jueves, 29 de enero de 2015

Memoria del infierno

Los indicadores que señalan la ciudad escriben Oswiecim, y se encuentran sólo al acercarse a ella. Los del lager indican Auschwitz junto a tres cruces sobre la palabra, y se pueden ver cada poco a lo largo de la carretera durante muchos kilómetros antes. Los polacos no quieren el nombre del infierno en su lengua y prefieren mantenerlo en alemán; Oswiecim queda sólo para la ciudad. A Oswiecim no la visita nadie, y eso que está cerca del lager y no es ninguna aldea; es más bien una ciudad mediana, industrial y obrera, aunque sin demasiado atractivo. Oswiecim debe la pesada carga de su fama a Himmler, que la eligió por su condición de nudo ferroviario y su situación en un terreno pantanoso, aislado y fácil de camuflar, para construir el mayor campo de concentración del Reich. Oswiecim se convirtió para siempre en Auschwitz.
Todo el complejo es hoy un enorme museo, cargado de simbolismo y de silencios. Jorge ha vuelto una vez más a este lugar para enseñarlo a quienes no hemos vivido lo que él vivió. Se le ve inquieto. Parece tener ganas de comenzar y al mismo tiempo su rostro se ha vuelto grave, como si trasluciera una ebullición interior que quisiera dominar, sin lograrlo. Entra y sale del autoservicio del museo, donde comemos; se siente incapaz de tomar nada, y sólo al final decide pedir un plato de sopa, que deja casi intacto. Luego, nos lleva de su mano siguiendo su propio itinerario, con la familiaridad de quien conoce una casa donde ha dejado los años más decisivos de su vida. Tiene 80 años y un mirar dulce y como remansado después de haber visto en este mundo todo lo que es posible ver. No hay en su mirada el menor asomo de rencor, ni entonación especial en su voz cuando nos muestra el terrible escenario de su drama. Tan sólo, si acaso, unos ojos apretados en algunos momentos, que pronto se rehacían. Su palabra será desde ahora la guía de la narración.
-Este campo se creó en abril de 1940, y el 14 de junio llegaron aquí los primeros prisioneros: 728 polacos procedentes de la prisión de Tarnow. Yo llegué en junio de 1941, con 18 años, como preso político.
Le habían detenido en 1939, con dieciséis años, en Varsovia. En Auschwitz trabajó en la construcción del campo II, en Birkenau. Después, otro infierno en Gross-Rosen y Dachau, de donde fue liberado cinco horas de que el campo fuera volado. Luego, nueva cárcel por anticomunista, el exilio, la opresión del nuevo régimen, el drama de su hijo. Si se le comenta algo, responde un "qué se le va a hacer".
-La vida en el campo era espantosa y fue haciéndose cada vez más dura a medida que iba aumentando el número de prisioneros. Nada más llegar ya se nos advertía que sólo viviríamos unos tres meses. La temperatura en invierno era terrible y no teníamos más que un traje de arpillera para todo el año. El frío, las ratas, los chinches, la disentería, el paludismo y el tifus acabaron con muchos; otros murieron de agotamiento en el trabajo. Yo llegué a pesar 38 kilos. Nos levantaban a las tres de la madrugada y teníamos que caminar unos cinco kilómetros para llegar a la fábrica; volvíamos al campamento a las ocho de la tarde. La comida era tan sólo un caldo de coles agrias y un trozo de pan negro. Un día nos dieron una sopa de color blanco, mucho más sabrosa; creímos que había alguna visita importante o algo así. Luego supimos que la habían hecho con los huesos de nuestros compañeros muertos.
Estamos ante el célebre arco de hierro forjado con la leyenda Arbeit macht frei, que da acceso al recinto. El trabajo hace libre. El arco ante el que los SS advertían que de este campo sólo había una forma de salir: por la chimenea del crematorio.
-La cámara de gas y los hornos crematorios se instalaron en 1942. Hasta entonces no era más que un campo de concentración.
Los pabellones albergan fotografías, dibujos, maquetas y objetos de los prisioneros: montones de cabello, mantas, trajes, prótesis, gafas, todo lo que no dio tiempo a trasladar a los almacenes centrales de Berlín.
-Los prisioneros aprendíamos pronto que la solidaridad era la única fuerza que podía mantenernos vivos. Había una especie de comunicación espiritual entre nosotros que nos hacía fuertes. El que tenía algo lo compartía sin reserva; el que podía ayudar en la forma que fuese, lo hacía, y, es curioso, pero todos teníamos algo que ofrecer. Si no era pan era una idea o un silencio cómplice o un cigarrillo conseguido clandestinamente o simplemente presencia de ánimo. Recuerdo, por ejemplo, que durante una temporada arrancamos cada día un trozo de miga de nuestra escasa ración de pan para dárselo a uno que quería hacer un rosario; rezar le confortaba. Terminamos rezando cada día con él y confortados con él.
Las alambradas están intactas; incluso los letreros que anunciaban el peligro de electrocución siguen en pie.
-La otra fuente de esperanza era la resistencia clandestina. Se prestaba atención a la lucha contra los presos criminales que hacían de capos, es decir, que ejercían de guardianes en funciones delegadas por los SS. Se pretendía eliminarlos de estos puestos e introducir en su lugar a los presos políticos. También era primordial el contacto con la población civil de fuera, para poder pasar información de lo que sucedía en el campo. Teníamos contactos a los que pasábamos los mensajes en clave. Yo tenía como enlace a una niña de 14 años, que aún vive aquí. Era muy peligroso, porque suponía el fusilamiento inmediato.
Las avenidas son anchas y separan los pabellones con absoluta regularidad. Todas ellas comienzan y acaban con una torre de vigilancia.
-El trato que se daba a los prisioneros variaba. Los capos eran crueles generalmente por miedo; los SS porque sí. Los SS eran además imprevisibles. Un día, un oficial nos preguntó a tres o cuatro si teníamos hambre y le dijimos que sí. Nos llevó a una oficina y allí nos dio queso y pan blanco. Como un buen amigo. Luego encendió un cigarrillo y, al acabar, arrojó la colilla al suelo. Uno de nosotros se agachó a cogerla. El SS sacó la pistola y le dijo: "¿Cómo un perro polaco se atreve a fumar tabaco alemán?" Y lo mató de un disparo en la cabeza.
A Jorge la voz se le va haciendo cada vez más grave. Muchas veces cierra los ojos al hablar.
-A los prisioneros se les identificaba nada más llegar con un número y un distintivo cosidos al uniforme: un triángulo rojo para los presos políticos, negro para gitanos, morado para los testigos de Jehová, rosa para los homosexuales, verde para los criminales y una estrella de David amarilla para los judíos. Los judíos, los homosexuales y los gitanos eran los peor tratados. Cuando comenzó la "solución final" fueron los primeros en ser exterminados.
Las torretas están dispuestas de modo que nada pueda moverse sin su control. La alambrada circunda la zona de barracones en su totalidad.
-¿Las fugas? Al principio se dieron algunas; luego se hicieron prácticamente imposibles. En diciembre del 42, el comandante del campo, Rudolf Höss, hizo tatuar a todos los prisioneros en el antebrazo su número. De esta forma era imposible pasar desapercibido allí donde estuvieras. Este fue el único campo donde se practicó este método. Yo, por ejemplo, al enviarme a Gross-Rosen me libré del tatuaje, aunque por poco.
Los pabellones 10, 20 y 21 albergaban el hospital de prisioneros. En el 10 trabajaba en sus experimentos el doctor Mengele, el seleccionador de vidas, el de las pruebas pseudocientíficas en carne viva, el ángel de la muerte.
-Mengele, Clauberg y alguno más. Era terrible. Niños que servían como cobayas, mujeres a las que se les practicaban atrocidades. Terrible.
Jorge perdió la barba, los dientes y algo más. En 1973, treinta años después, su único hijo nació con problemas de movilidad, y sólo él y su mujer saben cuánto costó verle como está ahora.
-No es posible transmitir lo que puede llegar a sentir uno. No, no es posible. El pabellón 11 era el "pabellón de la muerte". Aquí estaba la sala del tribunal en la que la Gestapo de Katowice juzgaba y, tras una sesión de dos o tres horas, dictaba hasta más de cien sentencias de muerte. Los condenados debían desnudarse en dos baños en medio del pasillo y, si no eran muchos, eran fusilados allí mismo. En el sótano se encontraba la prisión y, sobre todo, las terribles celdas de castigo. Aquí, en el sótano del bloque 11, en la celda numero 18, destinada a los condenados a morir de hambre, mataron en 1941 al prisionero número 16670, un prisionero con un triángulo rojo de político y una P de polaco, llamado Maksymilian Kolbe.
-La historia del padre Kolbe es una muestra de que, por dura que sea la situación, nada puede arrancar al hombre su dignidad ni su grandeza de alma. En agosto de 1941, un preso del bloque 14 logró evadirse del campo. La norma dictada por Höss era que por cada preso que se fugase se fusilara a diez de sus compañeros de pabellón. Se seleccionaron a los diez condenados, entre ellos un padre de cinco hijos, que pide piedad sin resultado. El padre Kolbe se adelanta y explica al comandante que él está solo y que aquel hombre tiene una familia y pide que acceda al canje de su vida por la de aquel hombre. Höss no pone inconveniente. Los diez son condenados a morir de hambre. Kolbe es uno de los últimos en morir, hasta que al fin le aplican una inyección de fenol en el corazón.
Al padre Kolbe le canonizó en 1982 Juan Pablo II con el novedoso título de "mártir de la caridad". El hombre a quien salvó murió en marzo de 1995. En las paredes de la celda hay una imagen del Sagrado Corazón grabado sobre la pared, hecha por el padre Kolbe durante su cautiverio. Está protegido por un cristal, como un retablo valioso, como si la celda fuese un lugar de santidad. Muchos se persignan.
-Yo había ya conocido al padre Kolbe en el hospital de Varsovia, en 1939, donde los dos estábamos presos. Era un hombre especial.
En este sótano, en septiembre de 1941, se hizo por primera vez la prueba de ejecución masiva mediante el Zyklon B; murieron en ella 600 prisioneros de guerra soviéticos y 250 enfermos del campo. Aquí están también las terribles celdas de castigo, unos habitáculos cuadrados, de 90 cm. de lado, en la que cumplían condena 4 presos en cada uno; el tormento debía de ser espantoso.
-Todos los prisioneros sabíamos que quien entraba en esta pabellón ya no salía vivo. Por eso lo llamábamos el "pabellón de la muerte".
El bloque 11 está unido al 10 por un muro, el paredón de las ejecuciones. Aquí los SS fusilaron a miles de presos. Hoy el muro está siempre atestado de flores.
Fuera de la alambrada principal del campo, en una esquina del rectángulo formado por el conjunto de bloques, se halla el edificio más siniestro del campo. Es una especie de búnquer con una chimenea de ladrillo, que podría pasar por un almacén o tal vez por una inocente fábrica de poca monta. Era el depósito de cadáveres y el crematorio. En 1941, la sala del depósito de cadáveres fue convertida en cámara de gas provisional, y en ella fueron asesinados los prisioneros soviéticos y los judíos de los guetos de la Alta Silesia. Funcionó sobre todo durante los años 1941 y 1942, hasta que se instalaron las seis cámaras de Birkenau. Al lado de esta sala se encuentran dos de los tres hornos crematorios, en los que se incineraban unos 350 cadáveres al día.
-No puedo evitarlo -Jorge lo dice en voz baja-; aún sigo teniendo aquí dentro el olor del humo de esa chimenea.
Fuera, el día parece más nublado e infinitamente más triste. Todo está como los nazis lo dejaron. Todo, menos el patíbulo que se alza frente a la entrada del crematorio; ese se levantó después, el 16 de abril de 1947, para ahorcar a Rudolf Höss, el comandante de Auschwitz, al que se le hizo morir mirando hacia su campo.
A 3 km. de este campo, en la aldea de Birkenau, se levantó en 1941 otro mayor para acoger a la cada vez más numerosa afluencia de prisioneros que llegaban a Auschwitz. Este campo de Birkenau, llamado Auschwitz II y dependiente del mismo comandante que el I, llegó a albergar hasta 100.000 reclusos en agosto de 1944. Desde la torre del centinela se abarca un panorama completo del inmenso recinto. Los prisioneros, la mayoría judíos procedentes de Hungría, llegaban en vagones de ferrocarril y se apeaban en el gran andén de cemento que hay en el centro del campo. Allí un médico seleccionaba a los aptos para el trabajo, que eran alojados en los barracones; los demás, mujeres, niños, enfermos y ancianos, aproximadamente un 75% de cada tren que llegaba, pasaban directamente a las cámaras de gas. En Birkenau había seis cámaras, con cuatro crematorios, además de fosas y piras para la incineración. Poco antes de la liberación, los SS hicieron volar los crematorios y las cámaras de gas con el fin de no dejar huella de sus acciones, pero quedan sus ruinas y es muy fácil reconstruirlos mentalmente. Los barracones aquí eran en su mayoría de madera, apoyados directamente sobre el suelo pantanoso. Había unos 300; hoy quedan en pie sólo 45 de ladrillo y 22 de madera.
Birkenau parece el lugar de la desesperación absoluta. Aquel inmenso espacio perdido en la llanura, la línea obsesiva de las alambradas, la silueta maldita de las chimeneas echando humo continuamente, la certeza de que fuera no hay nada, la ausencia total de esperanza. Birkenau no puede ser más que la pesadilla imaginada como lugar final para los malditos entre los malditos.
Jorge parece más relajado; sonríe, se deja hacer fotos, me dedica un libro sobre el campo. Le pregunto si ha visto La lista de Schindler y si le gustó. Nos dice que sí, que recoge muy fielmente la vida en Auschwitz; que él no llegó a conocer a Schindler porque éste tenía su fábrica en Cracovia, pero que Spielberg le pidió asesoramiento a él y a otros supervivientes para realizar su película. Luego, comenta algo curioso:
-Mi vida está unida al número 15. Nací un 9-6 de 1923; me arrestó la Gestapo en 1941; mi número de prisionero en Auschwitz era el 2751, en Gross-Rosen el 31119, y en Dachau el 63123. Y mi nombre, Jerzy Kowalewski, tiene quince letras. Una casualidad.
Comienza a llover sobre Auschwitz. El paisaje es triste, como desencantado. El río Sola corre a la derecha de la carretera, envuelto en árboles y brumas, como un pensamiento empeñado en una meditación sin la menor esperanza de un rayo de luz. Seguramente en su lecho quedan aún restos de tantas cenizas humanas como se arrojaron a él.       
© L.D.T

miércoles, 28 de enero de 2015

Los indignados

Muy mal debe de haberse hecho este mundo para que, en tanto tiempo como lleva girando, sus habitantes no hayan vivido felices en él ni un solo día. La casa parece hermosa y no mal provista; ofrece posibilidades para estar a gusto y para que la breve estancia que se nos concede en ella resulte pasablemente feliz, y más pensando que sólo se nos da una única oportunidad. Así que el producto fallido son sus ocupantes. Ya lo decía el sabio rey Alfonso X, que si Dios le hubiera pedido opinión antes de crear el mundo, él le habría podido dar algún consejo para que le hubiera salido mejor. Desde luego, muy del gusto de todos no parece estar hecho, porque siempre, en cualquier momento y lugar, hay alguien protestando, revolviéndose contra algo, reclamando y exigiendo, proclamando a gritos lo indignado que se encuentra, pidiendo un cambio para cambiar lo que se acaba de cambiar o tratando de convencer de que tiene en sus manos el remedio universal para implantar de una vez por todas el paraíso en la tierra. Y así desde los siglos de los siglos.
La indignación es uno de los grandes motores de la Historia, que por algo el primer indignado fue el propio Creador, que nos echó del edén. De indignados, los santos y los otros, se han escrito las mejores biografías y las obras literarias, comenzando por la que nos muestra al campeón de todos ellos: el hidalgo a quien la indignación le incitó a salir a arreglar el mundo y hubo de volver a casa con ella intacta, pero sometida a la realidad y a su propio honor. Podría decirse que en el germen de muchas actitudes que conducen al desarrollo de un concepto ético se encuentra la santa ira del que empuña el látigo en el templo, aunque, por desgracia, no sea lo más frecuente La indignación puede ser hija del inconformismo, del fracaso de las ambiciones, de la injusticia e incluso de la moda política; por eso la especie de los indignados es eterna y universal. San Agustín increpaba al mundo para justificarla desde el punto de vista de la indefensión del hombre ante su destino: “Que digan los que te habitaron, mundo, si tuvieron en su vida goce sin dolor, paz sin discordia, descanso sin miedo, salud sin flaqueza, luz sin sombra, risa sin lágrimas.”
La variante más confusa de lo que hasta entonces no era más que un estado de ánimo comienza cuando los indignados se convierten en partido político con el propósito, dicen, de acabar con los motivos de la indignación; luego, si alcanzan el poder, los indignados son otros y quizá más numerosos, y pronto mostrarán a su vez su indignación para volver a cambiar. Lo cierto es que ceder el poder a alguien que está indignado es un riesgo, aunque no sea más que porque el vigor del raciocinio para tomar sabias decisiones siempre es fruto del sosiego y la templanza. La indignación de tintes políticos está muy cercana a su hermanastro, el populismo, y los dos se venden juntos y se compran también juntos, y los dos son un sucedáneo espurio de cualquier oferta racional de proyecto de futuro. Una carga de efectos peligrosos, que se presenta envuelta en atractivo papel de celofán.

miércoles, 21 de enero de 2015

Libertad para ofender

Ahora que ya se ha difuminado la oleada emocional de los asesinatos de París y que la conmoción por el impacto de los crímenes se ha diluido y queda solamente la frialdad de los hechos, pueden ya analizarse otras perspectivas que hasta ahora habían sido postergadas ante la trágica realidad de la sangre. Esa reacción unánime de tantas gentes con los brazos en alto y de tantos firmantes declarando en sus medios aquello de “Yo soy Charlie”, sin matices ni condiciones, centrándose sólo en la condena del hecho criminal, merece ahora alguna reflexión secundaria. Todos entendimos el sentido de la declaración. Ser Charlie era afirmar el derecho a la libertad de expresión, era ponerse de parte de quienes lo habían ejercido dibujando y escribiendo lo que les vino en gana, era la proclamación absoluta de un principio tenido por irrenunciable. Una alusión al criterio innegociable que sostiene uno de nuestros pilares de convivencia. Pero, descendiendo de ese concepto general y solemne a un significado de la frase más concreto y ajustado al pie de la letra, fueron muchos los que dijeron en voz alta que ellos no eran Charlie. No les gusta insultar, ni mofarse de las creencias de los demás, ni la provocación ofensiva y gratuita, ni vivir del negocio de ofender a alguien. Por eso no son Charlie. Por supuesto, admiten y hasta defienden su derecho a decir lo que les plazca, pero de eso a querer transmutarse en ellos hay un largo paso que no les gustaría dar ni siquiera de palabra. Creen que la libertad de expresión es un derecho demasiado noble para convertirlo en una simple herramienta para causar dolor a alguien.
La emotividad desbordada pierde su capacidad crítica y distorsiona las dimensiones de la realidad; se distribuyen los adjetivos y los títulos con la injusticia que trae la visceralidad. Héroe es el policía que pierde la vida en su trabajo de defender la de los demás; incluso los judíos que hacían su compra para celebrar su fiesta y murieron acribillados; ellos no habían ofendido a nadie ni habían hecho nada por salir del sencillo anonimato de sus vidas, pero apenas se vieron carteles de “Yo soy judío”. La libertad de expresión centró todas las manifestaciones de defensa frente a la libertad de creencias.
Y, además, la revista es mala, con un humor vulgar y facilón, ramplona y burda hasta para provocar. Poca gracia para tanto daño. De hecho, muchas de las viñetas anónimas que inundaron la red a raíz de los asesinatos eran bastante más ingeniosas. Los humoristas realmente grandes -todos tenemos en la mente unos cuantos nombres- jamás sintieron necesidad de humillar ni de utilizar crueles sarcasmos contra nadie para suscitar la sonrisa; su talento les permite prescindir de esos miserables recursos de patio de instituto.
La libertad de expresión tiene sus límites, se pongan donde se pongan: en el Código Penal, en el punto donde comienza el derecho de los demás a no ser ofendidos, o simplemente en el buen gusto, que no es mal delimitador. Pero, por supuesto, el asesinato es un crimen infinitamente mayor que una burla; no existe ninguna posibilidad de justificar lo sucedido; nada está por encima de la vida, y menos unos chistes malos.

miércoles, 14 de enero de 2015

Somos vulnerables

Debe de quedar poco por decir sobre lo ocurrido estos días en París. Es cierto que cosas así suceden casi a cada hora en otros lugares del mundo, pero cuando afecta a allegados próximos, y no sólo en la distancia física, con quien compartimos trayectoria histórica y hasta la leche materna, el horror se sublima al mezclarse con la familiaridad, la cercanía y el miedo, que, precisamente por eso, siempre se queda agazapado tras las rotundas palabras de confianza que necesitamos oír. Como en los casos anteriores de Nueva York, Madrid o Londres, se han hecho todos los análisis posibles, incluyendo los de salón y tertulia barata, pero cuesta mucho dar valor a las explicaciones racionales cuando los sentimientos se encuentran afectados hasta el espanto y las consideraciones que cabe hacer sin gran esfuerzo indican que se trata de algo que va mucho más allá de la simple circunstancia, por atroz que sea.
¿Por qué Occidente ha llegado a ser tan vulnerable? ¿Por qué esa sensación de indefensión ante cualquier país de pobres gentes miserables, pero gobernado por fanáticos, a los que su propio pueblo no les importa nada? La causa reside en la propia estructura de valores que constituye la esencia de cada uno. Occidente ha sido quien ha dado a la humanidad, tras una larga y dolorosa gestación que costó muchas vidas inocentes, los conceptos de democracia, la presunción de inocencia, el habeas corpus, la libertad de conciencia, los derechos humanos o la reinserción social de los delincuentes, y en su ingenuidad ha creído que su aplicación habría de ser universal, quizá porque sin ellos la vida no parece vida. Todo ello ha propiciado, además de una notable prosperidad económica, una sociedad porosa y receptiva, unas fronteras que apenas suponen obstáculo y unas leyes igualitarias, tolerantes y permisivas con todo aquel que llegue aquí. Desde luego, nada que se pueda encontrar, ni siquiera lejanamente parecido, en otros ámbitos. Pero al mismo tiempo, en un inconsciente ejercicio de falso progresismo, ahora está renunciando a su autoestima y hasta a su propia evolución demográfica y, sobre todo, ha hecho y hace todo lo posible por debilitar las raíces espirituales que lo sostenían, y ya se sabe que cuando un espacio queda vacío otros acuden enseguida a ocuparlo. Y no es cierto que todas las religiones tengan la misma dimensión ética ni que tiendan por igual a la elevación del hombre como ser espiritual; entre el “Amad a vuestros enemigos” del Evangelio y el “Matad a los infieles allí donde los encontréis” del Corán, hay una distancia moral fácil de ver.
Acaso haya llegado el momento de detenerse a reflexionar sobre nuestra sociedad y, sin perder de vista nunca los principios de justicia y solidaridad con los demás pueblos, establecer nuevas líneas que fortalezcan nuestra autodefensa, por supuesto física, pero también cultural y política. Dado el escaso sentido del humor que tienen estos luchadores de Alá, no debe interpretarse como una broma esa temible advertencia que alguno de ellos nos ha hecho: os conquistaremos con vuestras leyes y os gobernaremos con las nuestras.

miércoles, 7 de enero de 2015

Predicciones

Hace ya algunos años que no asoman por estas fechas los videntes del futuro para contarnos lo que nos aguarda en nuestra vida. Aquellos desfiles de adivinos, arúspices, agoreros, licenciados en presagios y doctores en la técnica de la prospectiva de futuro que estaban en el secreto de lo que nos tenía reservado nuestro destino, ya ni siquiera aparecen en las cadenas de la telebasura. Se ve que ya no son rentables; es una profesión devaluada. Será que estos tiempos escépticos no dan para aceptar más sandeces que las irremediables, las de algunos políticos, por ejemplo; o acaso que el ingenio y el desparpajo de los profetas de antes ya no rinde más frutos que una carcajada generalizada. Oh, tiempos descreídos; oh, reino de la incredulidad; oh, gentes sin fe.
Pues en ausencia de los que tienen el secreto del porvenir, uno ha hecho su esfuerzo, se ha encomendado al espíritu del santo obispo Malaquías y del padre Nostradamus y ha logrado participar de la visión del futuro. Su natural modestia no le impide afirmar que el alcance de sus predicciones no se limita a este año que comienza, sino también a los próximos, y aun a todo el siglo. Vayan aquí algunas de las líneas que consiguió leer en el gran libro de los designios:
Seguiremos los humildes habitantes de este planeta naciendo, luchando, sufriendo, amando y muriendo, como ha sucedido desde que el primero de nosotros comenzó a respirar en él.
Seguirá el hombre a cuestas con sus pasiones de siempre, esforzándose en la búsqueda de la belleza y la bondad, y a la vez arrastrándose en las tristes miserias de su condición humana.
Seguirán los políticos reuniéndose en cualquier lugar que se tercie, para hablar de los conflictos que ellos mismos han provocado, casi siempre por forzar la lógica de las cosas.
Seguirán naciendo cada día las esperanzas que nos fortalecen, y continuarán floreciendo miradas ilusionadas y actos de amor y promesas y propósitos desinteresados. Y en cualquier lugar anónimo del mundo seguirá habiendo quienes estén entregando a los demás la mano llena y la palabra consoladora que nadie nunca les había dado.
Seguirán los de siempre a vueltas con la idea de que su terruño es el eje del mundo, el punto de encuentro del cosmos, sin ver que están en pleno viaje de regreso tribal. Y en las tierras donde este empeño se presenta como una obligación de conciencia dictada desde lo alto, seguirá retrocediendo la humanidad del hombre para convertirse en una bestia sanguinaria.
Seguirá alguna mansa brisa de la tarde acariciando los corazones de los solitarios, ofreciéndoles quizá la compañía de todo lo creado. Y en agradecimiento sólo pedirá un suspiro.
Y seguirán la Tierra y el Universo entero dando vueltas, indiferentes a todo, como si la eternidad que a nosotros se nos niega fuera para ellos título y condena. Y desde aquí sólo podremos mirar las estrellas.