miércoles, 29 de enero de 2014

En un pueblo de Ucrania

De qué estará hecha la humanidad que en los dos millones de años que lleva en este planeta no ha conseguido vivir ni un solo día sin un conflicto. Da igual el tiempo y el lugar, da lo mismo el hombre del hacha de sílex que el del ipad; nunca ha habido un momento en que pudiera estar en completa calma. Parece que este no es un sitio en el que abunde la satisfacción por estar en él. Algún fallo debe de haber en el diseño del continente o del contenido. El muestrario es infinito, no hay más que abrir cualquier periódico, pero parece que también hay tendencias. Si en el siglo XX casi todas las guerras fueron de naciones entre sí, en lo que llevamos del XXI prima más la violencia interna; los conflictos son interiores, como si el mal y el enemigo a combatir estuvieran dentro del propio cuerpo. Siria, Egipto y Ucrania, por ejemplo, nos ofrecen cada día imágenes que no quisiéramos ver.
Ucrania es una de esas tierras que le quedan a uno grabadas en los rincones donde se guardan los recuerdos de lo humilde. Una inmensa llanura fértil y majestuosa que fue siempre de nadie y de todos, porque todos pasaron por ella, y casi todos se asentaron: escitas, taurios, griegos, bizantinos, tártaros, genoveses, turcos, búlgaros, ucranianos y, desde luego, rusos, que son quienes les han dejado esa fractura bipolar que ahora se está manifestando con violencia; de hecho hay muchas zonas en que responden más amablemente al spasiva ruso que al yacuyú ucraniano. Sus mujeres son hermosas donde las haya. Su porvenir, ahora mismo, ambiguo e incierto como los propósitos de un niño.
En un pequeño pueblo, en esta mañana de domingo, hay un mercado donde se venden hortalizas y frutas traídas directamente del campo. Una mujer sentada en el suelo ofrece un puñado de cerezas por unos céntimos. Alguien le da una grivna y a cambio toma solamente dos o tres cerezas. Ella se lo agradece con su mirada intensamente azul, bella y resignada. A la tarde, cuando el mercado se levanta, una orquestina comienza a interpretar música popular y la plaza se convierte en un salón de baile de parejas mayores. Algunas llevan el traje de fiesta típico; otras visten sus mejores galas dominicales; todas bailan con la indefinible gracia eslava. Y sonríen, como si estuvieran viviendo el momento esperado durante toda la semana. Es un espectáculo entrañable.
Por la llanura sin fin, suavemente ondulada, la carretera bordea un pequeño lago entre árboles. Sentados en la orilla, un hombre y un chico, posiblemente padre e hijo, están pescando con unas toscas cañas de palo. Es una imagen plácida y familiar, pero la persona que nos acompaña la pone en su verdadera y triste dimensión:
-No están pasando la tarde; están tratando de sobrevivir. Si pescan algún pez podrán hacerse una sopa para cenar hoy. Seguramente no tienen otra cosa.
En la quietud del momento, la batalla de Kiev entre quienes quieren seguir en manos de los rusos o acercarse a Europa habría parecido totalmente insignificante ante el hecho de que un pez mordiese aquel anzuelo.

miércoles, 22 de enero de 2014

Democracia callejera

Lo sucedido en ese barrio de Burgos, ya famoso en todos los medios, es realmente sorprendente. Que una protesta vecinal por la reforma de una calle pase de ser un hecho local e insignificante fuera de su minúsculo ámbito a convertirse en un acontecimiento de primer orden en todos los informativos y tertulias, no tiene una explicación fácilmente comprensible. Pues anda que no ha habido reformas de calles en todas las ciudades. De pronto, una simple reestructuración viaria de un barrio de una ciudad mediana produce un estallido social que se extiende por sitios alejados y ajenos por completo a ella. Difícil lo iba a tener hoy el barón Haussmann y hasta el plan E, aquel que, sin tantas pretensiones, llenó de zanjas y vallas nuestros municipios. Nunca el poder de unos pocos vecinos, eso sí, reforzado por elementos ajenos al problema y bastante más curtidos en eso de la protesta violenta, consiguió tanto, o sea, la totalidad de sus exigencias. Las preguntas, desde luego se acumulan. ¿Son los vecinos dueños de su calle o pertenece a la ciudad? ¿Son ellos los que han de decidir qué se puede hacer en ella o eso corresponde al Ayuntamiento como representante del conjunto de los ciudadanos? ¿Qué criterio se ha de imponer cuando las posturas están enfrentadas? Quizá estemos ante una nueva forma de entender la participación ciudadana, en la que el fenómeno de las redes sociales se está revelando, como en tantos otros casos, decisivo. Pero ¿cabe admitir que la democracia basada en el número de votos sea sustituida por la del número de los que salen a la calle? Mal criterio, al menos en este caso, porque resulta que en este barrio del Gamonal viven 60.000 vecinos y en las manifestaciones se contaron unos 4.000; o sea que hay 56.000 cuya opinión no se conoce.
Si algo llama la atención en este caso es que origine un estallido social como respuesta a un hecho cotidiano en cualquier ciudad. Aquí mismo, donde escribo, se dio no hace mucho algo similar en la avenida de Castilla: una remodelación que se llevó por delante todas las plazas de aparcamiento para crear otras de pago y que convirtió lo que era una avenida equilibrada y cálida en una vía anodina, fea y desangelada, y así se aceptó sin protestas. ¿Indiferencia? ¿Civismo? ¿Falta de pulso ciudadano? ¿Conformidad con la actuación municipal? Lo cierto es que esta ha sido siempre la tónica general. Hasta ahora.
Por supuesto que un Ayuntamiento no sólo debe, sino que tiene la obligación de actuar en uso de sus legítimas atribuciones, pero no estaría mal que, antes de ejecutar cualquier actuación urbana, expusiese a sus ciudadanos cómo sería su resultado final, abriendo bien los oídos al sentir general para tratar de acomodarlo a él lo máximo posible. Al fin y al cabo, el aspecto externo de una ciudad atañe y pertenece a quienes la viven, y el dinero que se emplea en ello también. Y demasiadas veces sucede que los gustos estéticos de sus dirigentes y la imagen que imprimen a la ciudad están muy alejados de la que acaso quisieran sus ciudadanos. Siempre hay políticos, seguramente los más ignorantes, que con el cargo estrenan una cierta tendencia a la prepotencia.

miércoles, 15 de enero de 2014

El campo de petróleo

Como uno cree que no es mal pasatiempo andar a la busca de cualquier sorpresa, suele salir por ahí a ver qué encuentra por los rincones de este fascinante país nuestro. En este caso, más que la sorpresa es la búsqueda de un recuerdo lejano, el de un nombre perdido en el páramo y en la memoria, que a uno le ha quedado flotando desde que lo oyó por primera vez, allá en los años de su adolescencia: Ayoluengo. En junio de 1963, una gran noticia ocupó todas las portadas, los noticiarios y las conversaciones: en un pueblo de Burgos se había encontrado petróleo. Las prospecciones hechas habían dado resultado y, por fin, había brotado un chorro de 40 metros que prometía muchos más. A aquella España de economía creciente, que iniciaba su progreso económico después de tantos sacrificios, los buenos hados quisieron ayudarla dándole lo más valioso que podían darle. Se suscitaron grandes esperanzas, se mejoraron los accesos, la economía de la zona pasó de la patata –la excelente patata de la Lora- al petróleo, y los nombres de esta perdida y desconocida comarca –Ayoluengo, Valdeajos, Sargentes- se hicieron familiares en toda España, convertidos en sinónimos de progreso y futuro. La realidad pronto se encargó de fijar perspectivas más bajas.
La ruta abandona en San Felices la carretera general y se adentra monte arriba camino de Sargentes. Por mucho que a esta comarca se le llame Páramos de la Lora, lo que uno ve es un bosque inmenso, un pinar sin fin que cubre el valle y las laderas. Cuando las curvas terminan, se llega a Sargentes de la Lora. El visitante entra en el único bar del pueblo y trata de entablar conversación con un parroquiano solitario que está apoyado en el mostrador delante de un vaso de vino. No resulta difícil; es buen conversador y amable con el forastero.
-Cómo no nos vamos a acordar de aquel año. Fue una noticia sensacional. No sabe cuántos periodistas y personalidades pasaron por aquí. Hasta la Reina, bueno, entonces era princesa, vino a inaugurar el primer pozo y, por cierto, se manchó su vestido blanco con el petróleo. Hubo mucha euforia en el pueblo. Muchos dejaron el campo para trabajar en el petróleo. Otros no quisieron; sacaban más con las patatas. Con el tiempo se dieron cuenta de que se equivocaron, porque hoy tendrían mejor pensión.
Desde la ventana puede verse a lo lejos, sobre una loma, la presencia de un pozo, marcada por la silueta de la bomba que extrae el petróleo; los “caballitos” que llaman por aquí, por su figura y su movimiento.
-¿Y ahora?
-Ahora quedan 13 pozos en funcionamiento de los 20 que llegó a haber. Dan una media de 160 litros diarios, que no es gran cosa; todo se consume sin refinar en factorías de Burgos y Cantabria. Trabajan aquí unas 20 personas.
El campo se halla en una meseta pedregosa, entre Ayoluengo y Sargentes. Todo está desierto y solitario, sin ninguna presencia humana. El monótono vaivén de las bombas es el único movimiento que se nota por allí. Al lado de cada una hay un depósito, no muy grande, que debe de recoger el líquido extraído. A uno le da por pensar que en ningún otro sitio tendría ocasión de estar absolutamente solo al lado de un pozo petrolífero, pero como no tiene mucho más que ver, vuelve al pueblo y sigue camino a Burgos.

miércoles, 8 de enero de 2014

Otro año

Pues ya han pasado las fiestas que cada año convertimos en fuentes necesarias de alegría, casi como una medida de autodefensa frente a la pavorosa rutina del tiempo. Nos resulta indispensable lanzar a fecha fija aquello que vive en nuestro interior sin apenas oportunidad de manifestación: nuestros deseos, las ilusiones nunca confesadas, los impulsos de solidaridad, las muestras de cariño que en el resto del año quedan ocultas, hasta los comportamientos moderadamente descontrolados que de vez en cuando nuestra naturaleza nos pide. En nuestro mundo cultural, todo eso se concentra en unos hermosos días de invierno, en los que las luces que transforman nuestras calles sólo son el signo visible de un estado en el que parece bullir en todas partes una percepción de ilusión y esperanza: el comerciante que confía en que estos días le alivien las cuentas del negocio, el que compra su décimo con el convencimiento de que esta vez sí, el niño que sueña con los regalos que tendrá, los solitarios corazones que se sienten llenos de felicidad al ver por una noche de nuevo completa la vieja mesa familiar. Para el creyente cristiano, los sucesos de Belén tienen una significación profundamente espiritual, y de ella trasciende todo lo demás; para el escéptico, esa condición espiritual original se funde con el hecho natural del solsticio, y en todo caso ha devenido en una tradición, eso sí, hermosa y alegre; para todos, está la evidencia de que la Tierra completa otra de sus vueltas en torno al Sol e inicia un periplo nuevo, eso que llamamos año.
A estas alturas, apenas una semana de vida del año, seguramente ya habrá quedado roto más de un propósito recién formulado, o acaso aquella firme promesa que nos hicimos con tanta solemnidad como sinceridad. Quizá ya sigamos de nuevo con los mismos vicios de antes y encima con la conciencia soliviantada, echándonos en cara el fracaso. No hay que preocuparse demasiado, que así es nuestra condición, humo, viento, niebla, sin que podamos modificarla, pero qué dura lección comprobar a cada paso que las promesas que nos hacemos a nosotros mismos flores de un día son. A cambio, y es curioso, con las que hacemos a otros solemos poner más empeño en su cumplimiento, seguramente porque el honor sigue siendo una fuerza que condiciona nuestra conducta.
Como esta suele ser hora de balances y de prospectivas, y eso que este año los videntes y profetas no se hicieron notar mucho, dejamos el 2013 sin excesiva nostalgia y confiamos en los indicios de que por fin las cosas van comenzando a mejorar. De hecho, las primeras noticias del año lo confirman, según todos los indicadores. La crisis económica es un enemigo formidable, pero bien definido; ataca de frente y más o menos se conocen las armas con que combatirlo; su carácter general lo hace más vulnerable, y al final es cuestión de sacrificios y de tiempo. Peores son los que afectan a nuestra autoestima como sociedad, a nuestra conciencia nacional, a nuestra propia esencia; ahí están los informativos empeñados en decirnos cada día lo mal que hacemos todo, los políticos catastrofistas con tal de desgastar al contrario, y no digamos los que se empeñan en disgregarnos a todos.