sábado, 26 de noviembre de 2011

Viraje a estribor

Se ha consumado lo que se venía gestando ya durante los últimos años. Ante un rumbo desorientado y con un capitán que parecía navegar con una brújula sin aguja y sin rosa de los vientos, los españoles han decidido cambiar de barco y de tripulación en la confianza de que aún sea posible virar ciento ochenta grados, a estribor por supuesto. Han dejado el viejo buque desarbolado y a la deriva, necesitado de un buen puerto donde poder proveerse de nuevos aparejos y de una buena dotación que sustituya a la anterior y, sobre todo, que sea más competente, que el mar está muy turbulento y no bastan sólo las sonrisas para sortear sus envites. Entretanto, a permanecer en el dique seco, porque ni la más pequeña vela le han dejado a su cargo. Si el partido perdedor mira ahora el mapa de España, bien podría hacer suya la lamentación de Don Rodrigo: “Hoy no tengo ni una almena / que pueda decir que es mía”.
Pero el caso es, don Mariano, que yo no sé si debo felicitarle por su éxito, compadecerle por lo que le espera, admirarle por su valor o las tres cosas a la vez. Porque supongo que su acreditada capacidad de reflexión le hace ser consciente de que se ha metido en un brete que yo, desde luego, para mí no quisiera. Y como tampoco imagino que sea por el sueldo del mes, habrá que pensar que la vocación que arrastra a los políticos tiene algo de mandato metafísico que encadena la voluntad y del que es difícil escapar si no se quiere vivir con la amarga sensación de haber desperdiciado la llamada que a uno le ha hecho la vida. Tanto que hemos criticado a los políticos, y bien que en muchos casos lo merecen, y sin embargo siempre hemos guardado un fondo de respeto hacia aquellos que eligen ese camino por auténtica vocación, a veces con renuncias a situaciones menos comprometidas y más sustanciosas.
Es una obviedad, don Mariano, pero lo digo: lo tiene usted muy difícil. Nadie, desde los ya lejanos tiempos del general, ha acumulado en España el poder que usted tiene ahora. Se lo han entregado libremente sus conciudadanos, lo que ya le supone una buena responsabilidad, en la confianza de ver en usted al hombre adecuado para sacar al país de esta situación que se va volviendo insostenible, lo que añade una responsabilidad aún más pavorosa. ¿Se figura cuántas familias desesperadas por el paro miran hacia usted con esperanza? ¿Cuántos jóvenes con las ilusiones rotas, cuántos pequeños emprendedores con los ahorros perdidos, cuántos desahuciados con los muebles en la calle por una hipoteca leonina? Le imagino en su despacho preguntándose por dónde empezar. Los españoles tenemos una percepción de las cosas más honda de lo que a veces creemos. Sabemos que no hay taumaturgos, pero sí le vamos a pedir que no nos engañe, que nos diga la verdad; le vamos a pedir exigencia ética, conciencia nacional, ejercicio sin sectarismos, transparencia y humildad. Haga lo que tenga que hacer, que, por duro que sea, será así más llevadero. Que tenga suerte, don Mariano, porque será la de todos.

martes, 22 de noviembre de 2011

Si no fuera por ellos...

Un hombre no es pobre cuando carece de todo, sino cuando no trabaja. Esta afirmación de Montesquieu podrían suscribirla hoy cuatro millones de personas en España, que puede que no carezcan de todo, pero sí de la posibilidad de vivir de sí mismos mediante su propio esfuerzo. Quizá sea esto, al margen de las dificultades materiales, lo más doloroso de sobrellevar, porque se asienta en lo más hondo de nuestro ser, allí donde guardamos la dignidad y donde no puede llegar ninguna medida social ni ninguna dádiva por bienintencionada que sea. A poco que uno tenga conciencia de sí mismo, no puede ser fácil vivir con la evidencia de que sus cualidades personales, su preparación, su voluntad de trabajo y su posibilidad de aportar a la sociedad aquello de que es capaz, han sido anuladas y ha de resignarse a vivir sustentado por los demás, sea la administración o la familia. Excepciones habrá, vividores y aprovechados encantados de ser muy listos, pero a cualquiera que tenga en alta estima su dignidad esto es lo que le resultará más difícil de llevar. Y habrá de vivirlo en la soledad de sí mismo. Jamás podrá verlo reflejado en ninguno de los sesudos análisis económicos.
Con los sindicatos domesticados por el poder, los bancos amarrando el dinero y el gobierno sin un plan de mayor calado que el de subir los impuestos y esperar a que el tiempo traiga la solución, poca ilusión puede pedírsele a ese parado que vagabundea por las oficinas de empleo con la esperanza de dignificar su vida, sobre todo si ya ha superado la maldita barrera de los cuarenta. Le quedarán, si tiene suerte, esos 420 euros que, por supuesto, bienvenidos sean, sobre todo si lo mira, no como una limosna, sino como la devolución de algo prestado anteriormente, que también puede ser un modo de verlo.
Si toda crisis permite ver por debajo de su violento oleaje los sedimentos permanentes que no puede arrastrar, la de ahora está poniendo al descubierto aspectos ocultos de nuestra sociedad, que siempre permanecieron ahí, pero que parece que últimamente no se querían ver. Una situación como esta, con cuatro millones de personas sin trabajo y sin perspectivas de encontrarlo, pondría a cualquier sociedad al borde de la movilización popular; se exigirían medidas en la calle, habría una crisis de confianza en el gobierno, podría incluso derivar en estallido social. Si esto no ocurre en España se debe en buena medida a nuestro concepto de la familia como depositaria de valores tradicionales. La familia como último reducto frente a todo, único refugio en el que encontrar una solidaridad que puede llegar hasta el sacrificio. Cuántos jubilados están haciendo un esfuerzo para ayudar a sus hijos en las hipotecas, cuántos abuelos dedican su exigua pensión a atender necesidades perentorias de sus nietos, cuántas familias compartiendo los ingresos en espera de un cambio de situación, cuánta generosidad callada. Me lo decía un padre de familia parado, con la sensibilidad herida y la dignidad aparcada: "La necesidad se hace más dolorosa cuando los seres más queridos han de acudir en tu ayuda, pero si no fuera por ellos..."

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Fiesta de difuntos

Todavía hoy los calendarios señalan la fecha del 2 de noviembre como Día de los Difuntos. No es mal logro, viendo que los vivos cada vez parecen estar más convencidos de que el estado de difunto no tiene más trascendencia que la de permanecer en el recuerdo de quienes tengan algún motivo para añorar su presencia. Los Novísimos han perdido su prestancia. Ya no son tema de preocupación. Ya no asustan a nadie ni son causa de insomnio, como le pasaba a aquel artista adolescente de la novela de Joyce. No están de moda. Lo que ahora está de moda es Haloween, que es una fiesta viajera y tornadiza como pocas. Nació en la vieja Europa, allá cuando se miraba al cielo estrellado con temor, se fue América y volvió a nosotros, aunque convertida en parodia, de la mano de la enorme fuerza expansiva que suelen emplear los norteamericanos con sus cosas. O sea, que en definitiva es una reliquia de los ritos celtas, que ya se preocupaban de esto mucho antes de la llegada del cristianismo. Se ve que la inquietud por lo que va a ser de nosotros en la otra orilla viene de largo y de muy profundo.
El Haloween ese viene a ser como una fiesta de difuntos en la que lo que menos importa son los difuntos. Ni un recuerdo para ellos, ni lágrimas de ausencia, ni plegarias por su descanso eterno. Más bien es un carnaval en el que son los muertos los que se ponen las máscaras. La muerte se disfraza de muerte. Caretas, calaveras, esqueletos, calabazas encendidas y cosas así, mientras que aquí nosotros andamos con claveles, crisantemos, dalias o violetas. Si se trata de tomarse a broma a la que no admite ninguna, por qué no enfadarla dándole una imagen contraria a la que tiene; uno, por ejemplo, preferiría encontrársela como la guapa peregrina de La dama del alba. Además, para recrear una procesión de espíritus no nos hacía ninguna falta dejarnos avasallar por el imperio, porque aquí ya teníamos la Santa Compaña y la Güestia, que son de condición más familiar y ya sabemos algo sobre cómo tratarlas. Y si no, mejor seguir con nuestra tradición de representar el Tenorio, que el espectro que allí aparece al menos tiene un espíritu poético.
El caso es que estamos en el día en que, de cualquier manera que se diga, la fatal verdad sigue siendo la misma. Cinis es et in cinerem reverteris, o sea, señores del Banco Europeo y de sus congéneres que se dedican a exprimirnos a gusto, que somos ceniza y a la ceniza volveremos. Para eso no vale la pena romperse el intelecto con la teoría parmenidea de lo que es y no es, que los griegos siempre fueron gente amiga de buscarle el fin último a las cosas, y el fin está a la vista: ceniza y sólo ceniza. Pues eso. Nos queda el consuelo de intentar ser polvo enamorado después de haber sido un alma prisionera de un dios, venas que han generado intenso fuego y médulas ardidas gloriosamente. Y a propósito, este Quevedo, estarán de acuerdo conmigo, es un poeta inalcanzable.