miércoles, 25 de septiembre de 2019

Un día de paseo

A medida que las nuevas tecnologías avanzan en poder y capacidad, comienzan a surgir interrogantes en la visión del pequeño trozo de realidad que nos rodea y que hasta ahora había sostenido nuestra forma de pensar y actuar. Nos dejamos seducir por ellas hasta la veneración idólatra, les entregamos nuestro tiempo y nuestra confianza, nuestra capacidad de pensar, nuestra credibilidad y nuestra renuncia a explorar otras vías de conocimiento, les damos todo lo mejor que tenemos, y a cambio hacen innecesaria nuestra facultad de razonar, nos convencen de que sus contenidos son dogmas indiscutibles, limitan hasta el extremo nuestras relaciones personales y, sobre todo, nos convierten en elementos en serie, embarcados en un proceso de deshumanización del que ni siquiera somos conscientes.
Me lo decía no hace mucho alguien a quien apenas conocía, pero que era evidente que necesitaba hablar. El hombre se había quedado viudo y por un tiempo había encontrado en la soledad un buen refugio para su dolor, pero ya comenzaba a pasarle la cuenta. Sintió la necesidad de airearse y tener algún contacto con la vida. Decidió coger el coche y salir a vagabundear por ahí para ver otras gentes y otros pueblos y distraerse durante un día.
-Antes de salir fui a sacar dinero al cajero automático. Llegué al peaje de la autopista y la cabina estaba vacía; había que pagar con tarjeta. En la gasolinera tampoco había nadie; tuve que hacer de empleado sirviéndome a mí mismo y pagar otra vez con la tarjeta. Paré en un restaurante de la carretera y resultó ser un autoservicio; nadie me saludó ni me preguntó ni qué quería; cogí algo y lo comí en silencio. En el garaje donde dejé el coche nadie me atendió, ni para darme el ticket al entrar ni para pagar al salir; un botón y una ranura para tarjetas. Al final me di cuenta de que había pasado todo el día sin oír una voz humana dirigiéndose a mí.
Esta cuarta o quinta revolución tecnológica, la de los bytes y los algoritmos, añade a las consecuencias de las anteriores, como la destrucción de empleos o la incertidumbre por el futuro, un nuevo elemento aún más inquietante: su capacidad de alienación, la terrible sospecha de que parece haber un designio global empeñado en absorber nuestras voluntades y restringir a su conveniencia nuestra condición de hombres libres. La uniformidad de opinión y de conducta es el objetivo; la corrección política que dicta no se sabe quién. Nos quieren convertir en partes alícuotas seriadas, aisladas cada una en su burbuja autosuficiente, dependientes de un orden que impone un pensamiento único y dirige nuestras mentes según sus intereses. En la empresa el ser humano tiene perdida la batalla frente a la despersonalizada eficacia de un programa; en la calle hay que andar sorteando a los que van como zombies con la vista fijamente clavada en la pantallita. Y hay que ver lo que podemos perdernos. Nos lo recuerda un escritor inglés al que ya nadie echa de aquí: "Lo que hace al mundo hispano superior al anglosajón: el saber vivir, el utilizar el tiempo trabajando lo justo e invirtiendo la energía ante todo en disfrutar todo lo posible de lo mejor que ofrece nuestra breve travesía por la Tierra, la simpatía, la alegría, la familia y los amigos".

miércoles, 18 de septiembre de 2019

Amargas lluvias de otoño

El tópico otoño caliente trae este año un añadido de tragedia ante la que pierden toda su falsa prestancia los vaivenes de los políticos en su interminable regateo por los sillones del poder. Una maldita gota fría cayó sobre las tierras levantinas, sumergiéndolas en un mar de agua y dejando sobre ellas algo parecido a las terribles imágenes que nos llegan a veces desde las tierras tropicales castigadas por los monzones. Ciudades y campos, carreteras, vías, coches, casas, recuerdos, testimonios del pasado y proyectos de futuro apenas iniciados han quedado sumergidos, sin más esperanza que la que pueda derivarse de que, cuando las aguas se retiren, lo que se encuentre no sea tan terrible como lo que se teme. Las cifras de la devastación parece que van a ser enormes, aunque todas ellas no pueden comprarse con las pérdidas dolorosamente irreparables de quienes no pudieron escapar de las aguas enloquecidas.
Los golpes de la naturaleza siempre nos causan una obligada y morbosa admiración, justamente por hacernos sentir la realidad de nuestra absoluta impotencia ante ellos. En el caso de los fenómenos meteorológicos, los expertos dan explicaciones y se esfuerzan en hacer predicciones, pero siempre cogen desprevenidas a las poblaciones que azotan, sorprendiendo a sus habitantes en sus tareas cotidianas sin que tengan tiempo de planificar una respuesta. No debe de ser fácil. Los caprichos de las nubes son eso, caprichos; no obedecen a ninguna ley, no cabe evitarlos ni apenas prevenirlos con garantías de tiempo suficiente. Naturalmente, la culpa de estas inundaciones la tiene ese nuevo mantra de todas las desgracias que es el cambio climático y, por tanto, nosotros por ser sus causantes, cuando lo cierto es que las gotas frías sobre el Levante español no son precisamente de ahora. Aún muchos recordarán aquella devastadora riada de 1957 en Valencia, que causó 80 muertos y propició que se desviase el cauce del río Turia de la ciudad para que no se repitiera la catástrofe; cinco años después, en la provincia de Barcelona, la tragedia fue mucho mayor: mil muertos en apenas tres horas. Y hay noticias de unas cuantas de efectos semejantes a lo largo de los siglos.
En ese campo de desolación, en el que vidas y haciendas están a expensas de unas circunstancias que pueden cambiar a cada minuto, la única mirada de esperanza que les queda a los afectados es la que se dirige a la solidaridad y la eficacia de las ayudas, y en eso siempre sabemos estar a la mayor altura. Abnegación, esfuerzo, sacrificio, competencia y generosidad en la entrega. No solo los que tienen como misión ayudarnos -Guardia Civil, bomberos, UME-, sino también los voluntarios que se ofrecen desinteresadamente, ofrecen lo mejor de sí mismos hasta más allá de todo deber. Somos una sociedad fuerte, cohesionada por sólidos valores de solidaridad y generosidad, que son el poso de muchos siglos de trayectoria común, y que salen a flote en los momentos de adversidad. Qué pequeños parecen aquí los oportunistas de la división y los medios que les jalean.

miércoles, 11 de septiembre de 2019

La gloria deportiva

La gloria deportiva es la más temprana y la más difícil de sostener de todas las glorias. También quizá la más explosiva, por su impacto en un momento concreto, y podría decirse que la más inoportuna, porque habitualmente llega en plena juventud, cuando la vida aún no ha permitido madurar los mecanismos de relativización que la sitúe en su lugar justo. La propia naturaleza del deporte hace que la fama, si llega, haya de venir a una edad pronta, en plena juventud, según una ley inexorable que marca la naturaleza. Es, además, una fama efímera, llena en el mejor de los casos de resplandores deslumbrantes, pero tan fugaces que apenas sobreviven a la ocasión que los originó. Las proezas se suceden cada vez en un grado más alto, las marcas se superan en cada prueba, la máquina mediática en seguida vuelve la espalda para arrimarse al nuevo sol que brilla y lo que fue una hazaña bien glosada cae en el olvido, y con ella el nombre de quien la realizó. Llega el vacío.
En torno a los treinta y pocos años, cuando el cuerpo comienza a decir basta y llega la hora de escuchar el último aplauso y de decir adiós definitivo a la emoción de la lucha por el triunfo, aún quedan muchos años de vida por delante, pero ya sin la seguridad de que te van a reservar una mesa en cualquier restaurante y sin ver ninguna alusión ni siquiera una cita en las páginas de la prensa deportiva. Es duro comprobar que el momento ha pasado para siempre y que las nuevas generaciones ya no conocen ni el nombre, si acaso por oírlo como pregunta en algún concurso. Y quizá lo más desolador sea que, a diferencia de lo que ocurre en otras actividades, ya no va a haber jamás la posibilidad de intentar repetir otra hazaña que traiga de nuevo la gloria. Nunca se ha manifestado con tanta brutalidad la dependencia del ejercicio competitivo del deporte del aspecto material del ser humano.
En toda adversidad el infortunio más desgraciado es haber sido feliz, nos dejó dicho uno de esos clásicos. Cuando se ha conseguido todo ya no hay nada por lo que luchar, y si se consigue de joven queda luego una larga travesía en la que acecha el desengaño, la soledad y la incomprensión. Ya se ha dejado de ser un modelo y ahora ese papel ha pasado a otras manos. Cuando eso se combina, como es frecuente, con problemas económicos o con una tendencia depresiva, el resultado suele ser trágico. Hay casos en todos los deportes y en todos los lugares; algunos aquí entre nosotros, que están en la mente de todos: Ocaña, Rollán, Urtáin, Blanca.
Por fortuna son mayoría los que no dan más importancia a sus éxitos que la relativa que tienen y que son en todo momento conscientes de la breve transitoriedad que los acompaña. Que se preocupan de formar en paralelo un castillo interior que luego les prevenga de los ataques de la añoranza de la gloria ya ida y de la frustración del tiempo presente. Una sólida formación, una carrera alternativa que permita el ejercicio en otros campos o una actividad relacionada con el propio deporte, aunque ejercida en un segundo plano y sin ocupar titulares, son los mejores remedios contra la disfunción temporal que trae consigo la gloria deportiva

miércoles, 4 de septiembre de 2019

Los ingleses

Estos ingleses, tan rutinarios ellos que Heine los llamó los dioses del aburrimiento, tienen de vez en cuando explosiones de jovenzuelos caprichosos, sorprendidos de que el mundo haya dejado de adorarlos; gestos de rebeldía grandilocuente y pretendidamente trascendente, pero todo impostado, sin más soporte que la negativa a aceptar la realidad de los tiempos actuales y el empeño en seguir viviendo de las añoranzas del imperio. Entonces miran hacia dentro, descubren que prefieren tomar el té de las cinco solos que unas cuantas pintas de cerveza en compañía obligada, y deciden marcharse de la aldea común y levantar una valla en torno a su casa; eso sí, dejan alguna puerta, pero solo para dar salida a los productos que esperan seguir vendiendo a la aldea que rechazaron.
De los ingleses pueden admirarse muchas cosas, además de aquel gesto de enviar cien libras a Beethoven, que fue, según Bernard Shaw, el único hecho honroso de toda la historia de Inglaterra; claro que Shaw era irlandés. Han aportado a la cultura occidental un importante acervo en todos los aspectos de la ciencia, la creación artística, la filosofía, el conocimiento geográfico, la política o el deporte, hasta el punto de que todos, en mayor o menor grado, hemos sido influenciados por su acción cultural. Les debemos buena parte del teatro moderno, de la novela de humor, de aventuras y de intriga, hallazgos científicos decisivos, novedosas teorías filosóficas, vanguardias musicales o el parlamentarismo entendido como eje permanente del sistema democrático. La lista de personajes importantes es amplia y forma una lista de nombres que están en la mente de cualquiera, por ignorante que sea. Tienen fama por su fino sentido del humor y por su imperturbabilidad ante las circunstancias adversas, pero también por su hipocresía y su desdén hacia todo lo que haya nacido al otro lado del canal, que ya se sabe que cuando se embravece deja al continente aislado. Su insufrible aire de superioridad se alimenta de su facilidad para apropiarse de méritos ajenos y de convertir en motivo de orgullo actos que en otros sitios se verían como vergonzosos. Cuentan con una especial habilidad para ocultar sus fracasos y desmanes, y una proverbial capacidad para criticar a los demás lo que ellos mismos hacen en grado aún mayor. Los viajeros de mirada aguda no los dejan bien parados. Heine habla de "su curiosidad sin interés, su pesadez aderezada, su descarada estupidez, su egoísmo". Santayana ve el país como "el paraíso del individualismo, la excentricidad, las anomalías y las aficiones" y nuestro Moratín señala que lo que "los hace fastidiosos es el orgullo; pero tan necio, tan incorregible, que no se les puede tolerar".
Ahora se han encerrado en un laberinto sin atisbar la salida. La tierra de Locke, Hume y toda la familia del empirismo filosófico se ha dejado arrastrar hacia una entelequia sin líneas definidas. La campeona del parlamentarismo ha bloqueado el suyo para que un tipo extravagante se salga con la suya. En el despacho de Churchill se sienta ahora un tal Johnson, y sobre el canal que lo separa del continente la niebla se vuelve cada vez más espesa.