miércoles, 29 de julio de 2020

Innecesaria cooficialidad

La elevación del bable a la categoría de lengua cooficial nos va a costar a los asturianos 20 millones de euros, según estima el propio presidente de la Academia de la Llingua, aunque hay otras voces que hablan de 70. Eso sin contar lo que nos ha llevado ya. Volver a la vida a un cuerpo exánime es tarea costosa, sobre todo si es necesario realizar numerosas operaciones de trasplantes, unir órganos, coyuntar huesos, injertar arterias y dotarle de una actividad más o menos funcional. Toda esta ardua labor ya se ha ido realizando durante los últimos años. El gasto de ahora es para ponerlo a caminar. 
Veinte millones son muchos millones y, salvo que se disponga de la fortuna de los muy poderosos, siempre es prudente pensárselo muy bien antes de darles un empleo. Con veinte millones podrían hacerse muchas cosas, y más en una región empobrecida y vulnerable a todos los vaivenes de las políticas económicas, según comprobamos a cada uno de ellos. Pero parece que esto de la cooficialidad va a enriquecernos una barbaridad. Se dice que es más bien una inversión, que "sería un revulsivo para la industria editorial, discográfica, tecnológica, para los medios de comunicación, para el turismo...". Puede ser. Quizá poniendo grandes dosis de buena voluntad podamos imaginar que cambien tan radicalmente las cosas que lleguemos a disfrutar de tantos beneficios, pero lo cierto es que resulta difícil de atisbar. No está claro cómo puede afectar a la industria tecnológica un habla totalmente carente de un léxico científico y técnico, ni a la editorial la edición de libros que se amontonan sin salida en los almacenes, ni a los medios de comunicación, ni mucho menos al turista que se encuentra con que en su propio país no entiende los letreros ni los indicadores; se lo tiene que pasar muy bien; seguirán viniendo, claro, pero no será por la nueva situación lingüística. 
Tenemos un conjunto de hablas campesinas al que siempre hemos llamado bable. Nuestro humilde y querido bable, que ha tenido que someterse a un largo proceso de maquillaje para ser introducido por la fuerza en los palacios, él, que nunca quiso salir de las cabañas. Nuestro bable, que ve cómo le modifican hasta el nombre y se lo elevan a la categoría de gentilicio. Ese bable nuestro, que nunca ha sido problema para nadie y que seguramente a partir de ahora nos va a complicar a todos la vida con su intromisión forzada en campos a los que nunca fue llamado. Y que, salvo para llenar ese pequeño escondrijo en el que todos guardamos algunos de nuestros afectos más entrañables e inútiles, no sirve para nada.

miércoles, 22 de julio de 2020

Santa Sofía

Al presidente turco se le desató la añoranza del viejo sultanato y decidió convertirse, dentro de sus posibilidades, en un segundo Mehmet, corrigiendo la obra del desviacionista Ataturk. La conquista de Estambul no debía de parecerle completa mientras la basílica de Santa Sofía no estuviera completamente integrada, como una presencia más, en el pensamiento y la práctica religiosa que dominan todas las estructuras del estado, así que la convirtió de nuevo en mezquita, como había hecho Mehmet II tras arrebatársela a los cristianos en el siglo XV. Ni las advertencias de la Unesco, ni la opinión contraria de destacados sectores sociales y culturales, ni el hecho de que pueda suponer un portazo definitivo a la entrada turca en Europa han hecho desistir, por ahora, al nuevo aspirante a caudillo otomano.
 En realidad, la Estambul turca de hoy es el producto de un violento expolio que nadie ha llorado nunca. Aquella ciudad griega, convertida luego por Constantino en capital del Imperio Romano de Oriente y que había logrado mantenerlo durante mil años después de la caída del de Occidente, fue tomada por los otomanos, que se la adjudicaron como si fuera suya. Fue uno de los mayores robos de la Historia y pasó desapercibido. Nadie en Occidente la lloró ni jamás se reivindicó. No hubo lamentos ni resistencia ni movimientos de recuperación ni nada que no fuera sacar provecho de la nueva situación. Si el comercio no se interrumpía, poco importaba de quién era. Solimán la reformó y la llenó de mezquitas; luego Ataturk la hizo perder la capitalidad en favor de la pueblerina Ankara. Hoy es una ciudad fea y hermosa, abigarrada y plácida, oriental y occidental, enervante y enamoradora, todo a la vez y como gozándose en ello.
La mancha roja de Santa Sofía es como una metáfora de la ambigüedad. Santa Sofía fue el orgullo de Justiniano y de toda la cristiandad; sin duda, una de las grandes obras maestras de la antigüedad, pasmo constante y objeto de alabanza de todos los viajeros que llegaban a Constantinopla. Cuando los turcos se apoderaron de ella la convirtieron al instante en mezquita. Se cuenta que Mehmet, el conquistador, oró en ella ese mismo día. Luego le taparon los mosaicos, le pusieron cuatro minaretes y le cambiaron para siempre su imagen. Pero su asombrosa cúpula ha sido el modelo que siguieron después para todas sus mezquitas, empezando por la gran Mezquita Azul, que tiene enfrente.
Alguno habrá que quiera ver algún paralelismo entre este caso y el de la mezquita de Córdoba, pero no lo hay; ni las circunstancias de origen ni el transcurso histórico posterior tienen puntos de similitud.

miércoles, 15 de julio de 2020

La tormenta

Cada generación siempre ha creído que le había tocado vivir el peor tiempo de la historia. Cuántas veces oímos eso de "no sé a dónde vamos a ir a parar" como expresión de la evolución negativa de la situación del momento, y cuántas veces hemos leído en los libros de otras épocas frases como "en estos aciagos tiempos" o "en esta calamitosa edad en que nos ha tocado vivir". No hay más que leer cartas, memorias o diarios de cualquier época para darnos cuenta de que sus contemporáneos estaban convencidos de que no había habido siglo más desventurado que el que les había caído en suerte. Quizá sea la sensación de fracaso colectivo que nos dejan las calamidades que nos afligen, tanto las que nos vienen de la naturaleza, tomadas a veces como castigo divino, como las que creamos nosotros con nuestras ambiciones y fanatismo, como las guerras. En todas los tiempos, sobre todo en los que muestran los síntomas de ser un final de etapa, ha habido hombres que sintieron la frustrante y dolorosa sensación de que este mundo ya no era el suyo y decidieron esconderse de él dentro de sí mismos o incluso abandonarlo voluntariamente. 
No puede afirmarse que sea este el peor momento de la humanidad porque no tenemos perspectiva anímica para establecer comparaciones con otros, pero sí tenemos sobre nosotros una coincidencia de torbellinos que están componiendo la galerna perfecta. Perfecta y novedosa para nuestra generación, tanto que nos tiene desorientados y nos ha dejado sin faros ni referencias, buscando soluciones como el que palpa a tientas en una habitación oscura. 
Todo se junta. Una pandemia mortal, difícil de contener y más aún de tratar, que paraliza fuerzas, voluntades e iniciativas hasta anular cualquier impulso que no sea el de la autoprotección, que hace tambalearse los sistemas sanitarios y que saca a la luz las debilidades e incompetencia de casi todos los gobiernos. Una depresión económica, derivada de la anterior, que nos deja sin turismo y sin empleo y nos aboca a una deuda similar a la de nuestros peores recuerdos. Una crisis de valores que impone unos nuevos dogmas a cual más extravagante, que hacen creer que el mundo se ha vuelto del revés. Y una generación, a nivel mundial, de políticos endebles, de escasa solidez intelectual, de mentalidad mediocre, precaria moral y portentosa vulgaridad, muchos de ellos semifracasados en sus estudios o terminados con títulos de dudoso merecimiento. Todo junto forma la tormenta perfecta, pero pasará. Hasta las galernas más feroces terminan dando paso a una brisa bonancible.

miércoles, 8 de julio de 2020

En nuestra ausencia

Ahora que hemos comenzado a poder alejarnos de nuestras casas, aunque sea con prevenciones, nos encontramos con que algunas cosas ya no son como las habíamos dejado. Nosotros nos hemos detenido, pero las fuerzas que mueven lo que nos rodea no. Hemos vivido en estado de hibernación durante más de tres meses y parece que la naturaleza nos echó de menos a su modo. A poco que uno salga a mirar los parajes que dejó y los rincones que conocía se dará cuenta de que nuestra ausencia se ha hecho sentir en ellos. En los bosques los senderos se han perdido bajo la maleza, en los caminos del monte las zarzas de una orilla tienden a juntarse con las de la otra hasta casi cerrar el paso, han desaparecido las rodadas bajo una invasión de ortigas, y en los muros de piedra crecen helechos y musgos hasta casi ocultarlos. El modesto jardín de la casita de fin de semana, siempre tan cuidado, es ahora una jungla en pequeña escala, y en la barbacoa, como en el olmo seco, urden sus telas grises las arañas. Dicen que el silencio del entorno ha alterado el comportamiento de las aves; que en el campo han aumentado las garrapatas y las avispas velutinas, que jabalíes y zorros andan con sus crías sin miedo alguno por donde antes no se atrevían, y que todos los animales, confiados, cruzan las carreteras con toda tranquilidad. Por un tiempo la naturaleza se ha desarrollado ajena a la relación humana, y en sus pautas no figura la de evitarnos peligros desconocidos, aunque sí la de ofrecernos lecciones que aprender. 
Estamos condenados a librar una lucha permanente contra la naturaleza si no queremos ser engullidos por ella. Nuestras casas, nuestras vías, nuestras fábricas, los espacios donde hacemos nuestras vidas apenas durarían un suspiro sin ser ocupados por su avance si los dejáramos a su merced. Alguien ha dicho que nuestras ciudades no son más que ensayos de secesión que hace el hombre al medio natural. Tal parece, porque se comporta como si pretendiera recuperarlo por todos los medios. Unos escasos días de ausencia y aparecen ya los desequilibrios que manifiestan su fuerza arrolladora. Será nuestra madre, pero tan rigurosa e implacable que no tenemos más remedio que vivir en eterna pelea con ella. 
No sabemos por qué motivo hemos aparecido como especie en la Tierra ni cuál es nuestra misión en ella; solo podemos conocer la que nos hemos asignado cada uno como individuos. Sí sabemos que, si la especie humana desapareciera, la única norma que regiría el planeta sería el caos. Aunque seguramente los seres que viviesen serían más felices

miércoles, 1 de julio de 2020

Compañeros de encierro


No todo estuvo mal en estos meses de encierro en nuestras casas, obligados a romper con nuestro entorno y a renunciar a nuestras fuentes habituales de placeres sociales. No hubo escapadas al café mañanero ni a la cañita de la tarde, ni más posibilidades de recorrer mundo que el que pudiéramos descubrir desde el sofá de nuestra habitación, pero a cambio se nos ofreció tiempo en abundancia para llenar. Y aquí tengo que escribir en primera persona, porque el mundo que uno busca no es el mismo que busca otro, y el placer que proporciona un hallazgo puede que sea solo indiferencia para los demás. Harto de la tecnología y de sus aplicaciones, he preferido acudir a mis estanterías para encontrarme de nuevo con aquellas lecturas, algunas ya lejanas, que dejaron alguna huella en mí. Releer es un ejercicio saludable y suele resultar sumamente placentero, como lo es cualquier reencuentro deseado. Han desaparecido los prejuicios y los resabios que pudo haber en el principio; ahora van a asomar matices y aspectos que pasaron inadvertidos, quizá ocultos por el interés otorgado al argumento. El libro, evidentemente, no ha cambiado, pero el lector sí. Y ahora que lo relee se da perfecta cuenta de ello.
He aprovechado las largas horas de reclusión para verme de nuevo con viejos conocidos, por ejemplo, de Galdós, al hilo de su centenario: con la fuerte y delicada Tristana, o con Nazarín, bondadoso, consecuente, generoso en su miseria, una de las figuras literarias más atractivas que pueden encontrarse. También he vuelto a Cervantes, porque su voz siempre me resulta cálida y acogedora; esta vez me acompañaron la Gitanilla, Monipodio, Tomás Rodaja y todos los personajes que desfilan con su carga de humanidad a cuestas por las Novelas ejemplares. Volví a coger Antígona, que siempre me deja un no sé qué de inquietud ante el triunfo aparente del poder arbitrario sobre la dignidad y la conciencia, aun sabiendo que su muerte va a demostrar justamente lo contrario. Sería largo seguir.
También el cine. Ver de nuevo algunas películas es un hecho gratificante y descubrir algunas perlas aún más. Me pasó con Umberto D., una cinta de hace setenta años que parece pensada para estos tiempos. Pocas veces la soledad, la incertidumbre y la indiferencia ajena se vistieron de imágenes tan poderosas como las que De Sica nos ofrece en este conmovedor retrato de un hombre que ve cómo se renueva a cada momento su carga de desesperanza. O Aquella casa en las afueras, una joya del cine español, o La hora incógnita, por poner solo tres ejemplos. No, no fue todo tiempo perdido en el encierro.