miércoles, 25 de enero de 2017

Notas de invierno

Ya llegó y se fue el temporal que cada enero nos coge por sorpresa. Vino con el acompañamiento que también nos sorprende siempre: carreteras con dificultades, vías cortadas, pueblos aislados, actividad diaria trastocada y pérdidas para casi todos, menos para las eléctricas y los del negocio de la nieve, que se frotan las manos, y no de frío precisamente. Algo debemos de haber torcido en la línea de la lógica porque resulta que, durante medio mes, la gran noticia en todos los titulares y espacios informativos es que en invierno hace frío y que en enero está nevando. Y encima, vienen luego los que han vivido más inviernos y nos dicen que aquellos sí que lo eran de verdad, que los eneros de su niñez van unidos a la imagen de largos carámbanos colgando de los aleros y a charcos congelados sobre los que era un gusto saltar para oírlos crujir, y que nadie se extrañaba ni veía en ello nada extraordinario. O sea, que estos de ahora son estrellas mediáticas, pero tienen menor enjundia; ya ni forman sabañones. En realidad, lo único que este ha tenido de atípico es que ha dejado por una vez más o menos libres estas tierras norteñas y ha golpeado allí donde casi nunca lo hace, las mediterráneas del sol y el cielo azul.
El invierno, en su despiadado e inútil reto a la vida, nos trae la imagen de la desolación y desamparo que forman el reverso de nuestro vivir. En la desnudez de los árboles, en el silencio helado de los campos o en la temprana oscuridad de la tarde, nos da ocasión de aflorar nuestras mejores añoranzas y de entrever lo que sería un mundo eterno sin luz ni calor. Y cómo seríamos nosotros, hechos de anhelos de sol. Cómo sería compatible la alegría con la presencia constante de la decadencia, y el calor que necesitamos en nuestro lado más humano con la frialdad que nos atemoriza los sentidos. Qué difícil resultaría sentirnos solidarios con todo lo creado.
Como sucede en todo lance extremo, el invierno nos pone en evidencia nuestras desigualdades, tanto las individuales como las de carácter social. Se ceba en los más débiles de salud o de recursos; sus víctimas suelen ser los más indefensos y los menos adaptados a sus caprichos; exige una mayor solidaridad de todos con los que sufren algunas de sus consecuencias y para minimizar sus efectos sobre los que menos tienen. La tragedia del hotel de Italia, sepultado con todos sus huéspedes bajo un inmenso alud de nieve, viene a recordarnos su aspecto más cruel, pero al mismo tiempo la resistencia desesperada de la vida a entregarse. En otros países de Europa, el frío y las escasas defensas ante él se llevaron a muchos como un doloroso tributo. Quizá entre todas las penurias que aun afligen a las clases más desfavorecidas de nuestra sociedad, la de la llamada pobreza energética, que no es más que carencia de recursos, sea una de las que requiere una mayor atención y mayor valentía para frenar el inagotable afán de lucro de las empresas energéticas. Que se quede el invierno con su belleza perturbadora, pero quitémosle en lo posible su capacidad para hacer sufrir.

miércoles, 18 de enero de 2017

El peor crimen

Nada agrava tanto la repugnancia de un crimen como el hecho de que la víctima sea un niño. Bendito poder de la conmoción que nos hace ver en su mirada a nosotros mismos despojados de todas las adherencias que nos fue dejando la vida como costras en la piel del alma. En el remolino de jerarquías de las aberraciones del hombre coincidimos en ver al niño como la frontera que las limita; cuando se traspasa se pierde la condición de ser humano. No es una cita de código legislativo; está en las entrañas de nuestra especie en todo tiempo, cultura y lugar. Nos duele doblemente el sufrimiento del que nada debe todavía a la vida, nos subleva la injusticia que se comete contra alguien que ni siquiera sabe que está indefenso, nos asquea hasta la náusea la corrupción de la infancia, los pederastas de infames apetitos y los explotadores que usan a sus propios hijos como un medio para enriquecerse a costa de ellos y de la buena fe de todos nosotros. Y desde luego, nos perturba hasta lo más hondo de nuestra capacidad de conmoción la violencia ejercida contra una víctima que puede mirar a su asesino con una confiada sonrisa porque aun no tuvo tiempo de conocer los terribles recovecos del mal que pueden anidar en el corazón humano.
Quizá todo sea porque en nuestro inconsciente nos vemos como desheredados forzosos de un reino del que nos expulsaron sin miramientos y sin opción alguna a la protesta, porque la vida necesita hacerlo para poder continuar. Era aquel tiempo antes de que las cosas dejasen de ser asombrosas, cuando todo a nuestro alrededor era un hermoso libro de páginas blancas, en el que todo estaba por escribir, y cuando aún no sabíamos que el paraíso no es más que el mundo del primer día. No nos es posible soportar una agresión a quienes están ahora en él porque comprendemos muy bien ese dolor; es el dolor infligido a la parte más querida de nosotros mismos.
La violencia contra un niño va contra el orden natural establecido y contra cualquier esquema en que enmarquemos nuestros sentimientos, sobre todo si es ejercida por aquellos de los que solo cabe esperar amor y protección, y por eso nos dejan sin palabras las noticias que a veces nos llegan sobre bebés arrojados a los contenedores o, por ejemplo, la de ese matrimonio que mató a su pequeña después de haberla adoptado, o no digamos la de aquel monstruo en forma de padre que asesinó y quemó a sus dos hijos, por citar solo algunas. No son ya los códigos morales que la humanidad se ha ido dando para protegerse de sí misma; tampoco la constatación de la inutilidad de sacrificios ni ofrendas como en otros tiempos; es una mera cuestión de subsistencia y de intolerancia intelectual. Nos resulta inasumible el concepto de padres asesinos, como un contrasentido para el que no encontramos comprensión; se dice que hasta en la cárcel sienten el desprecio de los peores delincuentes. Y es que, como alguien ha dicho, si se vuelve la mirada melancólicamente a la niñez es porque se tenía madre. Ser niño es eso, es nada más que eso: tener padres; ser completamente hijo. Cómo esperar que el peor golpe de la vida venga de su parte.

miércoles, 11 de enero de 2017

Contra la Historia

Arranca el año con el mismo roncón nacionalista en tierras catalanas, amenazando con propósitos a fecha fija, con promesas sin más garantía que el hecho de hacerlas y con gestos varios que pretenden darnos pruebas de la solidez de su proyecto sin ver que consiguen justamente el efecto contrario. Algún ceño debió de fruncirse y alguno de esos farolillos estelados que sacaron en la cabalgata de Reyes debió de apagarse al saber que el Tribunal Constitucional de Alemania rechazó rotundamente la posibilidad de que un estado federado convoque un referéndum secesionista. Ni en Alemania ni en Francia ni en Italia ni en ningún país europeo lo contempla su Constitución; solo fue posible en el Reino Unido porque no la tiene. No cabe esperar ninguna sonrisa de apoyo por ahí fuera.
Tenía que ser así. Las sociedades, como las personas, son hijas de su pasado, al menos en lo que se refiere a las líneas que influyen en sus tendencias generales. La historia de Europa es la de un largo camino de retorno a su origen. Cuando se asoma a la civilización lo hace unida, a raíz de una conquista militar y cultural. Roma le da unidad e identidad al dotarla de elementos comunes, el derecho, la lengua, las estructuras políticas, las vías de comunicación. El fraccionamiento final no vino de la rebelión de sus pueblos, sino de invasiones externas, ajenas al Imperio. Luego, más de un milenio de disgregación en el que Europa se vio dividida en una infinidad de entidades políticas, casi siempre enfrentadas entre ellas, hasta que algunas comenzaron de nuevo a unirse, formando así estados. El primero fue España, en el siglo XV, y siguieron otros hasta el XIX, cuando se forman Italia y Alemania. El proceso siguiente, tras un traumático enfrentamiento bélico, fue poner en marcha la voluntad decidida de la reunificación total, y en eso estamos desde hace más de medio siglo, tratando de eliminar barreras y sustituir las fronteras por vasos comunicantes. Como para que algunos pretendan hacernos retroceder quinientos años.
Hemos de soportarlos todos los días, oyendo sus muestras de indignación, sus exigencias sin fin, sus advertencias interesadas. Siempre desafiando las leyes, poniendo condiciones, amenazando con rupturas, insinuando el adiós y haciendo negocio con él, perennemente insaciables y eternamente insatisfechos. Y sobre todo, siempre omnipresentes. No hay tribuna pública en que no aparezca alguno de ellos, aunque sin poder evitar la evidencia de que sus ideas son el resultado de un cuidadoso proceso de laboratorio. Han destilado la Historia y la han dejado únicamente en un memorial de agravios. Ni en esto son originales; el truco es muy viejo: "Era preciso servirse de mentiras para avivar aquel odio que el paso del tiempo había ido desgastando, a fin de que los ánimos se exacerbasen con algún nuevo motivo de cólera", escribe Tito Livio de los suyos hace dos mil años.
Y el caso es que uno va por allí, habla con la gente y se da cuenta de que la distancia entre la clase política y el pueblo es mayor que en ninguna otra parte de España. El ciudadano de a pie no siente que tenga conflicto alguno con el resto de los españoles y sonríe con cierta condescendencia cuando se le comenta la imagen que dan sus políticos: "Son tantos y les gusta tanto mentir..."

miércoles, 4 de enero de 2017

El año en que aprendimos muchas cosas

Se fue el año y entró este con la familiaridad del que lleva haciéndolo desde la infinitud del tiempo, sin signos externos y sin ni siquiera saberlo, porque en definitiva no es más que una convención creada por nosotros para organizar el breve período de estancia que se nos concede aquí. Nos viene bien que el tiempo que tarda la Tierra en su vuelta alrededor del Sol sea justamente el que es, proporcionado a nuestra vida, porque así puede servirnos de medida. Claro que si la órbita fuera de distinta longitud nadie estaría aquí para dar campanadas. El caso es que nuestro planeta completó otra vuelta en torno a su estrella y nosotros nos alegramos y lo celebramos como si tuviéramos algún mérito en ello. Qué misterio esa necesidad vital que nos incita a intentar buscar la felicidad, aun sin razones, sea en el grado que sea y con cualquier pretexto.
2016 fue el año en que vivimos sin Gobierno y descubrimos que la vida cotidiana sigue su curso sin grandes alteraciones, dirigida solo por las leyes. Y descubrimos también otras cosas: que el más fuerte no es siempre lo bastante fuerte para ser el que manda, que el poder que da más confianza es el que sabe imponer moderación y buen sentido, y que los pobres trabajan mientras los poderosos se pierden en discusiones. Fue el año en el que el Congreso se llenó de rastas, greñas, mala educación y gentes capaces de llevar un bebé a su escaño o de sentarse en el suelo para dar una rueda de prensa e incapaces de guardar un minuto de silencio por la muerte de una compañera.
El título de palabra del año fue para populismo. Si hubiera una elección similar para las frases, seguramente sería el "no es no", una de las afirmaciones más trascendentales y de mayor complejidad de formulación de todas las que ha enunciado el hombre en su historia. No es no; tautología pura, redundancia infantil, afirmación de la nada. Populismo, en cambio, es un término vivo, que ha ido perdiendo dignidad en su evolución hasta convertirse ahora, de la mano de sus mantenedores, en un concepto peyorativo que admite diversas definiciones: la práctica de halagar al pueblo para ganarse su voto, llamada también demagogia; la tendencia a engañarlo ofreciéndole soluciones sencillas a problemas complicados; la de decirle solamente aquello que quiere oír. Su remedio siempre lo pone la realidad, porque la vida política del populismo está unida a la circunstancia; nace y muere con ella, según la idea orteguiana. En el año que ahora empieza, con Trump en la Casa Blanca, podremos comprobar si eso es cierto.
Entre los adioses, como siempre, hubo de todo: despedidas envueltas en tristeza y otras acompañadas de un suspiro de alivio, solemnes y huecas, íntimas y sentidas. Se fueron unos cuantos cantantes, un dictador que parecía eterno, un sabio filósofo, algún político y un equipo de fútbol entero, entre los que más sonaron. Y los más importantes: las víctimas de esos fanáticos de la sangre y el odio, que nos matan en nombre de Alá. Un año para olvidar. Y todavía al final tuvimos que añadirle un segundo para ajustarlo a nuestra medida del tiempo, porque por lo visto ni la Tierra tiene formalidad en sus vueltas.