miércoles, 7 de diciembre de 2011

La verdad

¿Qué es la verdad? La pregunta más determinante de todo el texto evangélico la hace nada menos que Pilato, como si repitiera lo que la humanidad lleva planteándose desde que logró sustituir el mito por la razón. Aunque, más que una pregunta, puede que Pilato lo hubiera dicho sin interrogaciones, como una reflexión hecha para sí mismo en tono escéptico. Más o menos como nos la hacemos todos a medida que vemos difuminarse algunas certezas que teníamos como inamovibles.
La verdad es dama seductora y esquiva, amiga de vestirse con ropajes impropios, de esconderse a las miradas y de transformarse cuando alguien cree que la ha descubierto. Dicha por un niño, la verdad puede resultar simpática o puede azorar. Dicha por un político, suele volverse contra él; quizá por eso tiende a ocultarla. Dicha por un científico, la verdad es el resultado último de una serie de comprobaciones empíricas. Dicha por un filósofo, es un destello eternamente huidizo; puede ser aquello que se manifiesta ante la conciencia o la consecuencia final de encadenamientos lógicos. O nada. Demócrito, que necesitaba el azar y la necesidad como razones causales, llegó a la conclusión de que la verdad existe, pero que yace en el fondo de un pozo, sin que podamos rescatarla.
Hay verdades de fe y verdades racionales, hasta que dejan de serlo; hay quien afirma que existen verdades inamovibles y absolutas, y quien cree que lo que es verdad a la luz de una lámpara no lo es siempre a la luz del sol. Puede causar un gran dolor o dar una paz infinita. Hay quien prefiere conocerla, por amarga que pueda ser, y quien quiere que siga oculta por si desvela un rostro terrible. Y hasta hay quien se cree gustoso aquello de “in vino veritas”. La posesión de la verdad es la prenda que aseguran a sus fieles todas las religiones, lo que induce a pensar que, o hay varias verdades, o todas, como mucho menos una, son falsedades tenidas por verdad. En el campo político la verdad debería ser la idea que guiara toda su práctica y, sin embargo, en pocos ámbitos está tan ausente como en este y de forma tan evidente. Se ve que no conocen un antiguo consejo: la política más conveniente consiste en decir siempre la verdad, a menos que se tenga una habilidad excepcional para mentir.
Hay tantas verdades como queramos, según situemos nuestro punto de observación, o acaso ninguna, o quizá vaya a resultar que la única verdad que conocemos es la que ya nos enseñaba el viejo Erasmo: que el hombre nunca podrá estar seguro de ninguna verdad. Y entonces uno piensa en las emociones que le conmueven, en el sol de cada mañana, en el amor entre dos miradas, en las lágrimas de dolor o en el cariño de una madre y tiende a creer que sí, que existen verdades absolutas.