miércoles, 27 de julio de 2022

El verano que nos puso a prueba

Qué verano, amigo. No ha permanecido nada reposando en su sitio tranquilamente sin que haya alzado el dedo y haya hecho acto de presencia en el discurrir diario de nuestras vidas. Todo ha venido a la vez, como si se hubieran puesto de acuerdo todos los genios del mal que pudieran causarnos algún daño. No hay mañana en que alguna línea del periódico o una frase de los informativos nos traigan un hilo de esperanza, ni siquiera una palabra de luz a la que poder acogerse, aunque sea a costa de engañarse a sí mismo en un exceso de ingenuidad. Huir de los telediarios se está convirtiendo en una cuestión terapéutica. Caen en cascada las noticias que nos encogen el aliento y nos debilitan la fe en el futuro más inmediato: las irremediables, que tienen un origen ajeno a nosotros, y las que nacen en el seno de las ambiciones políticas y económicas de los que mandan. Y todas nos dejan el ánimo por los suelos, porque ni ante unas ni ante las otras podemos hacer nada desde nuestro sitio en el mundo.
Pocas veces hemos tenido ante nosotros en un mismo tiempo un panorama tan desalentador y con ingredientes tan diversos: una ola de calor infernal que nos abrasa, bosques y campos incendiados, una guerra que sigue sin horizonte alguno de paz, el virus que no muere, una inflación disparada, el precio de la energía por las nubes con aviso de un próximo invierno con restricciones, la cesta de la compra diaria cada vez más difícil de llenar, una seria amenaza de recesión, un nuevo impuesto a los beneficios empresariales que pone en riesgo las inversiones y que terminaremos pagando nosotros, un Gobierno desorientado, de principios grouchistas, capaz de pactar con el diablo con tal de seguir en el poder. No hay sitio donde mirar que no nos muestre la cara de algún motivo de preocupación.
Pero también es en estos momentos en que todo parece conjurarse contra nosotros cuando cobran fuerza los impulsos más nobles del ser humano, esos que permanecen escondidos durante los tiempos de bonanza bajo la capa de la rutina y que en los momentos de zozobra siempre salen a la luz: valor, heroísmo, generosidad, entrega. Si en los días duros de la pandemia los héroes fueron los sanitarios que arriesgaron su salud y su vida tratando de salvar las nuestras, ahora con los incendios, como poco antes con el volcán, lo son los bomberos, las fuerzas de seguridad, los militares y los voluntarios. Y en la guerra de Ucrania hasta el más humilde campesino que intenta poner a salvo a su familia. Por suerte siempre tenemos a quien admirar.

miércoles, 20 de julio de 2022

El monte en llamas

Sin que sepa muy bien por qué, el que esto escribe siempre ha tenido una indefinible querencia hacia ese paisaje de montañas y valles que se extiende por las provincias de Salamanca y Cáceres. Quizá sea por sus recuerdos o por el interés objetivo de su naturaleza y su historia o por todo ello y más, el caso es que hay pocos años que no caiga por allí para terminar conociéndolo del todo y haciéndose cada vez un poco más amigo de él. Desde La Alberca, por el puerto del Portillo, una carretera hecha de curvas imposibles que casi tocan sus extremos desciende hasta el valle de Las Batuecas. Valle misterioso, silencioso, profundo, primitivo, en cuyo centro, invisible desde la carretera, se encuentra un monasterio carmelita que no se puede visitar, y, cerca, la cascada del Chorro, en un entorno de naturaleza casi irreal. Tras la retorcida carretera, la llegada a Las Mestas, ya en tierras de Las Hurdes, viene a tener algo de alivio, aunque puede que también de rompimiento de un hechizo; todo depende del espíritu que alimente al viajero. En Las Mestas puede el visitante tomarse un ciripolen en el bar de don Cirilo, un peculiar personaje que en los años 90 inventó esta bebida, basada en productos apícolas, y lo hizo famoso como un afrodisíaco natural.
Y aquel otoño en Monfragüe, junto a un mirador sobre el Tajo, al lado de una gran roca de forma lejanamente humana, cerca de un lugar que llaman el Salto del Gitano. Las aguas del río, remansadas por los embalses cercanos, reflejaban en su tono azul el verdor de las boscosas laderas. Todo estaba quieto; un paisaje congelado, en el que sólo los buitres parecían tener licencia para moverse. Comenzaba a anochecer. El silencio sólo era roto por alguna cigarra retardada, mientras las sombras caían y todo iba quedando envuelto en la oscuridad más absoluta. De pronto, de lo más hondo de la espesura surgió un bramido tremendo, que inmediatamente fue contestado por otro más lejano. En un momento la sierra entera retumbaba con multitud de roncas llamadas, que el eco se encargaba de multiplicar. Un momento sobrecogedor, al que uno asistía con la respiración contenida por temor a romperlo. Era la berrea de los ciervos, la manifestación de su celo, uno de esos espectáculos que la naturaleza nos brinda desinteresadamente, sin más trabajo por nuestra parte que el de estar allí a finales de cada septiembre.
Hoy veo por televisión cómo las llamas destruyen estos dos parajes y se me atropellan por dentro las palabras sin que acierten a salir más que dos, repetidas una y otra vez: qué pena.

miércoles, 13 de julio de 2022

Difícil de olvidar

Parece que fue ayer mismo y se cumple ya un cuarto de siglo. Cuánto tiempo puede llegar a permanecer el impacto de un dolor en la memoria sin que se debilite la intensidad de su primer día y sin que haga el menor ademán de retirarse hacia el olvido. Los que contamos ya más de cuarenta años tenemos muy clavado en lo más sensible de ese lugar donde se almacenan los recuerdos que sobrevivirán para siempre al tiempo, el de aquellos dos días de julio en que España entera se detuvo atónita, con la mirada vuelta hacia un oscuro pueblo vasco del que pocos habían oído hablar. Los terroristas etarras habían secuestrado a un concejal desconocido, un chico de veintinueve años, y amenazaban al Gobierno con matarlo si no accedía a sus peticiones sobre el acercamiento de sus presos en un plazo de dos días. Fueron cuarenta y ocho horas de pesadilla, una agonía vivida en directo, minuto a minuto, sabiendo que el Gobierno no podía ceder y que solo quedaba la debilísima esperanza de que algún golpe de suerte permitiera hallar una pista por la que poder encontrarlo, porque ninguna otra clase de esperanza era posible teniendo en cuenta las manos en que estaba. Cumplido el plazo, todos contuvimos la respiración, quizá en el fondo a la espera inconsciente de un milagro, pero los asesinos cumplieron su siniestra promesa con dos tiros en la cabeza del joven concejal. Todo el país enmudeció.
Seguramente ni los propios asesinos pudieron imaginar el impacto de aquel crimen. Pronto una ola de indignación se extendió por toda España. Los sentimientos de repulsa hacia la banda asesina rompieron toda inhibición y las ciudades se llenaron de muchedumbres que se manifestaban levantando las manos teñidas de blanco frente a quienes las tenían rojas de sangre. Fue una conmoción que cambió las conciencias de muchos vascos obligándoles a abandonar el cómodo refugio de la indiferencia. Nació un nuevo espíritu, que tomó el nombre del pueblo, mezcla de ya está bien, de hartazgo y grito de una sociedad hastiada y de válvula de escape de tanta presión acumulada durante años, que creó y dio vigor a la determinación de enfrentarse sin complejos a los terroristas. Nada fue igual desde entonces.
Aquel crimen habría de ser uno más de la infame y extensa lista de los etarras, llamado, como tantos otros, a pasar desapercibido o a ser pronto olvidado. La víctima no era ni la más destacada políticamente ni la más influyente ni la más conocida; era un simple concejal de un pueblo, a quien le gustaba tocar la batería. Nunca pudo sospechar que le tocaba convertirse en un símbolo.

miércoles, 6 de julio de 2022

Después de la cumbre

Difuminadas ya las imágenes de la reunión de los mandamases del mundo libre en Madrid, la actualidad vuelve a su cauce con las inquietudes y los protagonistas de siempre. Han sido unos días de expectación y en ocasiones de espectáculo, entre la curiosidad por las formas y el interés por el contenido. Luego fue la hora de los comentarios y opiniones de la infinita legión de expertos que nos iluminaron con sus análisis, desde el la necesidad de decidir una nueva geoestrategia militar en tierras europeas hasta el trascendental acontecimiento de comprar unas alpargatas. Fueron muchos los que se ocuparon de todo ello con dedicación, como pudo verse a diario en las mil tertulias que llenaron las pantallas y las páginas de los medios. La actualidad es lo que tiene: es una fuente de energía perpetua y renovable que jamás corre el riesgo de agotarse.
Lo cierto es que todo salió bien. La reunión fue un éxito y hasta los negacionistas habituales, esos que nunca ven nada bueno en lo nuestro, han tenido que descender hasta detalles ínfimos para encontrar algo con que satisfacer su permanente afán de crítica negativa. De los acuerdos de la cumbre no cabe hacer muchos juicios valorativos si no se conocen los entresijos de la política internacional. El tiempo dirá si sus consecuencias contribuyeron a mejorar la situación de tensión actual, pero lo que sí puede decirse con seguridad es que ha servido para revitalizar nuestra imagen de nación de gran densidad histórica y cultural, que siempre fue potente, pero que andaba últimamente adormecida a causa, en gran parte, de nuestra habitual costumbre de asentir y dar la razón a todo el que hable mal de nosotros. Esta vez los escenarios opinaron por sí solos: las majestuosas salas de palacios, el teatro Real y el inigualable espacio del Museo del Prado, pero también la gastronomía, el protocolo y la seguridad y el orden en las calles, tan alejado de lo que se acostumbra a ver en Davos o París, por ejemplo.
Claro que, desde una maravillosa mirada utópica, lo ideal sería que ni esta ni ninguna reunión de este tipo fuera necesaria. Cualquier organización defensiva es la respuesta al miedo que la humanidad se tiene a sí misma, incapaz de vivir toda ella bajo unos principios comunes, por elementales que fuesen, y necesitada de asociarse con los más afines para defender su seguridad. Más o menos como se ve en la naturaleza. Aquí la soledad es signo de debilidad. Ya lo dejó dicho Churchill: No es bueno discutir con los aliados, pero es peor no tener aliados con los que discutir.