sábado, 13 de julio de 2013

Escapada romana (I)

En la colina del Capitolio se viene a resumir todo lo que el visitante primerizo espera de Roma. Mira a un lado y ve el inmenso escenario de lo que fue la Roma imperial: los Foros, el Coliseo y el Palatino. Mira al frente y se encuentra con la majestuosa figura de Marco Aurelio, el emperador filósofo, en el centro de una plaza diseñada por Miguel Ángel cuando la ciudad volvió a ser la señora del mundo. Mira al otro lado y ahí está ese aplastante monumento a la unidad italiana, incongruente con el lugar. Y si busca miradas más humildes, ahí tiene la columna con la Loba Capitolina, o la roca Tarpeya, donde eran despeñados los condenados y desde la que Nerón contempló el incendio de Roma. En el Capitolio, por haber, hay hasta uno de los mayores símbolos de Roma, según este viajero: una fuente. Una fuente sencilla, de esas con orificio en la parte superior del caño para comodidad del usuario, una fuente que sirve para lo primero que tiene que servir toda fuente: dar de beber al sediento. Roma es la ciudad más generosa con la sed del visitante que uno conoce. Le ofrece fuentes por cualquier rincón, fuentes de agua fresca y sin el menor sabor, como debe ser el agua. Simples, con tan sólo un caño y una sencilla pileta; más decorativas, como la de la Piña o las Tiaras, y, por supuesto, monumentales, las que alegran los ojos en vez de la garganta: Trevi, Tritone, Acqua Paola y otras, pero esas ya son sólo para saciados y nada tienen que ver con la tercera obra de misericordia. Respighi fue un ingenuo al querer reflejar en su poema sinfónico el encanto de las fuentes de Roma, porque, por mucha música con que se las pretenda describir, la música está en las propias fuentes.
Desde cualquier punto del Tíber entre el Campo de Marte y el Vaticano, la perspectiva quizá no tenga semejanza con ninguna visión urbana de Europa. Puede andarse una y cien veces y preguntarse cómo una serie de circunstancias acumuladas dieron lugar a algo tan unitario. O a lo mejor es que el transcurso de la Historia es, de por sí, la mayor mente dirigista. Hay otras perspectivas, como la de la plaza del Popolo, pero están más hechas a voluntad y no desprenden ese grato olor a casualidad, que es una de las más placenteras sorpresas que pueden aguardar al viajero. Al fin y al cabo, Roma es, más que ninguna, una ciudad ideológica. Los impactos de cada voluntad que la ha gobernado se reflejan en ella con mayor nitidez que en otras. Además, al tratarse de una urbe que ocupó en todo momento un puesto de protagonista, los criterios ideológicos se han impuesto en ella con más fuerza que en ninguna otra. Y como, por efecto de su larga historia, esos criterios tuvieron que ser por fuerza opuestos y además mantenidos por los dos poderes más fuertes que conoció Europa, el resultado es una ciudad en la que cualquiera puede advertir de inmediato que su enorme personalidad consiste en ser una plasmación física de esas ideologías. Podemos traer infinidad de símbolos, pero quizá ninguno mejor que el Panteón y San Pedro. O el Laocoonte y el Moisés, o el Ara Pacis y la puerta del Filarete.
Y el Tíber, callado y ajeno, de todos siempre.

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