miércoles, 30 de noviembre de 2022

Variedades de familia

Si algo se ha mantenido inamovible a lo largo de la historia social de la humanidad es el concepto de familia. Inamovible y universal. De hecho no se conoce en la etnografía un solo ejemplo de pueblo en el que sea ignorada la institución familiar ni ninguna civilización en la que no aparezca como un hecho institucionalizado, en mayor o menor medida, como elemento nuclear de la sociedad y de nuestra propia vida. Miramos hacia atrás y vemos en nuestros años de infancia unas escenas hogareñas, con momentos alegres y dolorosos, discusiones en torno a la mesa, juegos y peleas, pero siempre la protección de los padres, la complicidad de los hermanos, la certeza de saberse atendido y protegido y la seguridad de sentirse a salvo de los golpes de la vida. Luego, con los años, la conciencia clara de haber tenido todo eso y un impulso de disposición a devolverlo en una acción recíproca, sea desde un sentimiento profundo o, si fuera necesario, desde la acción material.
Era todo tan natural que nunca nos paramos a clasificarla en esquemas ni a establecer divisiones, porque su esencia era tan fuerte que convertía su definición en indefinible. Era un concepto sólido y unitario. Pues ahora, desde el Gobierno, una treintañera con ansias de redimir nuestra ignorancia se ha puesto a contar y ha encontrado hasta dieciséis tipos diferentes de familias. Ya ven; no habíamos pensado que fuera una institución tan variopinta: matrimonial, homoparental, múltiple, intercultural, monoparental, reconstituida, de hecho y hasta individual, que ya es retorcer el concepto de familia. En total dieciséis. Que el estudio de esta diversidad familiar se incluya entre las materias educativas y en la formación del profesorado es el corolario que cabe temer de todo esto.
No sé qué se consigue con estos afanes taxonómicos ni qué utilidad tienen estas clasificaciones, como no sea la de justificar la existencia de un ministerio de atrezo, perfectamente prescindible. A la familia hay que respetarla y valorarla como el pilar básico de la sociedad que es, dejándola al margen de ocurrencias y experimentos. No se trata de estar suscritos a El Promotor, aquella modesta revista que uno recuerda ver en su casa de niño y que, con una lectura amable y entretenida, tenía por objeto promover la devoción a la Sagrada Familia y proponerla como ejemplo a seguir. No están estos tiempos para eso, pero la familia sigue siendo la principal institución social, y por el bien de todos hay que apoyarla manteniendo sus aspectos tradicionales más positivos, ayudándola en sus problemas y potenciando su función celular y educadora sin interferencias del poder. En eso tiene que estar, ministra.

miércoles, 23 de noviembre de 2022

El mundial más extraño

Lo único inocente y auténtico que debe de haber en este insólito mundial de Qatar es la pelota rodando por el césped y el esfuerzo y la ilusión de los jugadores corriendo tras ella. Al menos se salva eso, que en realidad es la auténtica esencia del fútbol. Lo demás da la impresión de ser un espectáculo fuera de lugar, artificioso, carente de esa legitimidad que solo da la acción de la tradición y la historia. Un mundial nacido de una oscura decisión con tintes corruptos, jugado a destiempo, en un lugar donde apenas habían visto un balón, donde todo había que crearlo a partir de la nada y al que había que acudir con unas cuantas lecciones bien aprendidas sobre cómo comportarse y vestirse para no tener problemas. Relucen los flamantes estadios recién inaugurados con sus líneas de rompedora modernidad, pero no resuena en sus gradas el eco de ningún entusiasmo, eso que viene a ser la pátina que da solera y calor al frío hormigón. Es de imaginar, cuando todo esto acabe, el silencio que caerá sobre estas gradas de líneas futuristas y protagonismo efímero, en las que quizá alguien se siente alguna vez a pensar qué hacer ahora en ellas y qué se podría haber hecho con los 200.000 millones de euros que costó el capricho.
Y en esto, sale el mandamás del fútbol, un suizo de mirada lánguida y pausas teatrales, y nos dice que estos días se siente catarí, árabe, africano, gay, discapacitado e inmigrante. Cuántas cosas. Puede incluso que hasta se sienta presidente de un organismo que debiera estar por encima de cualquier particularidad y ajeno a intereses que no sean exclusivamente los futbolísticos. Y a cuenta de las críticas a la falta de derechos de los cataríes nos dice que los europeos no podemos dar lecciones a nadie y que deberíamos pedir perdón por lo que hicimos durante tres mil años. Supongo que será también por haber creado el fútbol.
Sentado ante el televisor, viendo un poco de la inauguración antes de cambiar a otra cadena donde daban un reportaje sobre los lemures de Madagascar, a uno le dio por pensar que si algo había mostrado este acto era que el dinero puede conseguirlo todo menos lo más importante, justo aquello que no puede comprarse porque nadie puede venderlo. Esta tarde les toca a los nuestros y otra vez se repetirá el rito de las reuniones ante el televisor, las calles vacías, las cañítas con la bolsa de patatas fritas, los ayes y los huys por cada disparo a puerta y las lecciones y explicaciones del técnico que cada aficionado lleva dentro. Realmente el fútbol debe de ser algo importante cuando ni estos que lo rigen pueden con él.

miércoles, 16 de noviembre de 2022

El oficio de político

Yo he llegado a la conclusión de que no valgo para ser político. Seguramente son infinitas las cosas para las que no valgo, pero esta es una de las que me resultan más evidentes. No valgo para ello y, aunque valiera, no me gustaría serlo. Sé que es un oficio noble y necesario, pero está fuera de mi alcance, como todos los que exigen una determinada cualidad y la contraria: saber soplar y sorber a la vez; hacer pasar la astucia por inteligencia; manejar sobre un mismo concepto, según convenga, el sofisma y el silogismo; convertir el rotundo sí de ayer en el no rotundo de hoy sin que asome el rubor; estar hecho de una pasta que se adapte bien a modelar cualquier tipo de imagen y, algo imprescindible, tener capacidad para aprender a fabricarse una coraza con la que ser inmune a todos los guiños que nos hagan, por amargos que nos parezcan. Es eso el principio pasivo que más admira uno en los políticos: conseguir ser inmunes.
Inmunes a la crítica. Desayunarse cada mañana con una buena colección de opiniones que no le dicen precisamente lo simpático que es, verse en caricaturas como objeto de chiste, leer y escuchar frecuentemente comentarios desdeñosos, tener la continua sensación de sentirse incomprendido, todo eso no tiene más defensa que sobrevolar sobre ello y crearse una particular escala de valores en la que se sitúe en la parte más baja de ella, allí donde habita la indiferencia más absoluta.
Inmunes a sí mismos. A sus convencimientos más íntimos, tantas veces sacrificados en favor de lo que ordene el que manda. Es el dedo del jefe el que decide por uno. El criterio propio se inclina siempre ante un tácito voto de obediencia: hacer sin rechistar lo que le digan, votar lo que le manden, tener siempre dispuesta en los labios la palabra amén.
Y luego, si se quiere estar a cobijo, inmunes al desengaño, que eso fortalece el carácter y evita disgustos y malos ratos. Cuántas ilusiones deshechas al primer contacto con la política, afanes limpios de cambiar la sociedad que se truncan enseguida ante la decepción de lo que encuentran, políticos movidos por fuerte vocación y llenos de buena voluntad que pretenden mejorar las cosas aportando lo mejor de sí mismos y que pronto descubren que la política es esa profesión de la que se ha llegado a decir que los amantes de la verdad y la belleza no pueden ocuparse de ella porque ella a su vez no se ocupa ni de la belleza ni de la verdad. Desengaños nacidos de ver que el viejo y trascendente ejercicio de la política es denostado, incomprendido y muchas veces desprestigiado por quien más debería dignificarla: el propio Gobierno.

miércoles, 9 de noviembre de 2022

Los tontos del bote

Seguramente ha sido así siempre, pero da la sensación de que nunca como ahora hubo un tiempo en que salieran a la luz tantos majaderos haciendo las cosas más impensables y siempre en defensa de pretendidas ideas de noble apariencia que no son más que brindis a la luna. Los miras y puedes pensar que son producto de una reflexión sistemática y rigurosa, pero en dos vistazos llegas a la conclusión de que las tales ideas no son más que habitantes de un cerebro deshabitado, o sea, deseos basados en fundamentos con la solidez de la bruma. Ahora le ha tocado al arte, a la pintura de los grandes museos, convertida en instrumento para llamar la atención sobre el cambio climático. Una pareja de niñatos con afanes redentores entra en la sala, tira un bote de puré a un cuadro y luego pega una de sus manos a la pared o al marco, no sé muy bien para qué. Ya han actuado en varios museos europeos y han emborronado a Monet, Van Gogh, Vermeer y unos cuantos más. Aquí han aparecido imitadores autóctonos que han entrado en el Prado y la han tomado con las Majas de Goya. Y, tras quedarse uno asombrado de la infinita estulticia de algunos ejemplares humanos, surgen las preguntas. ¿Qué tiene que ver un cuadro pintado hace dos siglos con el cambio climático de ahora? ¿Qué relación hay entre el arte como expresión de belleza con el calentamiento de la atmósfera? ¿Qué quieren que haga el espectador que mira un cuadro por detener el cambio del clima? ¿Hay alguien detrás de estos hechos persiguiendo intereses que no conocemos? No esperen respuestas. En el mundo del absurdo todo es oscuridad y obligación de andar a tientas.
Además, quizá sea una lucha contra una sombra inalcanzable. Siempre he creído que efectivamente el cambio climático es una realidad, pero que quizá no debamos creernos tan presuntuosos como para afirmar que tenemos capacidad para promoverlo de modo sustancial. Desde su formación, nuestro planeta ha vivido en un proceso perpetuo de transformación. El clima jamás ha sido regular ni tenido continuidad en sus manifestaciones; siempre ha estado en continuo cambio, y el hombre no puede ni provocarlo ni detenerlo. Seguramente ahora la acción humana contribuye de algún modo a alterar el ritmo del cambio, pero aunque la humanidad desapareciese, la Tierra seguiría con sus ciclos, indiferente a todo. El cambio forma parte de la naturaleza. Por supuesto que hay que cuidarla; debemos procurar no agredirla con desechos evitables y tratar de pasar lo más inadvertido posible en ella, pero sin hacer mucho caso a los que intentan meternos miedos apocalípticos.

miércoles, 2 de noviembre de 2022

Politizar la justicia

Parece que la crisis es el estado permanente de alguno de los soportes que sostienen  nuestra convivencia, como si fuésemos incapaces de navegar en aguas tranquilas. Ahora le toca al poder judicial, que a su pesar lleva ya muchos días ocupando las portadas y las tribunas de opinión de los medios. Qué pena. Uno de los fundamentos básicos del Estado, el que debería permanecer más al margen de toda turbulencia ajena y protegido siempre de los malignos efectos del viento político, se pone de actualidad como objeto de desavenencia entre los dos partidos que aspiran a gobernarnos. A la doncella de la balanza y la espada la representan con los ojos vendados, seguramente para que no pueda ver cómo se dificulta su labor con situaciones materiales precarias o durmiéndose en la resolución de esos procesos inacabables, casi todos con algún componente político o sujetos a una irreconciliable disparidad de opiniones. Ahora se trata de un embrollo de nombramientos cuyo seguimiento y comprensión sólo están al alcance, si lo están, de unos pocos iniciados; el resto mira, calla y se encoge de hombros. Y, tras leer algo, oír un poco y no entender nada, en su corto alcance el ciudadano de a pie llega a la conclusión de que todo consiste en que unos intentan maniobrar a su favor y los otros se niegan a dejarse engañar.
Hoy la Justicia es una de las instituciones del Estado menos valoradas por los ciudadanos, de las que menos confianza inspira y la menos cercana a la calle. Cuesta entender todo de ella, empezando por esas calificaciones de sus miembros como progresistas y conservadores  o esas asociaciones, como la llamada a sí misma Jueces para la Democracia. ¿Es que los demás estamentos no lo son para la democracia? ¿Alguien concibe una asociación de periodistas o ingenieros para la Democracia? Más tranquilizador sería que los jueces lo fuesen para la Justicia. Es una obviedad recordar lo ya sabido: que en el ejercicio de sus funciones el juez no está sometido a ningún otro poder, ni siquiera al legislador, y que es ilícita toda intromisión de cualquier autoridad en su ámbito de actuación; solo debe prestar sometimiento a la ley.
Que el poder judicial y sus organismos estén en primera línea como elemento de discusión pública y como factor de división no es indicio de buena salud democrática. Que el poder ejecutivo trate de colocar en los más altos tribunales a togas afines a su ideología atenta contra el principio básico de la separación de poderes. Y que esté colapsado el máximo órgano de una de las instituciones fundamentales del sistema por no acertar con el método para elegir a sus miembros, nos deja estupefactos a los ciudadanos que no entendemos nada.