miércoles, 26 de noviembre de 2014

Amigo perro

Ahora que puede uno encontrarse en la calle con un jabalí y a unas nutrias sueltas por un parque, que las gaviotas se han vuelto agresivas aves de tierra adentro y que las palomas empiezan a parecer una plaga, podría ser ocasión para preguntarse sobre nuestra relación con los animales. Si siempre osciló entre la manifestación de dominio ante los más dóciles y el temor ante los fuertes o peligrosos, ahora los vientos de un ecologismo muchas veces acrítico están trayendo un escenario nuevo con interrogantes que el tiempo habrá de responder. Y no ya sólo en lo que se refiere a animales de ámbitos lejanos, sino incluso en los más cercanos a nosotros, como el perro.
Si el caballo fue fundamental para el progreso de la humanidad, el perro se hizo compañero y aportó a las relaciones hombre-animal unos componentes que sintonizan con lo más elemental y entrañable del sentimiento humano: lealtad, fidelidad, gratitud, afecto. En la historia y en la ficción, siempre presentes como elemento cercano, es imposible imaginar nuestra trayectoria personal y colectiva sin la existencia del perro. Yo recuerdo, de niño, haberme emocionado hasta las lágrimas con la historia del de Fiel amigo, y crearme aventuras perdido en la nieve y viendo cómo un valeroso San Bernardo venía con su pequeño barrilete a rescatarme. En ambos casos lo importante era el perro. Y ahora mismo, los que ayudan a la policía, a los ciegos, a los pastores y, sobre todo, a los que sufren de soledad, que es la peor dolencia del alma.
Con el hombre y a su lado siempre, soportando muchas veces una vida miserable, pero si en otros momentos el perro pudo quejarse de nosotros, ahora no parece que tenga motivos. Ahora se les viste con ropitas a la moda y lacitos en el cuello, se les hacen peinados y manicuras; hay quien confiesa que les celebran los cumpleaños y hasta les dan juguetes por Navidad; y al llegar su última hora les organizan un entierro con velatorio y funeral. Buena vida parece, no precisamente de perros. Hay casas en las que no se concebiría la vida sin ellos. Hasta hay parejas que renunciaron a los hijos porque prefieren tener perros. Es triste, pero allá sus mentes. Cada uno puede establecer sus criterios sentimentales y darles la práctica que desee; al fin y al cabo, por fortuna para ellos, los perros carecen del sentido del ridículo.
Lo más grave es el sometimiento que se hace de sus instintos y necesidades físicas. Pastores alemanes en pisos de sesenta metros, perdigueros condenados a no ver una presa en su vida, guardianes reducidos a ser animales de compañía. Al perro se le esteriliza, se le controla el celo, se le sustituyen los hábitos alimentarios, y el carnívoro que siempre fue prefiere ya comer unas patatas con zanahorias que roer un buen hueso. A esta contribución a la degeneración de la especie se le llama amor a los animales.
Perro amigo, desde siempre parte de la vida del hombre, quizá porque éste, al menos aquí, nunca le miró con otras intenciones. Decía Evelyn Vaugh que no sabía si la amistad entre el hombre y el perro sería tan duradera si la carne de perro fuese comestible. Habría que preguntar a los chinos
 

miércoles, 19 de noviembre de 2014

La lista del derroche

La lista que se publicó el domingo en la prensa con los nombres del despilfarro pseudocultural en Asturias es demoledora. Primero por la cantidad que supone, muchos millones de euros, y segundo porque retrata un tiempo y una clase política municipal a la que la brisa de la bonanza obnubiló hasta pretender convertir cualquier elemento intranscendente del pueblo en una categoría cultural. Cuántas ideas inanes convertidas en objetos de costosas inversiones; cuánta vanidad pueblerina, cuánta competencia de ocurrencias entre nuestros regidores locales. Lee uno la lista y se pregunta si esta región nuestra que habitamos y queremos, habrá adquirido de pronto una conciencia exagerada de lo que tiene; ella, que siempre se tuvo en poco. O acaso ha abandonado su natural pragmatismo para seguir el señuelo del maná del turismo, como si ofreciendo en cada rincón una baratija pudiera crearse una atracción insoslayable que fecundaría nuestros pueblos con la llegada de visitantes y sus dineros. De pronto Asturias se llenó de museos, aulas didácticas y centros de interpretación dedicados, por ejemplo, a la trucha, al salmón, al calamar, al quebrantahuesos, al urogallo, al lobo, y a otros temas más pegados a las formas de vida, como la leche, la conserva, la madera, la mina de montaña y hasta el movimiento obrero. Apenas hubo municipio en el que no se levantara alguna muestra de estas, ni tema que no estuviera representado. El interés que luego pudiera suscitar no pareció ser muy determinante a la hora de decidir.
No son proyectos fracasados, que eso sería comprensible y asumible; son realidades fracasadas. Edificios construidos y equipados tras una elevada inversión, que ahora parecen testigos de una época en que las fuentes manaban leche y miel, y de la acción de unos gestores que no parecieron tener más miradas que para el presente, y aun así con ojos miopes. Pero ¿alguien pensó en el día después de aparecer descubriendo la placa de inauguración? ¿En su capacidad de atracción, en los recursos precisos para su mantenimiento o en la demanda de visitantes que podía tener? Porque la realidad de hoy es que muchos están cerrados, otros quedaron a medio construir, algunos están sin inaugurar y otros se encuentran abandonados y amenazando ruina, y hasta hubo algunos que fueron derribados nada más terminar de construirse, como los casos de Corvera o El Entrego. Dos millones y medio de euros convertidos en escombros.
No fue sólo ese afán expositivo lo que contribuyó al derroche. Fueron obras de todo tipo, sin aparente sentido, cuya verdadera dimensión podemos enmarcar ahora. Y tampoco sólo en los pequeños municipios. En Gijón, por ejemplo, se construyeron dos estaciones de ferrocarril nuevas; las dos se derribaron al poco tiempo y se levantó una tercera casi en las afueras. Es cierto que desde un punto de vista exclusivamente estético es de agradecer, porque eran dos bodrios arquitectónicos, pero da idea de una indefinición costosísima que aún no se ha concretado definitivamente. A lo mejor, según quiénes gestionen nuestros fondos, la austeridad no es tan mala.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

El muro como símbolo

De símbolos nutrimos nuestra convivencia y de símbolos nos servimos para convertir lo abstracto en concreto, de modo que podamos comprenderlo según nuestras limitadas entendederas. Somos animales simbólicos, los únicos. La humanidad sólo avanza a través de símbolos, decía Hamsun, como si en su ausencia no hubiera sido posible el progreso. Hemos tenido que crearnos nuestras herramientas para aproximarnos a entender lo ininteligible o para representar ese concepto rebelde a cualquier definición literal. Con los símbolos accedemos al conocimiento de lo que carece de caracteres formales, nos explicamos lo que no tiene posibilidades descriptivas y hasta organizamos nuestra vida cotidiana. Pero sobre todo descubrimos que tenemos a nuestro alcance la lección permanente que nos enseñan con su capacidad de hacerse reflejo de una abstracción.
El símbolo que estos días se celebra es la caída de un muro, que se derribó hace veinticinco años, en una noche fácil de recordar para quienes pudimos vivirlo aunque fuera a través de las imágenes de televisión. Como siempre ocurre, y como es fácil de apreciar con el reposo que da el tiempo, la emoción del sentimiento se impuso sobre el significado que aquello tenía. Aquella salida masiva, las carreras con los brazos alzados, las caras iluminadas con una sonrisa mezcla de triunfo y de esperanza, los abrazos, los gestos enrabietados con las piquetas arrancando el hormigón, toda aquella explosión de impulsos reprimidos por la fuerza durante tantos años, estaban por encima de cualquier consideración sobre la trascendencia de aquel momento. Luego, el tiempo nos ayudó a ver la enorme dimensión simbólica que se encerraba en cada cascote que caía, y no digamos en cada vida arrancada al pie del muro, desde la de aquel chico, Peter Fechter, que fue el primero y que inspiró la famosa canción de Nino Bravo.
La dimensión simbólica del muro de Berlín, tanto su construcción como su caída, es enorme y ofrece una infinidad de lecturas, todas evidentes y fácilmente señalables. Si los símbolos suelen ser un medio de persuadir, pero no de demostrar, en este caso su valor reside justamente en lo que ha demostrado: que ninguna tiranía puede pensar que un muro es capaz de salvaguardarla del impulso más poderoso del ser humano, que es el de escapar de ella para ser libre; que la mentira impuesta por decreto y el engaño como instrumento de dominación ideológica siempre terminan volviéndose contra quienes los practican, y que aquella noche no asistimos solo a un derribo físico, sino al fin de una perversa utopía, puede que la más ambiciosa de la historia, pero desde luego la que más sufrimiento causó. Y simboliza también la hipocresía de los intelectuales progresistas de este lado, que desde los cómodos salones de sus casas occidentales, a miles de kilómetros, defendían el paraíso al que ninguno quiso ir. Y renuncias y negaciones oportunistas; los partidos comunistas eliminaron este término de sus nombres y se camuflaron bajo nuevas denominaciones; en muchos casos la ideología se fue debilitando sin encontrar más camino que el populismo.

miércoles, 5 de noviembre de 2014

El arte de hoy

La condición del hombre como ser creativo tiene básicamente dos formas de manifestarse: a través de la ciencia o a través del arte. Ambas tienen una trayectoria tan larga como la misma presencia humana, pero han recorrido caminos inversos. Entre el hacha de piedra y el acelerador de partículas hay un proceso continuo de desarrollo del conocimiento en un claro camino de progreso. Sin embargo, entre la captación expresiva de los bisontes de Altamira y el punto y raya de cualquier exposición contemporánea, lo que se ve es como un itinerario de regreso, eso sí, con altibajos, algunos de ellos con espléndidas crestas. Parece como si, al revés que la ciencia, el arte no pudiera con los efectos de la entropía del Universo, o acaso como si en esto el hombre hubiese acertado a la primera. Entre el grado de conmoción que nos produce la obra de los griegos -y sus epígonos renacentistas y barrocos- en su lucha por plasmar lo sublime del hombre, y el de una escultura de Calder o Pevsner, por ejemplo, la diferencia es evidente.
Cuando el hombre se acerca por primera vez al hecho que le ha provocado la emoción y trata de apresarlo, lo hace guiado tan sólo por dos objetivos: la representación de la realidad o la consecución de la belleza, y en ambos casos el resultado es siempre una obra capaz de suscitar a su vez emociones. Pero una vez que este período se ha cumplido, a los artistas siguientes les parece que hay que "abrir nuevas vías", que el arte no es sólo eso, que no se puede hacer siempre lo mismo, y comienza a concebirse y a plasmarse la obra al margen de aquellas dos normas sagradas, es decir, despreciando la descripción de la realidad objetiva y cambiando el ideal de belleza pura o tratando de sustituirla por otra asensorial. Imaginemos, por ejemplo, que el motivo a pintar es un perro. El primer artista lo representará tratando de captar todos aquellos detalles que ayuden a establecer una continuación entre realidad y pintura: buscará el brillo de la mirada, el realismo en la actitud, las cualidades táctiles del pelo, etc. El segundo artista se encuentra con que la realidad ya ha sido captada y se convence a sí mismo -y a veces trata convencer a los demás- de que aquello no tiene más valor que el de ser una simple copia de la naturaleza y que lo que de verdad importa es la metarrealidad que se encuentra detrás de los condicionantes de los sentidos. Y pinta al perro con tres rayas. Es la diferencia, por ejemplo, entre el perro de Las Meninas y el perro de Picasso. ¿Cuál de los dos es mejor? Evidentemente el que más caudal de emoción suscite o, mejor, aquel con el que más se identifique el espectador.
Entonces, ¿qué hacer con el arte? ¿No hay posibilidad de andar más camino que el que ya se ha hecho? Focillon elaboró su teoría evolutiva del arte sobre la idea de una regularidad cíclica de carácter natural, por lo que se refiere sólo a un tiempo de medida generacional; no es aplicable a la visión global de la trayectoria artística del hombre. ¿Por dónde va a ir el arte? Quién lo sabe. Quizá a volver a andar el mismo camino con distintas preocupaciones estéticas y nuevas proposiciones intelectuales. O acaso está a la espera del artista genial que nos dé la respuesta, que ahora no se adivina.