miércoles, 28 de octubre de 2015

La prioridad del aspirante

En el morral de promesas electorales cabe todo, que por algo los políticos velan por meter en él cualquier cosa que aumente nuestra felicidad y nos ayude a conciliar el sueño libre de pesadillas. Aún no han comenzado y ya demuestran su voluntad decidida de aliviarnos la dureza de la vida con propuestas que sin duda serán aceptadas con satisfacción general. Basta fijarse en la que ha hecho con tono enfático el aspirante socialista, un señor que cada vez que habla parece empeñado en demostrar que su mayor activo es su físico: que la prioridad política de su gobierno será convertir a España en un Estado laico. Uno tenía la ingenua idea de que la prioridad de todo gobierno es la de luchar por elevar la calidad de vida y el bienestar de sus ciudadanos, garantizar el futuro de nuestros hijos, las pensiones, la sanidad, la educación, la seguridad. Pero si ya se lee en la Constitución de 1812: “El objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación”. Pues no; antes que todo eso hay que eliminar problemas más importantes. Es cierto que en la lista de las preocupaciones de los españoles no aparece por ningún lado la cuestión religiosa, pero por si acaso, ahí están estos nuevos paladines de nuestro bienestar, dispuestos a librarnos del yugo del oscurantismo de dos mil años. Se acabaron las referencias públicas a lo inefable, que tan ofensivas resultan a todos. Ya no oiremos más en público La muerte no es el final, ni tendremos que soportar procesiones en Semana Santa, habrá que buscar un nuevo sentido a la cabalgata de Reyes y a la iluminación navideña, se suprimirá toda publicidad del Camino de Santiago y se pensarán otros nombres para las fiestas de San Fermín, de San Isidro o del Pilar. Habrá mucho que reparar, que veinte siglos marcan huellas muy hondas, qué se va a hacer. Pero al día siguiente seremos todos mucho mas felices; seguiremos con el mismo paro, la violencia de género, la corrupción y los separatismos, pero lo llevaremos con una sonrisa en los labios, y hasta los inmigrantes que antes comían en los comedores de Cáritas ahora lo harán mejor en los que les haya tenido que poner el Gobierno. España será más luminosa.
La aconfesionalidad del Estado ya está recogida en la Constitución, pero cuando este concepto se solapa con los de laicidad y laicismo, se llega fácilmente a la radicalidad. Y cuando se confunde el dogma con sus manifestaciones externas y las creencias que reposan en lo más íntimo de nuestro interior con las realizaciones a que dieron lugar, cuando se confunde religión con cultura religiosa, se llega a la barbaridad de prescindir de las dos en la formación de nuestros jóvenes y se les condena a un empobrecimiento intelectual. Se los aísla de su tradición cultural, se les deja inermes ante las obras de arte que les rodean. Será difícil explicarles quiénes son esos dos señores que intentan juntar sus dedos en el techo de la Capilla Sixtina, o esos otros que están reunidos en una mesa en la Última Cena; Dante o San Juan de la Cruz serán ininteligibles, y hasta habrá que hacerles ver que Haendel no compuso El Mesías para un anuncio de mazapanes. Cuesta entender que esto sea la principal prioridad política de alguien que aspira a gobernarnos.

miércoles, 21 de octubre de 2015

Comienza la carrera

Ya se van perfilando las candidaturas de los que aspiran a gobernarnos, todos ya tomando posiciones y decidiendo estrategias para conseguir el laurel final. Esta vez parece que hay más posibles caballos ganadores en la línea de salida, o eso dicen los que saben de encuestas, aunque no sé. Los que hemos vivido todas las elecciones desde aquellas primeras del 77 hemos aprendido varias cosas: que las encuestas debilitan su valor de fiabilidad en razón inversa a la objetividad de quien las analiza; que el menú de siglas y nombres que en un principio ocupa toda la mesa, a los postres se reduce casi siempre a dos platos; que las campañas pueden producir adhesiones, pero también antipatías, y que si algo tenemos claro los electores después de todo este tiempo es el significado de términos como demagogia y populismo. La oferta es tan variada como acostumbra, aunque esta vez algunos espacios parecen tener una presencia más potente. Va desde los que se estrenan a la derecha de la actual derecha hasta los eternamente indignados de la extrema izquierda, pasando por los dos grandes de siempre y otros nuevos en la plaza: uno que parece querer servir de modelo para ejemplificar en qué consiste el populismo, y otro, autodefinido de centro, del que no se sabe a quién va a entregar los votos que reciba. O sea, más o menos lo de siempre: nuevos nombres, nuevas caras, nuevos medios y los mismos afanes, el mismo propósito y la misma ambición. El poder tiene una voz sumamente acariciante y melodiosa cuando llama.
Hay sin embargo esta vez un rasgo común en los nuevos aspirantes a ocupar el despacho monclovita: la juventud que lucen. Aquello tan ciceroniano de que las cosas grandes no se hacen con las fuerzas ni con la improvisación, sino con la sensatez y la reflexión, no parece ser un valor a tener en cuenta; más bien al contrario. La juventud, como prenda a exhibir o como arma con la que avasallar; un diploma a enseñar al votante como garantía de eso que siempre se llama cambio y nunca se explica por qué se da por supuesto que ha de encerrar necesariamente un valor positivo; un trasunto extremado de aquello de que los jóvenes piensan que los viejos son tontos y los viejos saben que los jóvenes lo son.
Claro que ser joven en casos como este ofrece otras consideraciones colaterales. Uno de los aspirantes tiene ahora 35 años. Si consiguiera ser presidente dejaría de serlo a los 39. Será un jubilado de la presidencia del Gobierno a los 39 años, con lo que conlleva semejante jubilación. Y ¿a qué se puede dedicar en política una persona de 39 años después de haber sido presidente del Gobierno? Pues a incordiar; será un jarrón chino de larga duración. Y como en la era de la imagen lo que cuenta es la prestancia telegénica, la apostura física, lo apolíneo sobre la lechuza de Minerva, la nueva hornada trata de responder a ello. Incluso uno con pinta desaliñada y con trazas de no haber visto unas tijeras de peluquero en unos cuantos años. Hombre, si se trata de representar la modernidad, hace ya veinte siglos los nazarenos hacían voto de lucir una figura pilosa parecida. Nada nuevo.
La carrera ha comenzado. Muchos son los que se sienten llamados; ojalá acertemos con el elegido.

miércoles, 14 de octubre de 2015

El cliente, el paro y la tecnología

El paro siempre aparece en el primer lugar de la lista de problemas que tenemos en España, según repiten las encuestas continuamente. Debe de ser un asunto de difícil solución por su misma naturaleza, en la que intervienen una serie de factores contingentes de diversos tipos: económicos, desde luego, pero también políticos, sociales, jurídicos, institucionales y hasta sociológicos. Sería pretencioso tratar de explicar las causas, algo que ni los más sesudos economistas han conseguido, pero a uno le da por pensar que algo contribuyó la idea empresarial de convertir también en sujeto al que hasta entonces había sido sólo objeto directo de su acción, es decir, al cliente. Si quería ser atendido, que hiciera él la labor de los empleados. Lógicamente comenzaron por lo más obvio. Un día algún dueño de un algún edifico lujoso descubrió que el ascensor ya no era una máquina muy complicada y que sus usuarios eran capaces de apretar por sí mismos el botón, y dejó sin trabajo a los ascensoristas. Otro, los hoteles se dieron cuenta de que los clientes podían muy bien buscar ellos solos su habitación y llevar sus maletas, y suprimieron el oficio de botones. Esto fue la prehistoria; después vino lo demás. Los supermercados descubrieron que el cliente podía coger los productos con su propia mano, y acabaron con los dependientes; luego las gasolineras decidieron que el que quisiera gasolina que cogiese la manguera y la echase él mismo, y amortizaron miles de puestos de trabajo; los restaurantes de los hoteles inventaron el “self service”: que cada cliente se sirva su plato y fuera camareros; en los bancos, los cajeros automáticos acabaron con un montón de empleados de ventanilla; las tarjetas y otros artilugios telemáticos vaciaron las cabinas de los peajes de las autopistas; en las estaciones obligaron a los viajeros a sacar ellos mismos su billete y eliminaron a los que los despachaban detrás de una ventanilla. Y así una larga lista que cada día se incrementa más. Todo para ahorro de los empresarios, no del el cliente, que se encuentra con que trabaja gratis para ellos y paga lo mismo. Sé de algunos que se niegan, en lo que pueden, a consumir en estos establecimientos.
Se da la paradoja de que el avance de las realizaciones técnicas nos lleva al estancamiento de las posibilidades reales de contribuir a ese avance. Se trabaja para progresar y ese progreso reduce el trabajo. La tendencia irracional a adoptar las aplicaciones tecnológicas más recientes puede llevar a una quiebra del sistema social antes de que haya sido sustituido por otro. Si la primera Revolución Industrial tuvo como fundamento necesario el empleo masivo de mano de obra, y en la segunda, con la aparición de otras fuentes de energía y de nuevos medios y modos de producción, ya se atisbaba un predominio de la máquina sobre el elemento humano, esta tercera o cuarta, que ya no se sabe, nos amenaza con prescindir de la mano del hombre. Va a ser uno de los grandes retos de las próximas generaciones, que tendrán que emplear aún más ingenio que el que ahora se despliega en crear altas tecnologías, en paliar sus efectos.

miércoles, 7 de octubre de 2015

El turismo del horror

Existe un turismo del horror, como existe un turismo de playa, de casinos, de parques temáticos o de tantas cosas. El turismo del horror es sin duda el más aleccionador de todos; no busca el halago de los sentidos, como el estival, ni el simple placer intelectual, como el cultural, ni el bienestar del cuerpo, como el de salud, ni el negocio, como el de congresos. Es el turismo de la memoria y del sentimiento, de la ausencia de palabras, de la mirada recogida y de la advertencia. El turismo en el que los ojos se revuelven doloridos y en el fondo del alma brota siempre un suspiro de alivio por estar allí solamente como visitantes. Un turismo cuyos focos de atracción no debieran aumentar jamás.
Sobre el afán de olvido que el hombre ha tenido siempre para sus momentos trágicos, como si al eliminarlos de la vista los desvaneciera también de la memoria, en los tiempos recientes se ha impuesto el propósito de conservar su presencia física, como la de un amigo que nos previene con su desgracia de nuestros errores. Somos seres olvidadizos y tratamos de defendernos de ello con recordatorios permanentes. En el fondo sabemos que no deja de ser una ingenuidad, pero cuando uno pasea, por ejemplo, entre los pabellones de Auschwitz y siente cómo se extiende en su interior su desconocimiento del ser humano, todo lo que pudiera tener de ingenua esperanza se convierte en una lección necesaria.
Los centros del turismo del horror se recorren con vergüenza, con angustia, con asombro o con un protector escudo intelectual; también con impostada indiferencia y puede que con curiosidad morbosa, pero siempre con el alma encogida. Y hay muchos. Auschwitz es uno de los nombres fundamentales de este recorrido, pero sólo uno más, porque, al contrario que los soviéticos, los campos del horror nazi quedaron a la vista de todos, convertidos en exposición permanente de lo que significaron. El catálogo de testigos conservados como muestra de lo que nunca debió haber sucedido abarca diversos tiempos y lugares. En Berlín, la torre semiderruida de la Gedäschtniskirche, la iglesia del Recuerdo, permanece en medio del moderno entorno de la ciudad. En Hiroshima se ha querido conservar la cúpula descarnada del Pabellón de Congresos como recuerdo del horror nuclear, y el turista que llega a Roma tiene en las Fosas Ardeatinas, justo al lado de unas catacumbas, un contrapunto de emoción dolorosa frente a tanta emoción estética. Oradour-sur-Glane es un pueblecito francés que permanece tal como quedó después su destrucción y de la terrible matanza de sus habitantes en 1944.
Y en España, Belchite. Destruido casi totalmente durante el asedio de 1937, se decidió mantenerlo así y construir al lado un pueblo nuevo. Sobrecoge andar por sus calles; sobrecogen sus ventanas vacías como ojos fantasmales, sus muros acribillados a balazos, los esqueletos de las cúpulas de sus iglesias, el silencio que oprime, la presencia invisible de la muerte. Dicen que algunas veces, en lo más profundo de la noche, aún se oyen entre las piedras los lamentos estremecidos de los moribundos que cayeron allí. Yo creo que es el viento que trata de espantar sus propios recuerdos.