miércoles, 3 de julio de 2013

Los impuestos

Anda la Agencia Tributaria con el instinto cazador más activo que nunca, como un lince con apetito en busca de las presas que corrieron a esconderse detrás de los árboles. Ya ha atrapado a unas cuantas, algunas de amplia resonancia en los medios: un futbolista con cara de no enterarse de nada, empresarios y políticos con cara de estar bien enterados de todo, un cocinero de esos de la nueva ola y otros más o menos conocidos. Dicen los mal pensados que se trata de dar un escarmiento público, algo así como lo que se hacía en aquellas picotas que se alzaban en las plazas de los pueblos, en las que se ataba a los delincuentes para aviso y ejemplo de todos. Puede ser, pero hace bien, qué diablos, que, puesto que hay que pagar, paguemos todos, según el principio de la justicia distributiva. A la hora de disponer del fruto de esos impuestos nadie pone reparos, así que tampoco trate de escabullirse.
La cuestión está en tener o no la percepción, mejor sería la convicción, de que lo que se nos quita para proveer el fondo común nos es devuelto en su justa medida en forma de servicios y atenciones sociales. Porque ese es el fundamento del impuesto, sea cual sea la consideración semántica y técnica que quiera dársele. Hay teóricos que lo ven como el pago de la prima de un seguro; hay quienes lo consideran como una retribución por los servicios que presta el Estado, y hay incluso quienes lo ven como una consecuencia de la condición de súbdito. Aunque quizá deban concebirse mejor como un simple intercambio, a menudo desigual, de dinero por bienestar social. En cualquier caso, todo parte de una raíz única y fundamental: que los ciudadanos paguen. Y vaya si pagamos. Pagamos por lo que ganamos, por lo que gastamos y por lo que ahorramos, por circular y por aparcar, por recibir la herencia de los padres, por comprar un bien y por venderlo, pagamos hasta por tener que pagar, y eso sólo en lo que se llaman impuestos directos, porque los indirectos están tan omnipresentes en todo lo que hacemos en la vida cotidiana que puede decirse que sólo el pensamiento está libre de impuestos. Y aquí no hay negociación posible ni caben esfuerzos de entendimiento; cada uno se queda con lo que el Estado le deja. De ahí que nada irrite más al ciudadano harto de pagar que la ligereza con que se trata su dinero, el despilfarro, los gastos inútiles, las subvenciones absurdas, los sueldos escandalosos, las prebendas, los privilegios y, no digamos, el saqueo de las arcas por parte de algún miserable que siempre suele aparecer.
Los impuestos son una de las escasas seguridades absolutas que puede tener el hombre. Como la muerte, el dolor, la duda o el error. Tanto que, ni aun en el hipotético caso de que alguien renunciase por completo a vivir en sociedad y a las ventajas que ésta le proporciona, le dejarían estar exento de ellos. Visto así, resulta fácil tomarlos como la demostración evidente que deja en simple utopía la proclama de la libertad del hombre. Y, por buscar alguna justificación más metafísica, la prueba de la incapacidad del ser humano para sobrevivir como individuo aislado.

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