viernes, 13 de noviembre de 2009

Los libros y el tiempo

Una vez más razones de espacio me han llevado a una reorganización de mi biblioteca, que había ido creciendo año tras año sin apenas darme cuenta, hasta sorprenderme con sus buenos miles de ejemplares. Sobre las bibliotecas cae el tiempo con la misma implacable ley que sobre todos nosotros. Las bibliotecas nacen y crecen y, afortunadamente, no mueren, pero en esta vida casi inmortal se van tornando frondosas y abundantes en ramulla, que es necesario aclarar de vez en cuando aunque no sea más que para dejar espacio a los nuevos brotes. Y como no me fío en absoluto de mis propósitos de no comprar más libros, porque hasta ahora nunca los cumplí, no tengo más remedio que aprovechar el espacio de que dispongo, otorgando prioridades y condenando a unos cuantos a baúles y cajones.Sin embargo, una operación tan simple puede terminar convirtiéndose en una pequeña reflexión existencial si trata uno de realizarla a pecho limpio, sin haber procurado prevenirse contra los efectos del paso del tiempo, que siempre es cosa saludable. Una biblioteca es, casi como ninguna otra cosa, el reflejo de una vida, de una personalidad y de un carácter. Los libros que hoy la componen fueron el resultado de unas ideas determinadas en un momento determinado. La simple mirada de sus títulos nos informa de nuestra propia evolución con una fiabilidad más exacta que nuestro mismo recuerdo, porque su sola presencia ya desmiente cualquier otra apreciación. Esos libros que hemos ido adquiriendo a lo largo de toda nuestra vida con tanto esfuerzo, cuántas veces mirando con pena nuestras exiguas propinas hasta ahorrar lo suficiente para poder tener al fin en la mano aquel objeto, que desde entonces se hará parte de nuestro mundo para siempre. Libros que nos han regalado con ilusión y tienen una dedicatoria inapreciable. Libros todos ellos que responden con casi total exactitud a nuestra forma de pensar y a nuestra visión de la vida en ese momento. Libros que nos han hecho pensar, reír, llorar y hasta sudar sobre sus líneas incomprensibles; esos libros que no pueden ser sustituidos jamás, porque tienen en sus tapas el olor de nuestras manos y en sus páginas el secreto de nuestros pensamientos, de algún que otro propósito y de más de una esperanza.Hoy, mirando mi biblioteca y puesto en la difícil situación de tener que seleccionar entre sus libros para dejar espacio a otros, puedo darme cuenta del trayecto que ha recorrido el pequeño mundo de mis gustos e inquietudes literarias, y con ellas yo mismo, con mis fobias y mis filias, las preocupaciones conceptuales que un día supusieron para mí algo muy importante, los estilos narrativos que en su momento admiré, los temas que me inquietaron. No soy capaz de saber ahora si esto es bueno o malo, pero sí parece evidente que por lo menos es un buen antídoto contra el dogmatismo. Y, desde luego, una fuente de nostalgia invencible por tanta vida dejada atrás.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Vivir sin amor

Rezagol tiene trece años, una expresión en sus negros ojos de una energía impropia de su edad y unos sueños infantiles deshechos apenas recién nacidos. Sabe, más bien intuye, lo que es el amor, lo ha visto en las películas, pero es afgana y mujer, y por ello sabe también que está condenada a no vivirlo. Se han apropiado de sus ilusiones y de sus sentimientos, obligándola a casarse con un anciano al que ni siquiera conoce. Cuando llegó a su nueva casa no pudo soportarlo. Buscó una botella de gasolina, se la echó por encima y se prendió fuego. Salvó la vida, pero su cuerpo quedó tan afectado que ni siquiera puede andar. Sólo su cara se libró de las llamas. Pero su drama no acabó ahí. Ante el deshonor que suponía para la familia el hecho de intentar suicidarse para huir de su marido, sus padres la sacaron del hospital para ocultarla a todas las miradas. Menos mal que, tres meses después, y ante el peligro que corría su vida, otros parientes más comprensivos decidieron internarla de nuevo, aunque sin grandes esperanzas.
La crónica de la historia nos ofrece momentos de especial dureza para la mujer, especialmente en lo que se refiere al sometimiento de su voluntad y al acallamiento de sus impulsos más humanos, pero sólo es posible encontrar un estado de aniquilación semejante en las épocas en las que las ideas igualitarias derivadas del moderno desarrollo de una moral racional eran impensables. Se anula su voluntad, por supuesto, pero también su cualidad de ser humano capaz de amar según sus impulsos más íntimos. El amor ya no depende de ese azar maravilloso que entrelaza a su antojo dos ilusiones hasta su entrega total. Por amor se pueden hacer muchos desatinos, pero benditos sean. Mucho peores son los que se obligan a hacer por un amor impuesto, y más cuando se impone en la edad en que la vida se nos presenta como una llamada sugestiva, plena de promesas.
Del fanatismo a la barbarie sólo media un paso. Estos individuos, que Alá los inspire, lo dan cada día, sobre todo en lo que se refiere a la mujer. No sólo la condenan a contemplar el mundo a través de una tela, sino a vivir sin amor. Rezagol es uno más de los cincuenta casos de autoinmolación que se han producido por la misma causa sólo en este año, pero hay tragedias ocultas que destrozan de otro modo. "Aquí no hay ni una sola mujer enamorada de su marido", dice un cooperante que conoce bien el país. Pobre sociedad la que elimina el amor como causa original de sus vínculos más primarios.
Uno no ha oído a los movimientos feministas ni siquiera un murmullo. Tampoco sabe cómo pueden encajar casos así en ese intento de aliar civilizaciones. Para que pueda haber una alianza de civilizaciones es preciso que las dos partes lo sean, es decir, que las dos estén civilizadas; si no, el resultado será un engendro, en el mejor de los casos, inútil y, en el peor, de consecuencias imprevistas. No resulta fácil ayudar a la solución de lo que no se comprende, y si aplicamos nuestra mentalidad de occidentales quién sabe qué daño podemos causar. Aunque seguramente nunca será mayor que el que ya le han causado a esa niña.