Si algo se ha mantenido inamovible a lo largo de la historia
social de la humanidad es el concepto de familia. Inamovible y universal. De
hecho no se conoce en la etnografía un solo ejemplo de pueblo en el que sea ignorada
la institución familiar ni ninguna civilización en la que no aparezca como un
hecho institucionalizado, en mayor o menor medida, como elemento nuclear de la
sociedad y de nuestra propia vida. Miramos hacia atrás y vemos en nuestros años
de infancia unas escenas hogareñas, con momentos alegres y dolorosos,
discusiones en torno a la mesa, juegos y peleas, pero siempre la protección de
los padres, la complicidad de los hermanos, la certeza de saberse atendido y
protegido y la seguridad de sentirse a salvo de los golpes de la vida. Luego,
con los años, la conciencia clara de haber tenido todo eso y un impulso de
disposición a devolverlo en una acción recíproca, sea desde un sentimiento
profundo o, si fuera necesario, desde la acción material.
Era todo tan natural que nunca nos paramos a clasificarla en esquemas
ni a establecer divisiones, porque su esencia era tan fuerte que convertía su
definición en indefinible. Era un concepto sólido y unitario. Pues ahora, desde
el Gobierno, una treintañera con ansias de redimir nuestra ignorancia se ha
puesto a contar y ha encontrado hasta dieciséis tipos diferentes de familias. Ya
ven; no habíamos pensado que fuera una institución tan variopinta: matrimonial,
homoparental, múltiple, intercultural, monoparental, reconstituida, de hecho y
hasta individual, que ya es retorcer el concepto de familia. En total
dieciséis. Que el estudio de esta diversidad familiar se incluya entre las
materias educativas y en la formación del profesorado es el corolario que cabe
temer de todo esto.
No sé qué se consigue con estos afanes taxonómicos ni qué utilidad
tienen estas clasificaciones, como no sea la de justificar la existencia de un
ministerio de atrezo, perfectamente prescindible. A la familia hay que
respetarla y valorarla como el pilar básico de la sociedad que es, dejándola al
margen de ocurrencias y experimentos. No se trata de estar suscritos a El
Promotor, aquella modesta revista que uno recuerda ver en su casa de niño
y que, con una lectura amable y entretenida, tenía por objeto promover la
devoción a la Sagrada Familia y proponerla como ejemplo a seguir. No están estos
tiempos para eso, pero la familia sigue siendo la principal institución social,
y por el bien de todos hay que apoyarla manteniendo sus aspectos tradicionales
más positivos, ayudándola en sus problemas y potenciando su función celular y
educadora sin interferencias del poder. En eso tiene que estar, ministra.