lunes, 25 de abril de 2011

El temor nuestro de cada día

Está visto que, por mucho bienestar que alcancemos y mucho progreso técnico del que presumamos, nuestro sino es el de estar permanentemente sentados bajo la espada de Damocles. El tal Damocles la sufrió como escarmiento a su envidia, pero nosotros la tenemos encima sin que sepamos exactamente quién tiene interés en que la veamos, ni con qué fin, ni qué se consigue con ello. Las religiones sotéricas tuvieron siempre en el Apocalipsis o en sus equivalentes escatológicos el instrumento para quitar a sus fieles la alegría de vivir; los humanos del siglo X vivieron su existencia en aterrorizado estado penitencial ante la llegada del año 1000; visionarios y profetas posteriores auguraron en crípticos mensajes el próximo e inevitable fin de los tiempos. Y el mundo y la vida siguen adelante. En nuestro descreído siglo, cuando el misterio de lo inaprensible ha perdido buena parte de su capacidad para remover los ánimos, las amenazas nos son presentadas con un tinte de racionalidad y amparadas bajo una siempre eficaz etiqueta escrita con términos científicos. Y sin embargo, uno tiende a creer que la espada no está sujeta con una crin de caballo, sino con una gruesa cuerda.
Nos atribularon, y lo que queda, con el cambio climático, como si desde el Precámbrico hasta ahora la Tierra no hubiera vivido en una permanente oscilación climática. Es de suponer que quienes vieron cómo se derretían los hielos delante de su cueva hace medio millón de años, tras la glaciación würmiense, también pensarían, si pudieran, en un cambio climático, y se adaptaron sin problemas y aquí estamos nosotros. Luego llegó aquella gripe, que se convirtió en un espectáculo de capítulos por entregas para que viéramos bien cómo se nos acercaba inexorablemente, casi con resonancias medievales. Después, al hilo de una catástrofe, la apocalipsis nuclear. Prohibido despertarse sin preocupaciones.
Vivir es un ejercicio que conlleva riesgos, y cuanto más compleja se vuelve la vida más abundantes son, pero no es aceptable que nos los traten de convertir en una situación permanente de temor, que en definitiva no es más que una forma de control. Los encargados del tráfico nos ponen un nudo en la garganta cada vez que subimos al coche porque hacen que veamos la carretera como un patíbulo muy probable; a los que no nos va el deporte nos auguran mil enfermedades; a los fumadores les anuncian su próxima muerte en las cajetillas. Pues prefería el milenarismo; al menos el fin habría de ser rápido y para todos a la vez. Claro que uno siempre puede elevar la mirada y pensar como el escéptico poeta: "Gira la rueda de la fortuna sin reparar en los pronósticos de los sabios. Puesto que ignoras lo que te reserva el mañana, procura ser feliz hoy. Coge un cántaro de vino y siéntate a la luz de la luna pensando en que mañana quizá la luna te busque en vano".

viernes, 15 de abril de 2011

Semana ¿Santa?

El sol que se nos promete este año, la nieve de otros y las mil razones de siempre han convertido desde hace ya mucho tiempo a esta semana en la menos santa del año. Viajes, escapadas, playa y montaña, campo, barbacoas, espectáculos. Esta semana, milenaria y santa por propia definición, apenas es ya más que un grato paréntesis que interrumpe la rutina de la primera mitad del año. Maná de hosteleros, bendición de agencias de viajes, salvación de compañías aéreas, enderezadora de entuertos turísticos y tormento de los responsables de tráfico. El segundo gran momento del año cristiano, el que cierra y culmina su ciclo dogmático, es una inmensa manifestación de fe profana. Si en el período navideño, a pesar de la plaga comercial que ha caído sobre él, se mantiene una innegable cercanía al hecho que se celebra y un espíritu de cierta aproximación litúrgica, que se refleja en la tradición de la celebración familiar, en Semana Santa se hace difícil encontrar otra cosa que caras ansiosas de llegar a un destino ajeno al suyo. A lo mejor es que un nacimiento, aunque haya tenido lugar hace dos milenios, nos aviva siempre una idea de alegría; en cambio la muerte, por más que haya sido redentora, nos perturba, mientras que la resurrección, como todo lo que es ajeno a la realidad ordinaria, resulta de muy difícil comprensión fuera de la gracia de la fe.
Claro que quedan las procesiones. Aparatosas y rozando la manifestación folclórica en el sur, donde a veces no es fácil deslindarlas de la condición de desfile turístico. Más recogidas y silenciosas las castellanas, y con el valor añadido de la absoluta categoría artística de sus imágenes. Pero incluso estas manifestaciones han llegado a convertirse en un motivo en sí mismas para atraer visitantes; es decir, en un resorte económico. Sorprende ver cómo ediles y alcaldes que se visten de progres el resto del año y aprueban mociones para que se retiren todos los símbolos religiosos de las escuelas públicas, no tienen inconveniente en hacer publicidad de la Semana Santa de su localidad con folletos y carteles con la imagen doliente del Nazareno. ¿Quién hace de piedras pan, sin ser el Dios verdadero? El dinero.
Esta semana termina sólo por ser santa para esa alma humilde y anhelante, que se recoge en la penumbra silenciosa de una iglesia, cara a cara consigo misma y a solas con el misterio que nutre su fe. Su meditación sobre el hecho fundamental del dogma cristiano se convertirá en plegaria, en propósito, en razón de vida. Renovará su esperanza con la palabra mil veces oída y siempre renovada, como alimento que es. Y no andará por las calles con sayales ni capirotes. Sólo para ella la semana es santa.

domingo, 10 de abril de 2011

Esa cosa llamada televisión

Qué lejos queda aquella ilusión bienintencionada que suscitó la aparición de la televisión. Formar e informar, se decía como objetivo del nuevo medio. Formar ciudadanos responsables desde el conocimiento e informar con la imparcialidad de la imagen, que valía más que mil palabras. Qué lejos queda. La información ha caído en el más puro sectarismo o, cuando menos, en el culto a lo negativo, como si hubiese un empeño en traernos cada día los aspectos más miserables del comportamiento humano. Parece que nada tiene arreglo. Nadie tiene ideales, nadie lucha en silencio por objetivos nobles, nadie conoce el valor del sacrificio ni de la abnegación, nadie quiere de verdad. Pobre del que vea el mundo sólo a través de la televisión, porque vivirá en la desazón de que el ser humano ha perdido todo atisbo de ética, de que el amor y la fidelidad no existen y de que nunca hemos sido tan vulnerables a todos los riesgos y peligros posibles. Del iluso Pangloss hemos pasado a cualquier telediario actual.
Lo de formar suena aún más a sarcasmo. La vieja pantalla familiar se ha convertido en un desfile nauseabundo de miserias humanas, contadas por una caterva de desvergonzados que jamás han conocido ni la más pequeña pizca de dignidad personal, no digamos de ética. Se montan tertulias para dilucidar asuntos tan profundos como porqué una famosa fulana se encamó con no sé qué tipejo y si éste le puso los cuernos o no, y todo ello entre insultos, gritos y un lenguaje tabernario que daría lecciones a un personaje del marqués de Sade y que no va más allá de la media docena de vocablos. O sea, dando un retrato fidedigno de la calidad humana y cultural de los participantes. Por los llamados programas del corazón se mueve una fauna que parece salida de alguna tabla del Bosco. Pindongas, maturrangas, marusos, lumias de bisturí y silicona, adúlteras y gigolós, bardajas de cara bonita, mindundis semianalfabetos, actrices con algún pasado y sin ningún futuro, todos a cuestas con su insoportable insignificancia, apurando los pobres minutos del presente que se les ofrece a costa de quienes gustan de conocer sus miserias. Un retablo grotesco con espectadores sin excesiva preocupación por su autoestima. Hasta los concursos, aquel género entrañable de la tradición televisiva, se han convertido en una exhibición de ejemplares faunísticos encerrados en una casa, en un hotel, en un autobús, en una isla y hasta en un trozo de selva, donde dan rienda a sus instintos más primarios mientras se convierten en nuevos héroes del famoseo. A eso se llama estúpidamente telerrealidad, como si la realidad más cotidiana fuera la de estar haciendo el vago en una casa durante seis meses.
Aquello que decía Groucho de que la televisión le parecía muy educativa, porque cuando alguien la encendía él cogía un libro y se iba a otra habitación a leer, deja de ser una simple ingeniosidad para alcanzar categoría apodíctica. Malos tiempos corren para la razón, así que, por esta vez, nada como ser marxista y hacer caso al filósofo del puro y el bigote.