miércoles, 29 de diciembre de 2021

El año que se va

Nos quejábamos del 2020 y lo despedimos con un suspiro de alivio y con la seguridad de que el año siguiente habría de ser mejor por fuerza, después de lo alto que dejó el nivel de calamidad aquel siniestro bisiesto. Y no. Este año que ahora se muere ha seguido su estela, de forma que casi pueden repetirse al pie de la letra las maldiciones de despedida que le dedicamos al otro. Hemos visto muy de cerca temores nuevos conviviendo con los viejos, que no acaban de irse. Hemos confirmado lo que ya habíamos descubierto: hasta dónde puede llegar la profundidad de nuestra condición de seres vulnerables. Hemos comprobado que no tenemos respuestas para todo y nos hemos confirmado en la idea de que solo la ciencia puede poner algo de orden en aquello que el azar descompone. Hemos sentido el miedo a nuestro lado y la angustia de ver cómo se resquebrajaba la esperanza del bienestar del mañana al tambalearse los pilares económicos de nuestra sociedad. Si el pasado año tuvimos que aprender de repente asignaturas que nunca hubiéramos querido conocer, este 2021 nos ha obligado a hacer la reválida y hasta tener que luchar por la matrícula de honor para superarlas.

Segundo año de la era del virus, ahora con una variante más pegajosa, pero también más llevadera para nuestras defensas y para las vacunas, que nos han traído la esperanza. Quizá sea esta la única nota luminosa que presente este año para evitar el apellido de "horribilis". Apenas empezado, la borrasca Filomena paralizó el país con una nevada como hacía mucho tiempo que no se veía por estas latitudes. Miles de personas quedaron aisladas en sus pueblos, se cerraron vías de tren, autopistas y aeropuertos, frutales y cultivos de invierno quedaron destrozados, se produjeron aludes mortales y hasta las calles de las ciudades se convirtieron en un peligro para todos. Y luego despertó el volcán. La naturaleza pareció querer mostrarnos nuestra indefensión haciendo alarde de sus recursos de extremo a extremo. Fuego y nieve, silencio y bramidos. Cuando nadie lo esperaba, ni siquiera lo intuía, una desconocida montaña de la isla de la Palma se abrió y se convirtió durante unos días eternos en una imagen del infierno. Quienes lo han perdido todo bajo el monstruoso río de lava ardiente, llevarán marcado para siempre en su memoria el nombre de este 2021.

El mundo es un lugar de riesgo, ya lo sabemos, pero hay años que parecen empeñados en recordárnoslo. Al próximo habrá que decirle que ya lo hemos aprendido, pero sobre todo habrá que exigir a quienes mandan que no nos lo hagan más difícil.

miércoles, 22 de diciembre de 2021

Feliz Navidad

Feliz Navidad a los que quieren borrar este nombre de nuestro mapa de los sentimientos y cambiarlo por el de fiesta, solsticio y ocurrencias así. Que se atrevan a mirar a su alrededor con ojos limpios de resabios y comprenderán que hay ideas con un espíritu tan poderoso que pretender luchar contra ellas es como querer dar puñetazos al sol. Y el eco de lejanas campanillas y de entrañables evocaciones infantiles seguramente estará al acecho en algún escondrijo de su mente.

Feliz Navidad a los que el virus hundió en el dolor de una despedida, a los que sufren en una cama de hospital y a los que han tenido que alterar sus vidas por el temor y la incertidumbre, o sea, a todos nosotros. A los refugiados que tiritan en el bosque helado ante la alambrada que no traspasarán o en la playa a la que nunca llegarán. A los que se han tenido que acostumbrar a vivir sin esperanza. A todos los que dedican algo de su saber y de su tiempo a ayudar a otro, sin darse cuenta quizá de que son la base más noble y valiosa de la sociedad.

Feliz Navidad a los que vieron cómo el volcán enterraba para siempre bajo una montaña de lava infernal el trabajo de su vida, la casa, los recuerdos, el presente y el futuro. Todo lo que tenían, menos su dignidad y su mirada resignada. Que algún brote de vida surja pronto entre las cenizas como símbolo de esperanza y, mientras tanto, que se cumplan las promesas y las ayudas no se hagan de rogar.

Feliz Navidad a los políticos de buena voluntad que piensan ante todo en el bien común. Que el viento de las urnas se lleve cuanto antes a los demagogos y sectarios, a los que viven de la mentira y de mirar tan solo su provecho, y a los fanáticos ignorantes para los que su lengua y su terruño son la única obra sublime de la creación. Pues incluso a estos, Feliz Navidad.

Feliz Navidad a los que sienten en su alma el latido diario de los campos solitarios que les esperan cada madrugada para proseguir su eterno y sufrido idilio; a quienes en cualquier lugar se enfrentan cada día al duro ejercicio de luchar para dar a sus hijos el mejor futuro sin esperar más recompensa que la de verlo conseguido; a los que cumplen con su deber de forma callada y ven cómo sus impuestos se emplean muchas veces en despilfarros absurdos, y a los que creen que vivir la vida con optimismo en estos tiempos es un ejercicio difícil, pero que es necesario intentarlo.

Feliz Navidad a los que a estas horas han comprobado que la suerte les ha tratado como cada año. Y a ti, que has tenido la generosidad de leerme.

miércoles, 15 de diciembre de 2021

Juguetes para la igualdad

Cada vez le quitan más a uno las ganas de volver la vista hacia su infancia, que por lo visto fue un territorio en el que recibimos unos valores y unos ejemplos justo al revés de lo que deberían ser. Con lo bien que nos sentíamos creyendo que habíamos tenido una niñez feliz, al menos así quedó para siempre en nuestro recuerdo. Tendríamos que pedir cuentas a nuestros padres por tratar de cumplir nuestros deseos y de procurar que nos sintiéramos los amos del mundo aunque fuera un solo día. Por ejemplo, en Reyes. A quién se le ocurre darnos lo que pedíamos. Cómo pudieron tener presente por encima de todo satisfacer nuestra ilusión.  Mira que regalar a mi hermana una Nancy en vez de un balón y a mí un fuerte apache en lugar de un juego de cocinitas. Cómo era posible que el instinto de hacer felices a sus hijos fuera más poderoso que la conciencia igualitaria que debía ser la norma rectora. Claro que en su descargo hay que decir que la culpa era nuestra, de los niños. En vez de ponernos con las mariquitas recortables preferíamos jugar a los indios o a la peonza, las canicas o las chapas, todos juguetes que fomentaban la desigualdad. Y ellas igualmente a lo suyo. Qué grave inconsciencia la nuestra.
Menos mal que tenemos ahí a nuestro inefable ministro de Consumo, siempre velando porque consumamos lo que más nos conviene. Si hace unos días se molestó en enseñarnos lo que deberíamos comer para salvar el planeta, ahora nos muestra qué juguetes debemos comprar a nuestros hijos para que todos y el mundo entero sean más felices. Bueno, todos menos el niño al que se le trae un juguete que no le gusta.
Qué caro y molesto resulta un ministro sin nada de que ocuparse, porque dispone de dineros y del BOE, y como ha de parecer que hace algo para justificar su inútil ministerio, caza al vuelo cualquier ocurrencia para hacerla pasar por una gran idea. La de ahora es pedir a los padres una huelga de juguetes que "reproduzcan roles de género que condicionen la personalidad de los menores"; o sea, que compren a sus pequeños solo los que el ministerio diga, que para eso es sujeto agente del pensamiento único. A nadie se le ocurre dudar de la necesidad de conseguir la absoluta igualdad de derechos entre los dos géneros, pero no de lo que vive en el interior de cada persona. No se pueden igualar las ilusiones ni los deseos, las inclinaciones, gustos, vocaciones o preferencias, rasgos de carácter que precisamente se manifiestan en la infancia y que son consustanciales con la personalidad. Que cada niño reciba el juguete que le haga más feliz y que los padres se olviden de lo que diga ese faro que ilumina nuestras vidas en el Ministerio de Consumo.

miércoles, 8 de diciembre de 2021

Todo igual

Entre la avanzadilla del invierno que nos ha llegado en forma de frío, nieve y riadas, la  amenaza de otra variante del virus, que no acaba ni de irse ni de quedarse quieto en su estado actual, y el volcán, que sigue con su furia intacta, la naturaleza parece empeñada en recordarnos sus poderes y su grado de indiferencia por nosotros. Entre todo eso y lo que ponemos de nuestra parte los que nos llamamos seres racionales, la actualidad anda, como siempre, desapacible, hosca y produciéndonos inquietud cada vez que nos acercamos a cualquier noticiario. Da la impresión de que esta especie de mono desnudo que se ha apoderado del planeta tiene como actividad preferente la de preocuparse en hacer lo posible por no ser feliz. Yo creo que de todas las maldiciones que los dioses han echado a los hombres en todos los sitios y épocas, ninguna pudo ser tan perversa como esta: condenados estáis a empeñaros en hacer lo contrario de lo que deberíais hacer para ser felices. Y en eso estamos.
Si con la naturaleza no cabe más diálogo que decir amén a todo lo que nos imponga, sí está en nuestra mano tratar de modificar lo que tiene su origen en nosotros en busca del mayor bien posible. Podría hacerse una clasificación primaria de las personas, dividiéndolas en dos grupos: las que buscan problemas y las que buscan soluciones. Pero, a pesar de su atractivo enunciado es eso, primaria, porque los que buscan problemas lo hacen casi siempre pensando que con ello consiguen soluciones, con lo cual el problema se alarga hasta el infinito. Somos un tejido inextricable de contradicciones, intereses, hipocresías, ambiciones y pasiones ocultas, y en virtud de ellas mentimos, fingimos y pasamos por encima de la verdad y hasta de nuestras propias convicciones.
El reflejo de esto en nuestra vida privada tiene siempre un alcance limitado, e incluso puede que se compense en muchas ocasiones con actitudes nobles y sublimes, pero en el campo de la política es realmente repugnante. Una guerra en la que las armas son unas pobres gentes desesperadas a las que se envía a morir de frío ante una frontera cerrada o ahogados ante cualquier costa de una tierra prometida; en muchos sitios tiranías, dictaduras y aplastamiento de voluntades; aquí una pandilla de chantajistas tratando de obtener para su huerto todo lo que puedan a cambio de sus raquíticos votos, y un Gobierno que cede lo que sea con tal de conseguirlos. Frente a tanto dogmático, que piensa que es el único que ha encontrado la verdad, vendría bien algo del escepticismo de quien se queda en su búsqueda.

miércoles, 1 de diciembre de 2021

Don Justo

Tenía 96 años y una vida que había cundido como tres, las mismas que habría necesitado para concluir su obra. Recuerdo muy bien la primera vez que le vi y lo que escribí de él todavía bajo el impacto de lo que tenía delante y con la duda de saber si me hallaba ante un iluso obsesivo o ante un admirable caso de constancia y fe en sí mismo, pero en todo caso ante alguien especial. Don Justo Gallego era flaco como un suspiro y fuerte como las encinas de su tierra. Uno le veía trepar por los andamios que él mismo levantó como pudo y pensaba de dónde diablos exprimiría tal fuerza aquel cuerpo enjuto que podía, no sólo con la carga que llevaba, sino con el peso de sus muchos años. Quizá él no reparase en ello, pero cuando se es capaz de convertir la frustración en sujeto creador pocas cosas resultan inalcanzables. Don Justo había sido en su juventud monje cisterciense en Santa María de Huerta, hasta que un mal día contrajo la tuberculosis y el abad le indicó que aquel no era sitio para enfermos contagiosos y que la vocación sin duda era una llamada divina, pero que el riesgo aquel era muy humano y que... pues eso. Don Justo, enfermo y con la gran aspiración de su vida destrozada, decidió crearse otra, material, gigantesca, inhumana, una grandiosa oración que durase mientras viviera y que le sirviera para entregarse todo entero. Decidió construir él solo una catedral.

Aprovechando unos terrenos que heredó de sus padres en Mejorada del Campo, comenzó su obra, sin apoyos ni subvenciones y ante la crítica de algunos, la mirada burlona de muchos y la incredulidad de todos. Comenzó con lo que pudo, desde los más vulgares materiales de desecho hasta lo que le fue posible comprar con lo que le quedaba de patrimonio y con los donativos que visitantes admirados le daban. Naturalmente, los requisitos mundanos -licencia de obras, proyecto y demás- no merecieron la menor atención. Aterido de frío en invierno y agobiado por el sol en verano, a todas las horas del día y casi todas las de la noche, don Justo siguió levantando su catedral sin mirar hacia ningún lado, ni a las críticas ni a los elogios, que oía indiferente, ni a las autoridades religiosas o civiles, que en el mejor de los casos le ignoran.

Ahora, sesenta años después, Don Justo ha muerto sin poder ver rematada su catedral, aunque ya con forma bien definida, con su estilo ecléctico, mezcla de gótico y de lo que sea, su aspecto acastillado, su compleja distribución espacial, su variopinta mezcla de materiales y sus enormes proporciones. Un alcalde le dijo un día que, cuando la acabe, con la ley en la mano, no tendrá más remedio que derribársela. Don Justo le respondió: levantaré otra.