de pensar lo indicado, todos hemos de renunciar a nuestras convicciones morales y de cualquier índole. Hay que aceptar la opinión ya determinada sobre todos los aspectos de la sociedad, desde la inmigración hasta la memoria histórica, la familia o el concepto de patria. Que no tengamos ocasión de pensar. Quizá sea porque razonar no es cuestión que dependa de la inteligencia, sino que se aprende con el ejercicio, de modo que a suprimirlo. Y así, los pensamientos propios, esos queridos y a veces rebeldes pensamientos que nos hacen ser como somos y configuran nuestra carta de naturaleza, están siendo arrinconados por los de unos cuantos que lo dominan todo y a los que permitimos enseñorearse de ellos. Es una forma perversa de alienación.

miércoles, 14 de noviembre de 2018

A vueltas con la educación

Otra vez a cambiar la ley de educación, otro experimento y no precisamente con gaseosa, otra vez a modificar el modo de enseñar a nuestros hijos, y así van años y años. Casi medio siglo de intentos ambiciosos, de leyes de siglas imposibles, de cambios absurdos de denominaciones, de rectificaciones en razón de intereses partidistas y de andar presuntuosamente a golpes de ciego, han desembocado en una realidad descorazonadora: no tenemos una norma educativa generalizada ni asentada sobre acuerdos comunes. Más bien tenemos siempre una ley provisional, a expensas de lo que los nuevos dirigentes de turno decidan según su ideología, un poco, y sus compromisos parlamentarios, un mucho. Un largo tejer y destejer del que es imposible obtener frutos a medio y largo plazo, según casi todos los indicadores. Conviene fijarse en el último: casi un 10% de las plazas convocadas para profesores ha quedado desierto por sus faltas de ortografía y errores gramaticales.
Entre las modificaciones que ahora se hacen está la de que se va a poder aprobar el bachillerato con un suspenso, lo que más o menos viene a equivaler a que cada alumno podrá prescindir de una asignatura. Quizá tuviera algún sentido antes, cuando era un bachillerato de programa rígido y cerrado y eran frecuentes las notas enquistadas que sólo se deshacían con la buena voluntad y la generosa comprensión del profesor, pero ahora, cuando el alumno puede elegir la rama que más se ajuste a su inclinación con sus correspondientes asignaturas adaptadas a él, esa concesión, aparte de rebajar la calidad del título, tiene ese tinte demagógico que es característico de los malos gobernantes. Peor aún es la decisión de entregar a las autonomías el control de los estudios del español, en ese afán, que suena a claudicación, de igualarlo con las lenguas regionales; es un doble disparate, porque ni eso harán. Se trata del ya habitual tributo por mantenerse en el poder a toda costa, tributo que esta vez van a pagar nuestro idioma y los jóvenes que tienen la mala suerte de estar sometidos a las políticas lingüísticas nacionalistas.
Pocos campos como el de la educación nos sirven para medir la grandeza de los políticos. Aquí se trata del futuro a largo plazo, algo que no se ve y del que no se perciben resultados inmediatos, algo que no se traduce instantáneamente en votos, así que lo que conviene es agradar de forma inmediata a los interesados para que sean agradecidos en las urnas. Populismo en estado puro. En política la grandeza se mide por la capacidad de situar el bien general por encima de los intereses del propio partido; ya se sabe la diferencia entre los buenos y los malos políticos: unos piensan en las próximas elecciones y otros en las próximas generaciones. En este caso su grandeza residiría en ser capaces de crear las condiciones para propiciar un gran pacto social del que saliera un marco general básico sobre la educación, con la intervención de todos los sectores, sin condiciones, sin influencias, sin presiones, y limitarse luego, una vez se haya alcanzado, a dotarlo de todos los medios necesarios para su operatividad. Cuánto respeto nos inspiraría una clase política así.

miércoles, 7 de noviembre de 2018

Ese que somos

Ese ser que habita en nosotros nos dice a menudo que no está contento consigo mismo. Protesta, se enfada, a veces acusa y otras rumia su resignación porque no le gusta lo que encuentra cuando se mira a sí mismo, y sin embargo se ve incapaz de modificar alguna de las líneas fundamentales que le hacen ser como es. Día tras día se asombra, se pregunta, se extraña, se emociona, se desorienta, teme, duda, y sabe que en eso consiste el ejercicio de vivir. Es feliz cuando le aman y cuando tiene a quien amar, y sufre cuando alguien odia lo que él ama. Puede que tenga algunas certezas, pero si las mira una a una quizá se dé cuenta de que todas están relacionadas con la búsqueda del sentido de la vida.
Ese ser que todos llevamos dentro tiene la duda como sello de nacimiento y la penumbra como ámbito. Hay veces en que comprobamos con sorpresa que nos resulta completamente desconocido y no sabemos cómo justificar sus decisiones, ni siquiera sus pensamientos, y en esos momentos no tenemos qué decirle y nos queda un regusto amargo, mezcla de remordimiento y de propósito de enmienda. A veces se inquieta porque descubre todos los días que cada vez entiende menos la realidad en la que vive, pero lo despacha con una displicente seguridad nacida de un esfuerzo, acumulado a lo largo de los años, por armarse de recursos que posibiliten las respuestas. Se ha buscado sus refugios intelectuales y los cuida y fortalece como su elemento más valioso de subsistencia personal.
Ese ser que va con nosotros, y que es todo lo que somos, nos resulta desconocido ante algunas situaciones nuevas, y a su vez le parecen desconocidas a él muchas de las que ve de forma cotidiana. Contempla entre curioso y asombrado los esfuerzos de la sociedad más libre del mundo por imponerse a sí misma un pensamiento único de obligado cumplimiento. La nueva idolatría tiene un dogma central: poner en cuestión todo lo que nos ha traído hasta aquí, incluyendo los afectos, los gustos personales y hasta la dualidad macho-hembra, base de la perpetuación de las especies, en favor de la sublimación de otras situaciones. Y con los años se le va afilando más el rechazo a la ola de vulgaridad que todo lo inunda, esa vulgaridad que alientan, casi como decreto, los nuevos dueños de la mente social: los medios de comunicación.
Ese ser, del que no podemos librarnos, se alimenta de recuerdos, pero también de esperanzas, y sobre todo de la realidad del presente. Y procura elegir, dentro de su medida, la cara más amable de esa realidad. Sabe que la negra hora nos puede llevar sin habernos dado tiempo a pensar que puede matar a traición, y que ante tal lección, cualquier otro trabajo y afán que no sean el de la búsqueda de la felicidad propia y la de los seres que amamos, son asuntos secundarios y de poca monta. Dejar el recuerdo y el amor que se haya podido derramar y, cuando llegue el día, marcharse sin el menor gesto de extrañeza, como el que sabe muy bien que todo viaje tiene un final. Y aceptar que, en definitiva, sólo el tiempo permanece.

miércoles, 31 de octubre de 2018

El cambio de hora

Esto del cambio de hora viene a ser ya un rito que se repite dos veces al año, como los solsticios o los clásicos del fútbol. Este participa de los dos; tiene un componente natural y otro, en mucha mayor medida, puramente artificial. Por lo visto, el comportamiento del sol nos resulta inoportuno; asoma por el horizonte cuando no nos conviene y se oculta también en hora equivocada, y eso hay que corregirlo. Todo por conseguir un uso eficiente de la energía, dicen, aunque no sé; la lógica nos dice que la electricidad que se ahorra por la mañana al amanecer más temprano se gasta por la tarde al oscurecer también antes, céntimo más o menos. Puede que exista alguna razón realmente convincente, pero debe de habitar en algún arcano técnico de difícil comprensión, porque nadie la ha explicado con claridad.
Todos somos hijos del tiempo, aunque ni siquiera sabemos lo que es, y uno de nuestros viejos sueños fue el de dominarlo en la medida que nos sea posible. Pero la Tierra es redonda y gira sobre sí misma y alrededor del Sol, y como hemos renunciado a adaptarnos a vivir de acuerdo con la medida del tiempo que nos da la naturaleza y preferimos inventarnos la nuestra, nos vemos obligados a adaptarla como podemos, o sea, poniendo las horas a nuestra conveniencia. Salen los técnicos y nos dicen en qué consiste esta adaptación, nos hablan de picos de consumo y curvas de demanda y al final nos dejan como estábamos o peor, más confusos y con la certeza de que somos un poco cerriles por no entenderlo. Salen los economistas y tratan de explicarnos que se trata de un enorme ahorro para nuestros recibos; luego resulta que la realidad es que lo comido debe de ir por lo servido, porque el recibo viene como siempre. Salen los expertos y nos hablan de su influencia negativa en la salud, de su incidencia en nuestro ritmo circadiano y en los patrones de sueño y de un trastorno psicosomático, aunque pasajero; luego se comprueba que a la mayoría apenas les afecta en su vida normal como no sea por la molestia de cambiar los relojes. Sale la gente de la calle y da su opinión en cuatro palabras contundentes que sí entendemos y que nadie rebate.
Pero lo cierto es que estamos a merced de lo que esos señores determinen sobre cuándo deben empezar los días y las noches. En el cambio de marzo, un ingeniero chileno intentó hacer su particular rebelión e ignorar el cambio de hora. Adaptó sus aparatos, logró desactivar los dispositivos de cambio automático, incorporó un temporizador a su móvil para adecuarse a las citas y disfrutó de la sensación de ser libre. Andaba al revés que la gente; se libraba de las horas punta, encontraba siempre mesa en los restaurantes, viajaba en el metro medio vacío. En el trabajo no tenía un horario fijo, así que ahí lo tuvo fácil. Hasta que a los tres días recibió por correo electrónico una convocatoria para una importante reunión de trabajo; por algún fallo técnico, el programa de gestión del correo no modificó la hora y mantuvo la oficial, con lo que llegó sesenta minutos tarde, lo que casi le cuesta su carrera. Naturalmente, ahí acabó su rebelión. Volvió a ajustar todos los dispositivos a la hora general y a vivir en el redil. Contra el tiempo nada se puede, pero contra los que lo manejan tampoco.

miércoles, 24 de octubre de 2018

Una esperanza lejana

Se llama de cualquier manera, no importa, un anónimo más en esa riada de seres anónimos que avanza hacia el norte en busca de una vida distinta, eso le han dicho. Cumplió trece años hace unos días y tuvo como regalo los zapatos deportivos que lleva puestos, ahora comprende por qué. Camina de la mano de su hermana pequeña detrás de sus padres, llevando a la espalda la parte del equipaje que el padre decidió que correspondía a cada uno. La mayor parte lo lleva él, claro, que por algo es el más fuerte y además está acostumbrado a los trabajos más duros. También su madre anda encorvada bajo la carga de su fardo, así que no se atreve a quejarse del peso de su bolsa, aunque cada vez le duelen más los hombros. Hace ya muchos días que salieron de su aldea cerca de San Pedro Sula, y apenas se han detenido algún momento para hacer un descanso; alguien toma las decisiones y toda la muchedumbre obedece sin rechistar, seguramente porque nadie sabe exactamente dónde están ni cuál es la mejor ruta a seguir.
Hace un calor sofocante que parece convertir el aire en una masa gelatinosa. El sudor cae a chorros y los mosquitos se vuelven insoportables con el sol de mediodía, pero quizá la mayor angustia es la sensación de hacinamiento que le oprime. Lo más importante es procurar no soltar de la mano a su hermana para que no se pierda entre la gente. No entiende nada. Mira a los que van junto a él y solo ve unos ojos cansados, fijos en el suelo, y unas caras en las que quiere leer algún brillo de esperanza y lo único que adivina es una decisión firme de seguir adelante pase lo que pase. Pero no, no entiende nada. Sabe que han entrado en Guatemala porque han cruzado un lugar donde ondeaba otra bandera y había unas vallas derribadas y unos guardias uniformados que enseguida se retiraron a sus casetas. La frontera de Agua Caliente, dijo alguien. Luego, un camino parecido, largo, inacabable, hasta alcanzar la siguiente frontera.
Al fin, llegan al río Suchiate, que marca el límite con Méjico. El puente esta tomado por la policía, que trata de impedir el paso a los que no tienen los papeles en regla, que son casi todos. Algunos se tiran al río para alcanzar a nado la orilla mejicana. Otros intentan entrar en tromba; hay unos pocos que desisten y deciden regresar a Honduras, y otros muchos están indecisos. Él ve a su padre hablar y gesticular con unos individuos, y terminan cruzando el río en un bote, evitando los controles. Ahora tienen por delante el inmenso territorio mejicano antes de llegar a su destino. Oye al tipo del bote decir que les quedan unos 2.000 kilómetros. Los que cruzaron se han reunido en un pueblo, donde les han acondicionado un modesto alojamiento en tiendas de campaña. Está mojado y aturdido; le duelen los hombros y la espalda; se encuentra tan rendido que apenas tiene fuerzas para comer, pero el sueño llega.
Y mañana seguirá su camino con la mochila al hombro, sonriendo a su hermana y a sus padres para que no se den cuenta de la herida que le han hecho las zapatillas en el pie y preguntándose por qué le obligaron a dejar su pueblo y por qué todos hablan de una tierra nueva y ninguno contesta cuando pregunta qué será de ellos allí.

miércoles, 17 de octubre de 2018

El error de protocolo

No hay oficio que no haya de pagar una cuota de salud por ejercerlo, unos más que otros, desde luego, pero casi todos tienen sus males específicos. Generalmente son de carácter físico, están bien estudiados y cuentan con unas medidas preventivas que protegen en lo posible al trabajador. También la clase política tiene su enfermedad profesional, que suele afectar a los que no tienen una visión ajustada de sí mismos y ven la realidad de su persona a través de un espejo deformante y halagador; una imagen virtual que es tenida por verdadera en lo más hondo de sus convicciones y les hace vivir en un mundo alejado del suelo real que se pisa cada día. Hace unos años, el neurólogo David Owen le dio el nombre de síndrome Hubris, un término griego que alude a un rasgo de carácter relacionado con la desmesura de las actitudes y las ambiciones.
Hubris significa soberbia, arrogancia, altanería, insolencia, vivir convencido de estar llamado a un destino más allá de sus limitaciones naturales. Los griegos acusaban de tener hubris a quien aspiraba a tener más que la justa porción que le fue asignada por el destino, y de su castigo se encargaba Némesis, haciéndole volver dentro de los límites que traspasó. El afectado comienza a perder el contacto con la realidad y a hacer oídos sordos a los que le rodean, y tiende a creerse en posesión de las únicas ideas posibles hasta el punto de considerar que todo el que se opone a ellas es su enemigo. Suele a afectar a los dirigentes que llevan algún tiempo en el poder, aunque no es raro que también se dé en los recién llegados, y no sabe nada de igualdades, porque es más frecuente en los hombres que en las mujeres. Las consecuencias afectan al propio sistema, sacudido por decisiones erráticas y contradictorias, y sobre todo al propio interesado, que parece perder la perspectiva de las implicaciones y los riesgos que se deriven de su afán de ser lo que no es y que pueden ir desde el ridículo al batacazo. Y es que cuando uno se empeña en salirse de los límites que el destino le ha marcado puede terminar como aquel tonto de la zarzuela, que se creyó golondrina y un día se echó a volar de lo alto de una encina.
A juzgar por los síntomas, da la impresión de que algún anticipo de este síndrome se ha colado por el despacho presidencial. Hay un estilo novedoso en las formas, próximo al lenguaje de los signos: empleo de aviones oficiales para viajes insignificantes privados, poses estudiadas, complementos de marca, andares, gestos, miradas y sonrisas de triunfador hollywoodiense. Presume hasta de que le abucheen. Se ve que se gusta a sí mismo. En su afectado desparpajo se adivina el propósito de tratar de mostrar que no ha traspasado ningún límite, porque todo es la consecuencia lógica y natural de ser quien es; y en su tono displicente y en el gesto agrio que a veces se le trasluce a su pesar, puede verse la evidencia de su autoconvencimiento. Queda la duda de si el error de protocolo en la recepción real fue eso, un error, o un guiño que le jugó el subconsciente.

miércoles, 10 de octubre de 2018

Zeinab

Vivir es un azar y morir una necesidad, no hace falta ser un gran pensador para llegar a esa conclusión, pero el necesario hecho de la muerte puede tener un componente de azar en lo que se refiere al modo y al momento, según sea el lugar y el tiempo en que le haya tocado vivir a uno. Zeinab tenía 24 años. Había nacido y vivido en Irán, y en Irán murió. La habían casado a los 15 y desde entonces no hubo un día en que no sufriera abusos y maltratos por parte de su marido y continuas violaciones por parte de su cuñado. Tenía 17 cuando el marido fue muerto a puñaladas. Fue acusada del crimen, a pesar de que había indicios para sospechar del cuñado, sometida a torturas para lograr su confesión, llevada ante un juez sin abogado ni asistencia legal alguna, y condenada a la horca. De nada sirvieron las llamadas a la clemencia de algunos organismos ni las críticas al proceso por parte de juristas y analistas especializados en el caso; mucho menos el hecho de que resulte tan difícil distinguir el tenue hilo que separa la rígida letra de la ley del espíritu que en ella se encierra. El pasado miércoles, Zeinab fue colgada de una grúa.
Cuesta imaginar lo que sucede tras los muros exteriores de esos regímenes, en la oscuridad de sus cárceles y sus juzgados, con los acusados a merced de la posibilidad casi cierta de decisiones arbitrarias y de una red de prejuicios de tipo ideológico que se sobrepone al concepto de justicia. En el caso de la mujer, el delito adquiere matices añadidos; se le endosa una gravedad mayor, pese a que su condición de ser inferior, según el dictamen establecido, bien podría ser un atenuante. Pues no; se hace más imperdonable y más terrible en su condena, porque a la dureza de la cárcel hay que añadir la sensación de indefensión y abandono por parte de la sociedad e incluso de la propia familia.
Ser niña en un país regido por leyes civiles cuya legitimidad inmutable emana fundamentalmente de su origen teocrático, supone una vida entera sometida a una prueba de la que no todas logran salir indemnes. Obligadas a casarse a la edad en que deberían estar jugando al escondite en el parque, educadas para rechazar como inconcebible toda actitud que no sea la del sometimiento y la obediencia, y enfrentadas a un marido consciente de su autoridad y preparado para ejercerla, se convierten en una presa fácil de maltratos, violaciones y anulación de la voluntad. Y al final, cuando la desesperanza y el sufrimiento les ciega hasta el punto de acabar con su maltratador, les espera el patíbulo, no importa la edad que tenían en el momento de los hechos. En lo que va de año, en Irán ya han ejecutado a cinco chicas que eran menores de edad cuando cometieron el delito.
Por aquí, la lejanía del hecho debe de diluir su efecto, porque ninguna de las voces que tanto se oyen habitualmente ha alzado el tono más de la cuenta: ni nuestras aguerridas feministas de las tertulias y revistas, ni el Gobierno del nosotros y nosotras, ni mucho menos ese partido tan progre que ve en la televisión iraní la cima del progresismo. Debe de ser cuestión de perspectiva.

miércoles, 3 de octubre de 2018

Dos caras del otoño

Ya es una frase hecha la de augurar un otoño caliente. Cada año viene a ser la coletilla del final del verano, cuando todo se apresta a iniciar el curso político y laboral y se barrunta la eclosión de aquello que estuvo incubándose en silencio, a la espera de que acabara el poder liberador de los meses vacacionales. Según parece, el otoño es el momento que espera el vapor de la olla para salir todo a la vez. Luego vemos que casi siempre el tal calentamiento se queda en una tibieza soportable y que, bien mirado, en el otoño no hace más que seguirse la tónica habitual de juzgar el tamaño de la noticia por su sombra alargada. Desde la llegada de las redes sociales y su omnímodo poder generalizador, lo que antes eran pequeñas olas que pasaban desapercibidas ahora son maremotos; cualquier incidencia se convierte en conflicto y la cuestión más insignificante es objeto de debates, juicios y sentencias rotundas, al menos hasta la llegada de la próxima, que será al día siguiente.
Bien es cierto que hay veces, como esta, en que las circunstancias generales, tanto las buscadas como las sobrevenidas, parecen juntarse en este tiempo con especial empeño. El reinicio del curso político hace reaparecer los problemas aplazados como si fueran de nuevo cuño, aunque con los mismos planteamientos e idénticos métodos de búsqueda de soluciones. Sigue la tabarra catalana, agudizada por sus aniversarios otoñales; los sindicatos dejan entrever su habitual campaña de huelgas y manifestaciones, y el Gobierno parece navegar a tientas, envuelto en contradicciones, descoordinación, rectificaciones, vaivenes, desorientación y una imagen continua de manoteos al aire. En este campo de cultivo, el otoño se presenta con más temperatura que otras veces.
Y a todo esto, en el otro extremo del mundo, otra vez la naturaleza ha golpeado con su terrible fuerza y su indiferencia de siempre hacia el dolor humano. No acaba la Tierra de encontrar acomodo a sus entrañas después de más de 4.000 millones de años. Esta vez ha sido en Célebes, esa isla con forma de saltimbanqui, que era uno de los escenarios remotos y misteriosos de nuestras evocaciones aventureras en aquellas lecturas de adolescencia que tan felices nos hicieron cuando creíamos que el mundo era un lugar a descubrir y nos dejábamos llevar por él de la mano de Salgari y de otros. Las imágenes que nos llegan de la catástrofe nos dan tan solo una idea parcial, porque lo más terrible hay que dejarlo a la imaginación; está bajo la capa de lodo y las ruinas de los edificios o acaso arrastrado al fondo del mar, pero sobre todo en los corazones de los supervivientes. En el dolor y la desesperación de quienes contemplan el lugar vacío donde hasta ayer habitaba todo lo que constituía su vida. Ni siquiera se sabe cuántas víctimas ni cuantos daños ha producido, pero se sospecha que puedan ser miles. Miles de muertos sin rostro y una tragedia con una imagen mediatizada por otras que vimos en la ficción, lo que le resta eficacia emocional. Pero es pura realidad; dramática y angustiosa realidad.
Y aquí hablando de Torra.

miércoles, 26 de septiembre de 2018

El plagio

Vaya con el plagio. De todas las infinitas causas de crisis políticas, esta es una de las menos habituales; más bien parece propia de otros ámbitos, relacionados con la creación literaria, artística o científica. Ay, las palabras y las ideas a las que sirven de envoltura, qué escasas y qué difíciles de encontrar resultan casi siempre, y qué tentación la de apoderarse de las que se encuentras por ahí extraviadas sin dueño aparente. El plagio suele nacer de la vagancia y la comodidad, y casi siempre es demostración de incompetencia, confesión de la propia incapacidad, un quiero y no puedo que en el fondo viene a ser un tácito reconocimiento del talento ajeno. Los códigos éticos no escritos, al menos en Europa, son rigurosos con el plagiador; marcan su nombre, le apartan al montón de los tramposos y los no fiables. Al fin y al cabo se han apoderado de una propiedad ajena, lo que no sucede en el autoplagio, que siempre resulta más disculpable. Iriarte dedicó a "los que se aprovechan de las obras de otros y tienen la ingratitud de no citarlos", la fábula del hurón que reprochaba a su dueño que presumiese de ser el mejor cazador de conejos cuando en realidad los cazaba él, sin que el hombre le hiciera caso: Y se quedó tan sereno / como ingrato escritor / que del auxilio ajeno / se aprovecha y no cita al bienhechor.
El plagio tiene mala defensa, y pretender ejercerla suele ser peor remedio, porque no es fácil encontrar soportes sobre el que sostenerla. Si se descubre, lo mejor es reconocerlo, aceptarlo, huir de actitudes soberbias, olvidarse de disculpas absurdas y procurar evitar una querella. Todo lo que en este caso de la tesis del presidente no se hizo; aquí se salió a toque de rebato al contraataque negando primero, justificando después, embrollando siempre. Amenazando a los medios que lo publicaron y hasta tratando de introducir dudas sobre el propio concepto como si se pretendiera relativizarlo para modificar su dimensión; ahí está la portavoz del partido preguntándose extrañada si copiar 500 palabras sin comillas puede llamarse plagio. Claro que esta es la opinión de una bachillera, pero qué gran virtud la de saber guardar silencio.
Aprovecharse de las ideas de otros es tan viejo como el hombre, pero las motivaciones y sobre todo la percepción social de sus efectos han ido cambiando. Hubo períodos, como en el Renacimiento y el Barroco, en que, especialmente en el campo musical, era práctica habitual la reelaboración de piezas de otros compositores, que incluso veían con buenos ojos esta apropiación: el autor podía sentirse halagado al ver su obra convertida en fuente de inspiración, era un modo de hacerla más atractiva y popular, y en definitiva podía tomarse como un homenaje a su persona. Más que de plagiadores cabe hablar aquí de recreadores. El simple copión siempre fue despreciado. Moratín se dirigía a uno de ellos para aconsejarle que a los que te ayudan en tus obras, / no los mimes ni los trates; / tú te bastas y te sobras / para escribir disparates.
El plagio del presidente y su ya famosa tesis no afecta más que a su credibilidad personal y a la dignidad del cargo; a los ciudadanos nada. Por algo la política es la única profesión que puede ejercerse sin tener que demostrar conocimiento alguno.

miércoles, 19 de septiembre de 2018

El triunfo de lo trivial

El espectáculo no se detiene ni para tomarse un respiro. Eso sí, se renueva cada poco, aunque con un tono de ya visto y sin que a los protagonistas les importe la creciente sensación de hartazgo entre los espectadores. La misma casta de actores, los mismos escenarios, las mismas sobreactuaciones y una acción que parece inspirada en aquellas batallas a almohadazos que montábamos de niños entre hermanos cuando nuestros padres no estaban. La de ahora es la batalla de los títulos. Una caza desenfrenada de gazapos en el pasado académico de los contrarios, todos hurgando a la búsqueda de algún fantasma en forma de falso mérito que adorna indebidamente el currículum del rival. Los disparos van en todas direcciones y ya han causado dos bajas, una por cada bando, una ministra y otra presidenta de una comunidad, y hay algunos más en entredicho. Como suele ocurrir que los más vulnerables siempre son los más atrevidos y por aquello de no ver la viga en el ojo propio, el estallido se ha vuelto contra el presidente. Alguien se ha tomado la molestia de escudriñar su tesis doctoral y ha encontrado que hay unas cuantas cosas que aclarar. Y, naturalmente, se le piden aclaraciones. Mentiras, excusas, dilaciones, respuestas airadas, el ataque como defensa, silencios interesados y actitudes desafiantes ante la petición de explicaciones. El Gobierno sale en tromba a protegerlo; la vicepresidenta suelta su confuso discurso de siempre con el mismo impostado énfasis de siempre; la portavoz hace imposibles esfuerzos dialécticos, y el propio interesado advierte en el Congreso que algún grupo se va a enterar. Y todo por una tesis que puede que sea el orgullo del autor, según sus propias palabras, pero que, según los entendidos, es poco más que un trabajo de bachillerato en el que, además, trece de cada cien páginas son un plagio.
En realidad, todo este asunto de los títulos es intrascendente. Al ciudadano no le importa que quien le gobierna haya terminado un máster o no. Le importa más que mienta en ello, porque proyectará sus mentiras en todo lo demás. Le importan y le atemorizan la saña, el tono avieso que se oculta tras las palabras, el afán de destrucción del contrario, el imprudente y peligroso acento revanchista, que linda con el odio y reactiva viejos rencores. También nos sirve para varias cosas: por ejemplo, para constatar la calidad intelectual de muchos de nuestros políticos, para mostrar el rigor con que algunas de nuestras universidades otorgan sus máximas distinciones académicas y, sobre todo, para dejar clara la incapacidad de este Gobierno para percibir los problemas reales y su maestría en el viejo truco de crear un conflicto donde no lo había para luego aparecer como un salvador con la solución. El pueblo conciliaba bien el sueño sin preocuparse de dónde estaban los huesos de otro gobernante que murió hace más de cuarenta años, ni de cuestionarse ni por asomo de quién es la propiedad de la catedral de Córdoba. De verdad que hay otras cosas que le quitan el sueño. Hay escrita una hoja de ruta para los malos políticos que aquí parece seguirse fielmente: buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar los remedios equivocados. La escribió Marx, pero no el pelmazo de las barbas, sino el genio del bigote y el puro.

miércoles, 12 de septiembre de 2018

Covadonga

Mira, amigo, que este valle y estas montañas hay que verlas con ojos divididos entre la admiración por lo que nos muestran y la reflexión por lo que representan. Mira que este es un lugar de contemplación retrospectiva, salvo que se quiera quedar solamente en un oh espontáneo de asombro y en unas fotos, antes de dar media vuelta. Aquí, junto al Auseva, en la cueva que se abre en este marco de caliza, agua y bosque, al que la piedra azafranada de la basílica da un toque casi mágico, confluyen todos los caminos que quieran andarse en Asturias: el del historiador que pretenda desandar el largo proceso que concluye con la recuperación de la unidad española en 1492; el del asturiano que se entrega dócilmente a sus resortes de primigeneidad e identificación, sin análisis ni críticas; el del turista en busca de lugares emblemáticos o especialmente hermosos; el del peregrino cargado de fe que busca elevar su plegaria de consuelo o agradecimiento. Y Covadonga, encastillada en su mito y guarnecida por las actitudes, resiste bien todas las miradas y no defrauda a ninguno. Todo mito nace de una necesidad y, en su origen, mientras el grupo social lo abona y lo riega amorosamente, tiene todas las características y las consecuencias de lo verdadero, al menos para la comunidad que lo fomenta. Son la perspectiva y el rigor histórico los que habrán de desenmarañar la confusa urdimbre de hilos que el tiempo fue entrecruzando, hasta dejar a la vista, clara e insobornable, la lectura del tejido primitivo. En el caso de Covadonga esto se vuelve particularmente difícil todavía ahora, en su decimotercero centenario. Pero tampoco importa mucho.
Quizá vengas con algún resabio, que no es mala cosa siempre que no se le deje convertirse en un quiste dogmático, pero déjate llevar. Mira y respira. El valle se va cerrando. Dejas atrás La Riera, donde acaso aún se acuerden de la tabernera a la que los canteros habían de cortejar si querían beber buen vino. El arroyo corre pegado al camino; viene de la cueva y trae de ella el nombre y el agua santa. La última curva te va a parecer una curva inmisericorde con quien vaya desprevenido, al presentar de golpe la inmensa mole de roca, prolongada en el ábside de la basílica. Es preciso subir a la explanada para equilibrar un poco las dimensiones y recuperar algo de la perdida confianza en uno mismo. Y allí entenderás por qué viajeros de todas las épocas, desde reyes a papas, han expresado su admiración por la belleza de este paraje único. Y allí también tardarás muy poco en darte cuenta de que Covadonga es el lugar ideal para detenerse a mirar con calma en el propio interior en busca de alguna respuesta aún no encontrada. Todo te ayudará en este inmenso retablo de roca y verdor.
Y al final, amigo, te confieso que yo he llegado a la conclusión de que el mayor misterio y a la vez la mayor aportación de Covadonga, como la de otros centros similares, no residen tanto en su carácter histórico como en su condición catalizadora de voluntades y aunadora de sentimientos, referencia y recurso al que acudir cuando vientos ajenos alteran la calma, e inspiración perenne de un pueblo sencillo e imaginativo que allí busca aliviar sus penas.

miércoles, 5 de septiembre de 2018

De amarillo

Pues sí que han acertado los cerebros de la turra de Torra eligiendo el amarillo para pedir la libertad de sus compadres presos. Pero hombre, si el amarillo es el color asociado desde siempre al lado negativo de lo que nos rodea; si apenas hay entidad ni ámbito natural o humano que lo puedan presentar con sólidas connotaciones positivas, como no sean el oro y el sol. Color primario, sí, señalético y bien visible, también, pero cuánto hace porque escapemos de él. En el ámbito europeo es el color de la envidia y la cobardía, y en casi todo el mundo el de la traición y el narcisismo; el del azufre, el absurdo y la locura. Amarilla se llama la prensa que solo vende sensacionalismo y amarillos a los sindicatos vendidos al patrón; amarilla es una fiebre tropical y la cara de los enfermos del hígado; amarillo es el color que da mal fario a los actores, que jamás lo vestirán, y amarillo es uno de los avisos de la naturaleza: cuando vea un animal amarillo, cuidado con tocarlo; es posible que sea venenoso. Amarilla también era la estrella con que se señalaba a los judíos antes de meterlos en los trenes. A lo mejor, por eso a los de los lazos de ahora algunos les llaman lazis. También estos son excluyentes, pero, al revés que los otros, excluyen a quienes no los llevan.
La moda de los lacitos tiene el sentido de hacer visible algo que por sí mismo pasaría desapercibido; una llamada de atención hacia un problema olvidado por minoritario o porque ocupa un escaso espacio en la sociedad: una cierta enfermedad, una necesidad de algún determinado grupo social de poca visibilidad, un recuerdo, alguna situación penosa de escasa relevancia para la mayoría pero doloroso para quienes lo padecen. Humildes presencias en las solapas de las personas de bien, siempre por causas nobles y ajenas a toda conveniencia partidista. Hasta ahora. Ahora los han prostituido. Lo que era un signo solidario y bienintencionado que unía voluntades en favor de una minoría necesitada, ha sido convertido en el emblema de una preocupante fractura social, en causa de discordia y de enfrentamiento entre vecinos.
Con su amarillo a cuestas y su absurda presencia en los sitios más inadecuados, estos lazos sí resultan simbólicos, ya lo creo. Simbolizan el fanatismo nacido de una ignorancia deliberada de todo aquello que echaría por tierra el edificio de la gran falsedad de la historia inventada. Simbolizan la inmensa mentira de llamar presos políticos a quienes son simplemente unos políticos delincuentes. Simbolizan la pretensión de una superioridad autoatribuida y de un supremacismo carente de todo argumento racional, que trae ecos de triste referencia. Simbolizan el fin de un anuncio de neón, la evidencia de la cuesta abajo de una sociedad que se tuvo en otro tiempo por modelo de pragmatismo y modernidad en fecunda mezcla, y por avanzadilla del progreso, de la creatividad y del buen sentido. Cuánta exageración y cuánto papanatismo ha habido siempre por parte de algunos en estas miradas. Ahora todo ha quedado a la luz. Camelot era solo un espejismo, pero sus señores no; esos eran y son una penosa realidad.

miércoles, 29 de agosto de 2018

Doña Carmen

Doña Carmen Calvo mira desde su sillón vicepresidencial a través de la pantalla y todos sabemos que el Boletín Oficial del Estado se va a enriquecer con una nueva arma que contribuirá a aumentar el arsenal de nuestra felicidad. Bueno, y de nuestra dignidad, de nuestro optimismo y de todo lo que necesitemos para llevar una vida mejor. Doña Carmen se explica mal y se expresa peor, pero adereza cada frase con la palabra democracia, casi como si aludiera a la santa patrona de su pueblo, tanto que dan ganas de contestar ora pro nobis. En su afán de primar el énfasis sobre la fonética y en su mirada decidida y repleta de convencimiento se adivina su condición de ardiente luchadora en la cruzada contra el carácter inclusivo de la lengua española.
Doña Carmen es el rompehielos que avanza quebrando el iceberg fosilizado de la historia y del idioma, pero sigue ilustres estelas de inefable memoria dentro de su propio partido. Doña Carmen, egabrense ella, -ya se sabe, el latín sirve para que los de Cabra se llamen egabrenses-, fue, según confesión propia, cocinera antes que fraila y estaba convencida de que dixit era el nombre de un ratón. Pues ya ven, fue ministra de Cultura en otro Gobierno y ahora es segunda de a bordo en este. Cuando intenta ser convincente da cierta ternura contemplar sus esfuerzos por adecuar el tono de seriedad al de trascendencia y ver luego cómo se diluyen ambas al someterlos a un análisis. "La democracia española se siente ahora más digna", afirma para justificar la decisión de cambiar de tumba a alguien que murió hace casi medio siglo. Pues no sé. Yo, desde luego, tengo la misma dignidad que ayer; le he preguntado al kioskero y me dice que él tampoco notó ningún incremento. Y eso que a lo que parece estuvimos 43 años con la dignidad bajo mínimos y nosotros sin enterarnos. Y ella tampoco, porque estuvo en el Gobierno y no parece que eso fuera su preocupación de entonces. Ay, señora ministra, qué ingrato resulta desvivirse por aumentar nuestra felicidad.
Claro que a los políticos, en general, hay que hacer un esfuerzo por entenderlos, y aún así siempre nos queda la duda de si nos hemos equivocado. Los hay que cuando hablan inspiran respeto y otros que cuando abren la boca parece que está uno oyendo al soldado Schwejk en la novela de Hasek. Pero luego las decisiones de unos y otros tienen el mismo rango en los boletines que regulan nuestras vidas. De firmas boletineras de tontos o algo similar están los códigos llenos de leyes y las hemerotecas llenas de anécdotas. O sea, que es una tradición, que ya lo dijo Anacarsis hace muchos siglos: los inteligentes deliberan y los necios deciden. Había en la Francia postrevolucionaria un político, un tal Harlay, que decía: "Una necedad más y seré ministro". Se había mezclado en mil sucesos escandalosos, pero supo sacar tal partido de ellos que le sirvieron para ir escalando uno tras otro los puestos más elevados hasta llegar al de intendente de París; comentando esto con unos amigos, solía repetir esas palabras. Se ve que la clase política no encuentra en sus referencias demasiada ayuda para mejorar su fama.

miércoles, 22 de agosto de 2018

El viajero y la posada

Cualquiera que haya andado en idas y venidas por esos mundos de Dios habrá tenido que vérselas con alojamientos y mesas de toda marca y condición. Es el sino y el riesgo del caminante, qué se va a hacer. Andar de acá para allá por tierras ajenas lleva, junto al hecho gozoso del conocimiento de lo nuevo, la contingencia del techo que nos cobije y la cama y el plato con que restaurar nuestro cuerpo, casi siempre necesitado de un buen alivio. Lo que ocurre es que, a la larga, seguramente cada uno terminará por establecer su particular clasificación de estos establecimientos, en función de la propia exigencia y de las veces que haya salido escaldado de ellos.
Las estrellas y los tenedores ayudan muy poco al viajero en este quehacer. Le garantizan, eso sí, un precio más alto y acaso una ducha con veinte artilugios incomprensibles o un camarero que es capaz de preguntarle lo que desea en siete idiomas, pero no mayor comodidad ni mejor servicio ni mayor limpieza ni más cortesía. Eso son cosas que nacen de dentro y se alimentan de la proximidad entre alojador y alojado y entre restaurador y restaurado, y no tienen nada que ver con disposiciones oficiales ni índices estadísticos. Estas cosas sólo tienen que ver con el espíritu que anime al anfitrión.
El noble y viejo ejercicio de la hospitalidad, en su vertiente profesional, puede adquirir dos formas básicas de manifestarse. Una es la que se contempla a sí misma como la consecuencia de la globalización del mundo actual, un mundo en que la eliminación de las distancias propicia y casi exige una homogeneización de los servicios, de forma que faciliten al viajero la posibilidad de sentirse siempre dentro de un mismo ambiente. Su organización y su tipología responden a criterios específicos, entre los que la funcionalidad no es el menos influyente. Es el caso de los grandes hoteles, esos que lucen su tamaño y su imagen orgullosa en los mejores sitios de las ciudades o de la costa y que suelen llevar junto al nombre las siglas de una gran cadena hotelera multinacional. Este viajero no niega que en estos establecimientos ha recibido por lo general un trato correcto y un servicio eficaz, pero hoy está dispuesto a romper una lanza de la madera más noble por la otra forma de entender la hospitalidad, esa que tiene que ver más con la vida cotidiana y menos con la derivada de criterios puramente contractuales y uniformadores. Podría decirse que es la que distingue entre alojarse y hospedarse. La que basa su servicio en la consecución de un ambiente cálido y amable, cercano al huésped, familiar hasta donde es posible y siempre con la distancia justa entre las dos partes. Los hoteles así son pequeños, abarcables, pulcros, con plantas y flores por todos los sitios, que la misma dueña se encarga de regar. En estos hoteles el anfitrión no delega casi nada en nadie.
Los auténticamente grandes establecimientos hosteleros no son grandes por su tamaño, sino por su capacidad para hacer que cada viajero pueda llegar a ver en ellos lo más aproximado a una prolongación de su propio ámbito doméstico. Esto es también válido para restaurantes y para todo el que ejerza la noble profesión de dar cobijo y comida al prójimo.

miércoles, 15 de agosto de 2018

Una mañana en Giza (y II)

Las sensaciones que bullen en el interior de cada uno tienden a buscar una justificación que las explique, y el visitante mira a su alrededor en busca de una referencia que le ayude a sacudirse la presencia obsesiva de aquel trío mil veces contemplado. Allí mismo, junto a la gran pirámide, un moderno edificio de pésimo gusto que alberga la barca solar que debía transportar el alma de Keops al más allá, que por algo era hijo del dios solar Ra. Al oeste, la infinita extensión del desierto, deshecho en dunas. En frente, el pueblo de Giza, con sus arrabales ya casi tocando el recinto acotado de las pirámides. Al fondo, bajo una capa grisácea, El Cairo. Y delante de la pirámide de Kefren, pero en el lado bajo de la meseta, la gran Esfinge. Si hay algo que resuma el misterio de Egipto es esta mole de piedra tallada, con sus hermosos ojos eternamente fijos en la infinitud; si hay algo que confirme la frase de un viajero decimonónico español de que "en los monumentos de Egipto se nota siempre alguna cosa misteriosa que anuncia sublimes pensamientos", este es el ejemplo definitivo. Con su cara achatada, deshecha por mil vientos y por los cañonazos de los mamelucos, parece soportar con altiva indiferencia a las modernas hordas que tiene delante. Tuvo que ser hermosísima. Aún hoy, con el cuerpo herido por las estrías de la erosión y perdida en buena parte la majestuosidad de su rostro, que le valió el nombre que los primeros árabes le dieron, Abu el-Hol, padre del terror, su enorme figura de león con cabeza humana impone su enigmática presencia en un entorno de presencias poderosas.
Este viajero levanta una vez más la vista hacia las pirámides mientras se sienta en una terraza cercana en busca de una sombra y de un café. Aún no ha reposado del todo sus sensaciones, pero hay una que se le impone por encima de las demás. Las pirámides son quizá los monumentos más absurdos que el hombre ha construido nunca. Unas montañas gigantescas de piedra para albergar solamente un sarcófago. Nunca el egoísmo individual ha producido tanto sufrimiento. Cien mil esclavos trabajando diez horas diarias durante veinte años, controlados por una organización despiadada, únicamente para que un solo hombre tuviera a resguardo su alma en el más allá. No levantaban un templo que pudiera servir a todos los fieles, ni un edificio público para el servicio del pueblo, ni siquiera un palacio que podría pasar a las generaciones siguientes. Levantaban una tumba para un solo individuo. Una tumba inmensamente desproporcionada para que fuera visible desde muy lejos y afianzara así la grandeza del faraón después de su muerte. La cámara mortuoria que alberga el sarcófago supone apenas nada con relación al volumen total de la pirámide; más o menos como un pequeño agujero en una gran bola de queso.
El sol del mediodía ilumina casi por igual las cuatro caras de las pirámides. Dicen que están dispuestas a la distancia justa para que ninguna se dé sombra entre sí, no vaya a ser que Ra se enfade por privarle de su poder. Si del alma de los faraones no se supo nada, sus nombres sí sobrevivieron a los siglos, porque ya se sabe que todo el mundo teme al tiempo, pero el tiempo teme a las pirámides.

miércoles, 8 de agosto de 2018

Una mañana en Giza (I)


Deben de ser los monumentos del mundo que más miradas han soportado. Esas tres figuras triangulares que nos acompañan desde los principios de la civilización son quizá la imagen más firmemente instalada en la retina de la humanidad. Por mucho que Egipto haya almacenado en la gran alacena de la Historia, siempre, ante todo, será el país de las tres pirámides. Cuando uno se acerca a ellas por primera vez, y a pesar de que seguramente viene con el convencimiento de que va a ver una imagen familiar, la primera impresión que recibe es de asombro. Quedan atrás los cientos de imágenes que le acompañan desde la infancia, las reproducciones que en los viejos libros de texto hacían volar su imaginación, las incontables fotografías y documentales contemplados. Están ahí, ante uno mismo, con su implacable sensación de eternidad. Soy uno más de los millones de visitantes que ha recibido a lo largo de más de cuarenta siglos. Recortadas sobre las nubes cambiantes, parecen aún más impasibles, como si ofrecieran a todos el frío desdén de la perennidad.
Realmente, son obras dignas de admiración. Hay que acercarse a su base y mirar hacia arriba para darse cuenta del prodigio que supone conseguir, en tan inmenso volumen, que los ángulos de inclinación de los cuatro lados sean exactamente iguales para que la línea desde el vértice caiga en perfecta vertical sobre el centro del cuadrado. Ante eso, a uno le importa menos conocer los medios técnicos empleados para apilar los más de dos millones de enormes bloques de piedra que la constituyen, quizá porque ha leído muchas teorías sobre ellos y todas le parecen convincentes. Y, desde luego, mucho menos, o mejor, nada, todo el esoterismo nacido en torno a ellas, que si emanaciones de energía, que si la altura de la de Keops está relacionada con la distancia al sol, que si esconden el secreto del número pi, que si suponen un tratado completo de astronomía, que si son los graneros que mandó construir José en el tiempo de las vacas gordas, o que si, eso se ha dicho, fueron obra de extraterrestres. Prefiere emplear su imaginación en contemplarlas en su estado original, blancas, con el pulido revestimiento de caliza brillando al sol. Hoy sólo queda un resto en la de Kefren; el resto es piedra descarnada, más cruda, más impresionante. A la de Keops la erosión y la estupidez humana le han achatado el vértice y rebajado diez metros de su altura, pero desde abajo cuesta apreciarlo. Todavía a comienzos del siglo pasado, cuando aquello era un campo abandonado sin control alguno, los beduinos trepaban hasta lo alto y demostraban a los turistas la grandiosidad de la pirámide empujando una piedra para que cayese rodando por la ladera. El efecto tenía que ser espectacular, aunque no tanto como la sandez de quienes lo pagaban y la ignorancia de quienes cobraban.
Entran los curiosos a su interior para no ver más que unas angostas rampas y dos cámaras. Ni una inscripción, ni una pintura. Nadie sabe cuándo fueron saqueados los sarcófagos y robados los cuerpos, pero ya los viajeros más antiguos las encontraron así. Quedan solo las sensaciones que bullen en el interior de cada uno, pero eso será para otro artículo.

miércoles, 1 de agosto de 2018

El hombre y el perro

Apareció una tarde por las calles del barrio sin que nadie pudiera explicar de dónde había salido. No tenía pinta de ser un perro de esos de raza acreditada. Era de tamaño mediano, pelo blanco y cuerpo flaco; no llevaba collar ni señal alguna de identidad; solo una actitud sumisa y una mirada en la que parecía habitar únicamente la resignación. Daba la impresión de haberse perdido o tal vez había sido abandonado por quién sabe qué inconfesables motivos. Si alguien se acercaba a él le miraba con ojos de tal confianza que tenía algo de conmovedor y luego agachaba la cabeza en espera de una caricia. No había en él ni una pizca de recelo ni de sombra alguna. O la vida hasta entonces le había tratado muy bien o es que los perros tardan más que nadie en perder la fe en la solidaridad de las criaturas. Olisqueaba con el hocico vivaracho por todas partes y a todo el que se acercaba a él, como si estuviera en una continua búsqueda. En su actitud podía verse una promesa de lealtad y un torrente de afecto; no conocía otro sentimiento que el afecto. Pero, por más que se intentó, fue imposible conseguir que se fuera con alguien.
Pronto hubo quien lo identificó como el perro de un mendigo que se sentaba cada día en la acera de una de las calles del centro y para el que constituía su única compañía en este mundo. Hombre y perro entendiéndose simplemente con la mirada, haciendo que el calor de uno fuera el del otro y convirtiendo su pobreza en un valor por cuya desaparición nunca pagarían el precio de renunciar al otro. Habían adquirido ya cierta popularidad entre los transeúntes habituales, de modo que nadie era capaz de imaginar a uno sin el otro. Alguien con afanes de indagación espiritual podría ver en ellos un símbolo del inmenso poder de los sentimientos, capaz de lograr establecer cadenas entre desiguales, y comprobar de paso cómo, en un estado puro, esos sentimientos alcanzan una dimensión totalizadora. Para hombre y perro, los sentimientos estaban escritos en todas las cosas que nos rodean, sin distinciones de apariencias ni de grados, y así los vivían ambos. Pero un día el hombre se quedó quieto y frío de repente sin un solo quejido, y el perro solo acertó a gemir pidiendo ayuda y a lamer las manos del cuerpo inerte. Luego se quedó varios días sin moverse en el sitio vacío, esperando su vuelta, hasta que una mañana los primeros paseantes vieron que había desaparecido.
En el barrio seguía vagando a su aire por las calles sin mostrar ningún afecto por nadie. Si alguien le llamaba, se acercaba a él, le olía detenidamente y se iba, como si no fuera eso lo que buscaba. Todos los esfuerzos por adoptarlo como amigo resultaban inútiles. Ni siquiera cuando le daban alguna golosina se conseguía de él más que una mirada triste que podía entenderse como de agradecimiento. Un día, andando con su paso indiferente por una calle, se detuvo de pronto, levantó las orejas, cruzó a la acera de enfrente y se acercó despacio a un viejo mendigo que pedía limosna sentado en el suelo. Le olió la raída ropa, husmeó sus cosas y se quedó frente a él. El hombre lo miró un momento y le acarició el lomo. Entonces el perro se acercó más y se acurrucó a su lado.

miércoles, 25 de julio de 2018

El nuevo líder

Este fin de semana estuvo ocupado por el congreso del principal partido de España, al menos el que más votos ha obtenido y por tanto el que mayor representación parlamentaria tiene. Se han detenido a echar una mirada a sus pasos en los últimos tramos del camino andado y han decidido hacer un pequeño cambio de dirección de la mano de un nuevo líder. Los partidos vienen a ser réplicas figuradas de los organismos vivos; necesitan un ejercicio constante de sus órganos, se anquilosan por la inactividad, precisan alimento continuo de ideas y más aún de adhesiones, y sobre todo les es necesario una renovación profunda de formas y personas si no quieren entrar en coma por agotamiento. En este congreso, tan necesario como inevitable, se ha elegido a un líder joven, de palabra briosa y discurso conciliador, que supo destapar lo justo los tarros de las viejas esencias, que son las suyas, intuyendo que había una gran mayoría que las echaba de menos.
Esta elección viene a confirmar la tendencia, muy propia de este tiempo, del culto a la juventud, eso que a falta de una palabra mejor se da en llamar efebocracia. Ahora mismo los líderes de los cuatro partidos principales son jóvenes, y tres de ellos, además, guapos y bien presentados. Se ve que eso de la apariencia, digan lo que digan, es un magnífico añadido. En cambio, la experiencia merece poca valoración. A la edad en que una persona alcanza su plenitud, allí donde la sabiduría adquirida con los años se une a la visión prudente y a la moderación inherente a la madurez, ya se es considerado inútil para la política. Ahora parece impensable un Attlee, liderando con 72 años el partido laborista inglés después de veinte a su frente, o Helmuth Kohl, veinticinco como presidente del CDU alemán, o tantos otros de aquellos tiempos en que los biorritmos de la política se acompasaban a un transcurso sin urgencias y se daba por supuesto que las decisiones que afectan a la vida de toda la sociedad requieren una maduración lenta y ajena a toda impaciencia. De un tiempo político reposado se ha pasado a otro acelerado, en el que todo fluye sin sedimentarse y en el que las ideas que ayer no más nos parecieron buenas normas para conformar nuestra personalidad y nuestra convivencia, ya tienen al progre de turno calificándolas de rancias. Sin duda en la confluencia entre la ausencia de resabios propia de la juventud y la promesa de salvaguardar aquellos viejos valores que merece la pena conservar, está la base del éxito de cualquier político, al menos la de este nuevo líder en su congreso.
Que el partido más numeroso del parlamento renueve las personas y las fuerzas que lo impulsan, es un hecho bueno y conveniente para él. Que lo haga sobre la firmeza de las ideas propias, ahora que la batalla ideológica vuelve a ganarle la atención a la económica, es bueno para la clarificación del camino a seguir por los votantes en las urnas. Y en todo caso, es absolutamente necesario que el espacio donde se albergan los principios y las convicciones de la mitad de nuestra sociedad tenga un representante sólido, seguro y convencido de sí mismo.

miércoles, 18 de julio de 2018

Un invitado que sobra

Entre los muchos criterios que se aplican para clasificar a los restaurantes hay uno que debería estar a la cabeza de todos y que los dividiría en dos grandes grupos: los que sienten respeto por sus comensales y procuran brindarles un ambiente que les haga lo más agradable posible el acto de comer, y los que no tienen ninguna consideración con ellos y les obligan a hacerlo soportando una compañía que no han elegido. Es decir, los que tienen el buen gusto de ofrecer un comedor sin televisión, y los que lo tienen presidido por el dichoso aparato, convertido en un comensal más y, por lo que parece, el más importante. A muchos nos parece que ese es un factor revelador de la categoría del restaurante: la diferencia entre sentirse acogido por quien hemos elegido para que nos brinde un momento agradable en torno a una mesa o tener la sensación de que lo que menos le importa a quien nos va a pasar la factura es que estemos a gusto. O sea, entre el buen restaurador y el que olvida que la calidad de un restaurante no se mide solo por lo que se encuentra en el plato.
El caso es que su omnipresencia es aplastante. Apenas hay algún establecimiento que no tenga en su comedor la correspondiente pantalla como la imagen de un dios imprescindible. Y eso que si algún enemigo tiene el buen comer es la televisión. Tratar de disfrutar de una comida en familia aguantando el habitual corro de cotorras de Telecinco insultándose a grito pelado, o soportando la ración diaria de información sectaria y sesgada que nos brinda la Sexta al rojo vivo, viene a ser metafísicamente imposible. Querer entablar una conversación con tu acompañante mientras Torra te mira desde la pantalla o te martirizan a publicidad, es un intento irrealizable. Pero al hostelero eso no suele importarle nada; por mucho que uno se lo pida jamás apagará el aparato. Ni siquiera aunque el que lo solicite esté solo en el comedor y le diga que no quiera ver la maldita televisión. Alguien me explica que algunas cadenas le pagan por tenerla conectada y así contribuyen a aumentar los índices de su audiencia. No sé, pero desde luego cada vez ponen más; hay establecimientos que tienen hasta cinco aparatos, todos encendidos, por supuesto. Si esto es así, poca credibilidad cabe dar a tales índices, porque fuera del fútbol nadie atiende jamás a la televisión en un bar.
Y hacen bien, desde luego, porque a un bar se va a pasar un momento distendido, a charlar con alguien o simplemente a leer el periódico mientras se toma la bebida preferida, pero no a que le den a uno la misma tabarra que en casa, y mucho menos en el solemne momento de disfrutar de una buena mesa en compañía. Sé de alguno que ha adoptado la norma de no ir jamás a un restaurante que tenga un televisor en el comedor; prefiere comer un bocadillo en el parque. Ya ha hecho una lista de aquellos que todavía tienen la consideración de no amargarle la comida; no es una lista muy larga, pero le basta para poder seguir disfrutando del placer de comer fuera de casa.

miércoles, 11 de julio de 2018

Rescate en la cueva

Esta no es, por extraña que parezca, una de las típicas serpientes de verano, sino una inquietante realidad que nos ha tenido a todos en vilo, a pesar de su lejanía. La peripecia de esos doce chicos y su monitor, atrapados en una cueva tailandesa de estructura endiablada, tiene todos los componentes de una tragedia más bien nacida como producto de una imaginación que de circunstancias reales: unos niños en un día de recreo, un adulto sin mucha consciencia del riesgo, una caverna retorcida y tenebrosa, la naturaleza que se desploma en forma de lluvia cerrando la salida, y luego la toma de conciencia de lo que han hecho, la inquietud, la incomunicación, el hambre. Y sin embargo, las imágenes que nos llegaron tras su localización no son las de alguien al borde de la desesperación ni muestran miradas apagadas por la angustia, ni gestos de súplica arrebatada, ni siquiera impaciencia. Sorprende su aparente fortaleza de ánimo y su conducta serena, la confianza en un buen final y el rechazo a toda desesperanza que se perciben en las cartas que escribían a sus familias. Dieciséis días enterrados en las entrañas de una montaña, diez de ellos en un completo aislamiento, sin noticias del exterior y sin más compañía que la oscuridad, la humedad y la incertidumbre, daban para justificar eso y mucho más.
De todas las posibles tragedias protagonizadas por el ser humano, quizá no haya ninguna más dramática que la que tiene lugar en las entrañas de la tierra. Ni el mar ni el desierto ni lugar alguno de la superficie son el reino de las tinieblas, allí donde la claridad es negada y donde habitan los muertos en casi todos los imaginarios de las creencias, allí donde el hombre pierde su condición de rey de la creación. No estamos hechos para la oscuridad ni para el límite del espacio físico; ningún fleco evolutivo creyó oportuno dotarnos de algún modo de adaptación ni de medios para andar por el mundo subterráneo; somos una especie hecha para la luz y el aire, de ahí el pavor innato a adentrarse en las entrañas de la tierra. En el inframundo solo habitan las fuerzas contrarias al hombre.
La tremenda dificultad del rescate y los esfuerzos por llevarlo a cabo se han cobrado la vida de uno de los buzos que lo intentaban, como si fuera un inevitable precio a pagar. Es la cara terrible y al mismo tiempo luminosa de casi todas las tragedias: la generosidad del héroe anónimo, capaz de arriesgar su vida por salvar la de otros. Y ahora que todo ha terminado de manera feliz en lo que se refiere a los niños, habrá que hacer frente a otros problemas; el más inmediato, por supuesto, el de recuperar sus cuerpos físicamente tras tantos días de desnutrición y oscuridad, algo que seguramente no será muy difícil, dada la edad de los chicos. Más largo será el proceso a seguir para tratar sus heridas interiores, como procurar mitigar dentro de lo posible el impacto de esta terrible vivencia en su vida de niños, situar sus consecuencias en el marco de una experiencia enriquecedora, protegerlos del acoso inmisericorde de los medios, y quizá exigir las responsabilidades que procedan, si es que las hay.

miércoles, 4 de julio de 2018

El cambio

Parece que ha pasado un lustro y hace apenas un mes que teníamos otro Gobierno y otro presidente, así de vertiginoso es el tiempo en que vivimos. Más bien en lo que lo hemos convertido con nuestro modo de entender la información, de manera acumulativa y superpuesta, sin dejar espacio para sedimentar la noticia y dar lugar a una reflexión que la metabolice y la coloque en su lugar. Es el triunfo continuo del olvido y el presentismo sobre el ayer inmediato. El presidente del gobierno de hace tan solo unos días, quizá aun más que los anteriores por la discreción que impuso tras su retirada, pronto será un nombre cada vez más lejano. La vida, en su reflejo en la actualidad, se defiende a sí misma no estancándose jamás, aun a riesgo de dar apenas respiro.
A ese presidente le tocó la tormenta perfecta: enfrentarse a la crisis económica más grave de los últimos cincuenta años; tener que gobernar en funciones durante casi un año porque el parlamento era incapaz de elegir un presidente; que el jefe del Estado abdique y haya que tutelar la primera sucesión en la Corona; que una comunidad autónoma se declare en rebeldía y su cabecilla se escape a otro país; tener que tomar la decisión de aplicar por primera vez un artículo de la Constitución que jamás se pensó que hubiera que aplicar; encontrarse con una sentencia brutal contra su partido por prácticas corruptas ocurridas hace 15 años. Y todo eso con los dos grandes duopolios televisivos privados dedicados todos los días a machacarle. Pocas veces se han juntado en un punto tantos elementos distorsionadores de un país como en esta legislatura y en un hombre que responde a un fenotipo bien identificable: tranquilo, retraído, reservado, distante, previsor, poco dado a los impulsos y discreto en su ámbito personal, como demostró tras su derrota. Sin una palabra, Cincinatus volvió al campo de donde había venido, a ganarse otra vez la vida con su arado.
El balance de su mandato ofrece sin duda luces y sombras, pero los españoles no tuvieron ocasión de juzgarle ni de decidir si querían que siguiese en su puesto. Una de esas extrañas conjunciones que a veces se producen en el campo astral de la política, en las que una brillante estrella no duda en alinearse con el más tosco de los asteroides con tal de aumentar su fuerza gravitatoria, se llevó por delante el orden lógico del desenlace. En este caso fue la ambición sin límites de alguien obsesionado por encontrar, con la ayuda de quien sea, pagando el peaje que le pidan y en el límite mismo de las señales de tráfico, un atajo en el camino que lleva a la Moncloa.
Y ahora estamos en un tiempo nuevo, que es lo que siempre dice todo el que llega al poder, en el que hay que hacer frente a problemas acuciantes. Lo nuevo debe de ser el culto visual a la imagen del nuevo líder con técnicas ya tan vistas como infantiloides, y lo acuciante es remover la tumba de un cadáver que lleva enterrado casi cincuenta años y que a ningún presidente le pareció problema alguno. La obsesión por la figura allí enterrada; en eso sí que no parece que el paso del tiempo acabe de llevarse nada.

miércoles, 27 de junio de 2018

El fútbol como evasión

Viene bien el Mundial para hacer que la actualidad dirija su mirada hacia otro lado y evitar por unos días su habitual cara, tan fea casi siempre y tan poco dada a ilusiones y esperanzas. Llegan, claro está, los ecos del mundo, que sigue girando, con sus cambios de gobierno, sus crisis migratorias y con las ya habituales payasadas del muñeco de guiñol catalán, que vive en un país que solo existe en su imaginación; debe de ser duro creerse hasta el fondo sus propios delirios y encontrarse cada día con que la realidad va irremediablemente por un camino distinto. Es este un ruido que no calla nunca, pero ahora el balón lo debilita casi todo con su poderosa presencia. La atención se la lleva la eterna fijación del hombre con el juego, ya se sabe, el ser mejor que otro, más rápido, más técnico, más resistente, más de todo. No es tan solo el famoso pan y circo. Es una expresión generalizada de las distintas formas de soltar ataduras de la realidad y de abrazarse a la ilusión de un triunfo que pondría a los suyos en la cima del prestigio y el respeto de todo el mundo del deporte y aun de otros mundos. Los estadios se convierten en una vocinglera manifestación tribal, en la que la autoafirmación de la propia identidad y del terruño de origen adquiere caracteres de declaración solemne de un compromiso irrenunciable que ninguna derrota puede debilitar.
El fútbol es un compendio de todas las actitudes humanas que vemos dispersas por otros ámbitos, solo que aquí reunidas en un todo: pasión, victimismo, subjetividad, emoción, patriotismo, euforia, depresión, venganza, decepción, gloria, fracaso, orgullo, cielo e infierno. Produce cierta conmoción ver los primeros planos de los rostros de algunos aficionados, sobre todo de los países suramericanos, ante la derrota de su selección. No puede haber imagen más exacta de la desolación; una tristeza infinita, una decepción inconsolable, unas lágrimas rebeldes que no es posible contener, una mirada que parece no comprender cómo la vida podrá seguir después de eso. Está exactamente en el mismo grado de desmesura que la exaltación por la victoria, solo que en el otro extremo y sin los efectos catárticos de esta.
Por lo visto, este Mundial es el de la rebelión de los débiles, según los resultados que se están dando en algunos campos. O sea, que la alegría y las lágrimas se reparten con más equidad que hasta ahora y los que siempre hacían de patitos feos pueden lucir por un momento imagen de cisne, al menos en lo que llevamos de competición, pero se estrellan contra la lógica. En toda su historia, solo ocho países ganaron el Mundial, así que viene a ser un club exclusivo, de acceso muy exigente, no propicio a ingresos por simples circunstancias casuales.
En el medio del camino, la mitad de los participantes ya ha vivido todas las emociones que podían vivir en el Mundial, pero al menos dieciséis países seguirán con la atención atrapada por el balón. Pues bienvenido sea si contribuye cambiar por unos días los titulares de la actualidad. Y si luego se consigue el final deseado, vendrá a ser como un tónico reconstituyente que aliviará por un tiempo algunos achaques del cuerpo social.