miércoles, 31 de mayo de 2023

Mi amigo el moro

Andaba el hombre por Roma con su cara de eterno desubicado y bastó que me oyera saludar con acento español para que se acercara con su vaso a mi lado. El vaso era de zumo, que Muley Mehmed no bebe alcohol. El mío era de chianti, y por ahí, por los vinos de Italia y España, vino el pretexto para hablar.
Muley sabe bien lo que quiere, pero se encuentra con que la vida no es precisamente una dama generosa que se distinga por allanar los caminos, y da la impresión de que eso le sorprende un poco. Puede que ya sepa que así nos ocurre a la inmensa mayoría y que le traiga sin cuidado, porque ciertamente vago consuelo es, pero en todo caso es una verdad, por si de algo sirve.
Muley Mehmed es marroquí, habla un correcto español y trabaja en una agencia de viajes en Roma. Dice las cosas en voz baja y muy despacio, mirando fijamente a su interlocutor, creo que para darse más seguridad a sí mismo, y de este modo me cuenta que es licenciado en Literatura Española por la universidad de Casablanca y que todo su afán se centra en trabajar algún día en España:
-A los marroquíes España nos parece la meta a alcanzar. Ir a tu país es ir a un país europeo y además sin los inconvenientes de los otros. Es como la otra orilla, en todos los sentidos.
-¿Y por qué nosotros no tenemos otra orilla?
Muley le mira a uno como diciendo qué pregunta. No se da cuenta de que no se trata de ninguna autocontemplación, ni mucho menos, sino de una observación entre curiosa y dolida, y comienza a hablar del tremendo atraso cultural y social de su país, del inmovilismo de sus estructuras, de la pobreza, de la sorda lucha entre religión y progreso, de la interminable toma de decisión entre dos mundos, que cada vez parece más angustiosa. Luego vuelve al tema de su nueva vida:
-Aquí me tratan bastante bien, pero no es sólo eso; veo que jamás tendré posibilidades
Un país como Italia debe de resultar de difícil comprensión para los alejados culturalmente de su sombra. Todas las formas complejas y elevadas ofrecen una cara dura a los que no están iniciados en ellas, incluso aunque provengan de otras igualmente importantes. También puede que ocurra en España, aunque aquí el carácter modifica algo la norma.
-Yo lo que quiero es ir a España a trabajar como guía turístico, a ser posible en el sur.
A Muley se le pone cara de ensoñación y a uno le parece que no es nadie para romperla con los crudos datos de la realidad, así que se limita a hacer alusión a algunas exigencias.
-He estudiado mucho sobre España. Mucho. Y si hay que sacar alguna titulación, pues la saco. Podría ser un buen guía. Se lo digo de verdad.
Muley bebe su zumo y mira al otro a ver qué dice y, como el otro no dice nada, continúa:
-En Italia no estoy mal, pero... Yo me siento ya un trasplantado y a los trasplantados no les importa ya ninguna operación con tal de que el órgano funcione.
El último día de mi estancia en Roma, tomando en Via Tomacelli la copa de la despedida, Muley Mehmed pidió con la más clásica de las circunlocuciones árabes que hiciera lo posible por ayudarle a conseguir lo que quería.

miércoles, 24 de mayo de 2023

A quién votar el domingo

 Se hace larga la campaña electoral. Quince días de jarreo de mensajes, de rostros omnipresentes dentro y fuera de casa y de ofertas de mercadillo de feria, dejan a todos, a los que hablan y a los que escuchan, con la lengua y los oídos fatigados y a los cuerpos con ganas de un poco de silencio. Seguramente no se conoce otro modo mejor de prologar unas elecciones que este de montar un vaivén continuo de candidatos moviéndose por todos los rincones y diciendo las mismas cosas, pero quizá habría que echar cuentas y ver si el esfuerzo hecho se corresponde con la eficacia del sistema. La realidad es que la campaña ya está hecha; se fue haciendo día a día a lo largo de toda la legislatura. Los mítines de ahora son, si acaso, la hojita de perejil con que se remata el plato, pero sin añadir ya ningún sabor. Algún converso habrá de última hora, alguien de convicciones tambaleantes que las modifique en función de lo último que oiga, pero la experiencia viene a decir que a los mítines van los convencidos y que los discursos tienen más un efecto de reafirmación que de convencimiento. No sé de nadie que vaya a un mitin con un propósito y salga con otro.
Las campañas pueden tener más efecto en los escépticos, aquellos que tienden más al accidentalismo que al dogma. También en los que no tienen claro a quién votar, pero sí saben muy bien a quién no van a hacerlo. Encuentran más práctico y con menor riesgo de equivocación tomar la decisión por descarte. Despejan sus dudas proyectando sobre los candidatos su propio concepto de lo que ha de ser el ejercicio de la política y rechazando a quienes no se ajustan a él. No votarán a los que desprecian o banalizan los valores que para ellos son irrenunciables, a los que mienten descaradamente, a los que prometen sin ningún propósito de cumplir lo prometido, a los de la sonrisa y gesto obscenamente impostados, a los que insultan y ofenden, a los que buscan el lucro personal por encima del bien común, e incluso a otros por razones más concretas y menos trascendentes. Yo, por ejemplo, confieso que no votaré nunca a los que den la tabarra continuamente con eso de todos y todas, ciudadanos y ciudadanas, trabajadores y trabajadoras, y todo ese irritante desdoblamiento, que sólo pone en evidencia la ignorancia de quien no conoce la tendencia de nuestro idioma a la economía sin mermar un ápice su fuerza expresiva.
Y al final hay en toda campaña electoral un aire de cierta ternura al ver cómo todos se esfuerzan en convencernos de que son los mejores y podemos confiar en ellos. Ay, si pudiéramos acertar.

miércoles, 17 de mayo de 2023

La campaña

 Sería una suerte tener en cada campaña electoral un viaje que nos permitiera librarnos de ella y dejarnos la cabeza más o menos como estaba. Desde la lejanía todo se achica y, si uno no quiere, cuenta con muchas posibilidades de no tener que observar la refriega política española, lo cual es un tonificante para la salud tan bueno como el mejor balneario.
Las campañas electorales son una subasta. Los licitadores van exponiendo sus ofertas a un ritmo bien medido, dosificándolas en función de las que hagan los rivales. Si es un postor ya avezado, sabrá dónde debe detenerse, aunque no sea más que para no ofender la capacidad de raciocinio de los adquirentes. Si no lo es, ofrecerá ilusiones vestidas de proyectos vagamente realizables, sin explicar que jamás podrán pasar de ahí. Si los oyentes tienen ya una experiencia bien curtida, como es el caso, sabrán distinguir entre ambos sólo con oírlos saludar, y dejará en su sitio a los vendedores de humo. Lo malo es que, en la realidad, no existen líneas definitorias tan claras. Ni aun los ofertantes más serios pueden prescindir de una cierta dosis de demagogia, ni los más fantasiosos carecen de una mínima cantidad de realismo. De ahí la dificultad de discernir entre ambos, y de ahí el hecho de que, muchas veces, la elección termine haciéndose en virtud de motivaciones más próximas al sentimiento que a la razón.
Decía Borges, con su agudeza para fabricar definiciones contra corriente, que la democracia es una superstición muy difundida. Puede que tenga de superstición el hecho de ser inalcanzable en su estado más puro y que posea sus rituales propios y sus ministros y su terminología específica, pero el hecho de introducir un nombre en una urna no tiene de mágico más que lo escaso de su práctica. Ese es el único momento en que la democracia no es palabrería. El día en que las campañas electorales dejen de ser subastas vocingleras para convertirse en reflexión personal sobre la base de unos mensajes ofrecidos con medida discreción, le habremos quitado otro poco de razón a la definición de Borges.
Y, luego, a la vuelta, encontrarse con que se ha cambiado al alcalde y a otros dirigentes, y mantener otra vez en nuestro interior la ingenua esperanza de que se  esta vez se van a cumplir las promesas

miércoles, 10 de mayo de 2023

Un premio acertado

De nuevo hay que hablar de las humanidades con aire de lamento, como se habla de alguien muy querido que se encuentra en una situación delicada sin que nadie parezca querer ayudarle. Este año el premio Princesa de Asturias en este apartado ha recaído en Nuccio Ordine, alguien que ha dedicado su obra y su esfuerzo a su estudio y su defensa. El latín, el griego, la filosofía, el arte, la música, la literatura, todas esas cosas que los necios se preguntan para qué sirven, tienen hoy un firme defensor en este humanista italiano, que lleva su posición hasta establecer un postulado: "Sólo es realmente hermoso lo que no sirve para nada. Todo lo que es útil es feo, porque es la expresión de alguna necesidad, y las necesidades del hombre son ruines y desagradables, igual que su pobre y enfermiza naturaleza". Pero hay algo más: el empobrecimiento de nosotros mismos, de nuestro pasado y de lo que somos en el presente. Pensemos, por ejemplo, que en pocos años no quedará nadie que pueda entender un documento antiguo. Las humanidades son el mayor patrimonio de España, y sin embargo hay que ver el maltrato que reciben por parte de las desdichadas leyes de educación que padecemos y que cada ministro que llega al poder se esfuerza en hacer peor que el anterior.
En los estudios de las humanidades encontramos lo mejor de cada generación que nos precedió. Lo que nosotros sufrimos, otros lo sufrieron; lo que sentimos, otros lo sintieron; lo que nos ilusiona, a otros ilusionó. Las dudas que nos afligen afligieron a otros, y las mismas preguntas que nos hacemos otros se las hicieron. Y todas sus conclusiones y las respuestas encontradas, envueltas casi siempre en marcos de enorme belleza expresiva, están en las obras de esos autores que llamamos clásicos, o sea en el estudio de las humanidades.
Los clásicos son receta contra la melancolía y la soledad, y para los autores de hoy, santo y excelente remedio para curar la vanidad. Son defensa frente a la vaciedad de la palabrería engañosa con que nos atiborran y contra la invasión de nuestra mente por parte de tantos como tratan de dominarla. Andamos tantas veces soportando la intemperie de nuestras limitaciones intelectuales y no caemos en que la sabiduría consiste en acudir al armario a ver qué prendas de abrigo nos protegen del frío. Porque, además, el armario que tenemos es amplio y está repleto de prendas de gran calidad. La experiencia no consiste sólo en ver las cosas que pasan, sino en reflexionar sobre ellas una vez que han pasado. Sea bienvenido ese premio.

miércoles, 3 de mayo de 2023

Ser agradecidos

Pocas escenas hay en la Historia del Arte tan significativas como aquella que nos muestra a Schubert caminando en solitario detrás del féretro de Beethoven. Era un día de marzo vienés, frío y ventoso. El músico de Bonn había muerto el día anterior, y todo el que representaba o quería representar algo en la sociedad vienesa había acudido a despedir al hombre huraño y genial, que había llevado a la música aún más allá de Mozart y de todo lo conocido y por encima de todo convencionalismo personal y social. La devoción de Schubert por Beethoven, sin embargo, tenía un carácter intemporal y en cierto modo simbiótico; era la admiración de un creador por otro; la devoción profunda y silenciosa que siente el genio, aunque aún no tenga conciencia de serlo, por otro que lo es ya de modo absoluto y fecundo. En toda su vida, Schubert no se había atrevido a presentarse ante Beethoven por pudor artístico y acaso también por la fama de antisocial y de imprevisible que tenía el gran sordo; su veneración por la figura y la obra del maestro, que llegó a rozar lo obsesivo, fue siempre de condición silenciosa y tal vez algo dolorida, como lo son todos los sentimientos irrenunciables.
En aquel marzo de 1827, mientras todo el que quería hacerse ver en Viena desfilaba en el cortejo con sus mejores galas fúnebres, entre comentarios sobre la última anécdota del finado y con la cara de circunstancias que la ocasión requería, Schubert caminaba solo, detrás de la multitud, llevando en la mano su propio hachón y con sus ojillos miopes fijos en algún punto indefinido. 
En verdad, pocas imágenes de humilde admiración y homenaje callado del genio al genio pueden encontrarse en la larga crónica de las relaciones artísticas. Y por debajo de todo, de íntimo agradecimiento hacia el creador de belleza por parte del receptor de ella. Porque este es precisamente un agradecimiento escaso y cuya ausencia resulta siempre fácil de justificar, como todo lo que se recibe sin atisbo de interés ni de imposición ni contrapartida alguna por parte del donante. Leemos un hermoso libro, gozamos con una obra de arte o disfrutamos durante un intenso momento con una bella música y nos parece natural que eso haya sido creado para nosotros, como si alguien hubiera nacido con esa obligación original, cuando, por un elemental deber de gratitud, debiéramos cerrar los ojos y dedicar mentalmente un fervoroso recuerdo agradecido a la figura que lo hizo posible. La belleza no brota de ninguna sopa germinal ni de las intenciones ni aun de las ideas o, al menos, no sólo; el espíritu del demiurgo es tan evanescente que no anida en ningún mortal, y mejor que así sea; el genio lo es sólo en cuanto es capaz de sacrificio.
De todas las definiciones de genio que uno tiene anotadas, tal vez la más exacta sea la menos ortodoxa: genio es la infinita capacidad de tomarse molestias. El genio en sí mismo poca cosa es, unas simples y calladas cuerdas de arpa, dijo el poeta; un uno por ciento de la obra, dijo el científico; un don, decimos todos, y tenemos razón. Pero un don inactivo en sí mismo; es decir, nada sin el esfuerzo. Y el eco de ese esfuerzo es el que nos alcanza a todos, sin que merezca en la mayoría de los casos ni un leve pensamiento.
Schubert murió al año siguiente de Beethoven, un día de otoño, sin llegar a cumplir los treinta y dos años. Tal como había deseado, fue enterrado al lado del sordo genial.