miércoles, 29 de junio de 2016

Un panorama nuevo

Qué tiempos están corriendo que parece que todo se nos está envolviendo en un tono crepuscular, como una continua y cansada interrogación a la que sólo sabemos dar respuestas también cansadas. Cómo crecen los viejos espectros que creíamos extinguidos para siempre después de las dolorosas catarsis del pasado siglo; cómo nos miran desde el fondo de una historia no tan lejana los fantasmas que parecían haberse difuminado para siempre. De pronto, unas cuantas mentes iluminadas, en Europa y aquí, han tomado las trompetas para tocar a diana; hemos de despertar; hemos de darnos cuenta de lo mal que nos ha ido en todo este tiempo, de que el estado de bienestar que hemos conseguido no es más que una frágil apariencia de igualdad y de que el sistema democrático que nos hemos dado no es más que la obra de una casta egoísta. Los consensos fueron un error, porque del consenso surgen las reformas, cuando lo que procedía eran rupturas. Surgen voces de nuevos liderillos que piden destejer lo que un largo período de trabajo y visión esperanzada ha ido hilvanando puntada a puntada. Han saltado todos los tabúes, incluso los que estaban amparados por la ley natural. El concepto de unidad pierde valor ante el de disgregación; la familia tiende a contemplarse como una institución que es preciso modificar radicalmente, cuando no sustituir por la tribu; sobran los valores éticos que han dotado de vigor inmaterial toda nuestra trayectoria, y, como ejemplo de paradoja, la idea de globalización absoluta convive dentro de las mismas sociedades con la vuelta a la concha. El populismo a la caza de mentes ingenuas. Cada país tiene ya alguna variante, a izquierda y derecha, todos extremados y todos parecidos, y, como en otras cosas, nos encontraron sin defensas. Los tártaros existían en su desierto; lo que no existía ya era la fortaleza.
En Inglaterra la aplicación práctica de las exigencias populistas está trayendo consecuencias que alarman incluso a quienes las apoyaron; en Francia y en otros países están dando lugar a inquietantes crecimientos de formaciones extremistas de otros tiempos; en toda Europa a una falta de confianza en sus propios valores, porque una de las características de los populistas es que para asentarse ellos hay que denigrar todo lo demás.
Aquí en España el experimento está dando muestras de agotarse sin haber dado más fruto que unas expectativas infladas artificialmente. Los partidos emergentes, esos que surgieron con aire redentor de la indignación, la telegenia y el empeño de algún medio televisivo, parece que han tocado techo, y se inicia el camino de vuelta hacia el bipartidismo. Hay quien dice que ese es el estado natural de todo sistema democrático sedimentado por el tiempo; desde luego, la experiencia en países de larga tradición así lo indica. Así al menos evitaríamos el habitual espectáculo de los perdedores haciendo de perro del hortelano. Porque es lo que cabe esperar de nuestra clase política a no ser que ahora nos dé algo que muy pocas veces nos suele dar: grandeza de miras, consideración de los intereses generales sobre los particulares, voluntad de servir a la sociedad; eso que siempre se llamó patriotismo.

miércoles, 22 de junio de 2016

El dilema británico

No pertenezco al gremio de los anglófilos, que siempre tuvo en España abundancia de representantes, aunque tampoco al de los que aborrecen a los ingleses sin matiz alguno, que también los hay. No me gusta su insoportable condescendencia, ese convencimiento de que el mundo fue hecho para ellos y que quizá esté en el origen de su habitual práctica de la rapiña de lo que otros han creado, que han practicado casi como sistema, desde los mármoles del Partenón hasta la piedra de Rosetta. Ni su hipocresía, elevada a la categoría de virtud y confundida entre gestos de exquisita educación, que les hace criticar a los demás las mismas cosas que ellos hacen en grado mayor, y de eso sabemos algo los españoles. Sospecho que Heine, claro que era alemán, no andaba muy descaminado cuando puso en boca de uno de sus personajes aquello de que "los ingleses son los dioses del tedio; añádase su curiosidad sin interés, su pesadez aderezada, su descarada estupidez, su egoísmo". De su orgullo, tan humillante como estéril, ya apuntó Moratín hace casi tres siglos que era su pecado mortal, el que cubre toda la nación, pero tan necio, tan incorregible, que no se les puede tolerar. Orgullo que es simple arrogancia nacida de un injustificado exceso de autoestima, al menos visto desde la mirada de sus vecinos. Bernard Shaw se permitió hacer de su historia un cruel resumen: el único hecho honroso de toda la historia de Inglaterra fue enviarle cien libras a Beethoven.
Han hecho gala, hasta lograr que se fijara como modelo a imitar, de su carácter pragmático, que les llevó siempre a realizar sus actos sin más disquisiciones que las puramente instrumentales. Bordeando siempre la prepotencia, cuando no el desprecio. Y sin embargo, cabe sentir cierta envidia de su patriotismo por encima de la idea de partido, del respeto que demuestran a sus tradiciones como lazo de unión al margen de las modas, y del coraje especial que saben activar para defender su identidad, sea ante Napoleón o ante Hitler. Y también admirar su capacidad para crear símbolos propios claramente identificables, un espíritu empírico, que les permitió alcanzar un alto nivel científico y de pensamiento, y una libertad creativa capaz de generar una literatura totalizadora, que exploró todos los géneros con obras maestras en cada uno: teatro, ensayo, poesía, novela policíaca, de aventuras, de humor.
Han contribuido a la idea de Europa, claro, quizá a su pesar, pero nunca la han querido ni tenido como propia. Entraron en la Unión como el que va a probar una nueva vida a otro sitio, pero lleva oculto en su bolsillo el billete de regreso. Han aceptado sus grandes objetivos -justicia, libertad, seguridad-, pero no su espíritu integrador, ni siquiera su moneda, ni su sistema métrico, ni sus normas de circulación. Ahora se lo van a preguntar a sí mismos.
No sé lo que ocurrirá mañana. Quizá el sueño secular de una Europa unida quede frustrado para siempre. Aunque sólo sería en lo referente a las fronteras físicas, económicas o jurídicas, incluso políticas, porque en lo que atañe a las internas, las del espíritu, las culturales y las históricas, por mucho que se empeñen en lo contrario serán siempre Europa.

miércoles, 15 de junio de 2016

El pintor de lo inexplicable

Esas colas interminables que rodean el Museo del Prado en espera de poder entrar a la exposición de El Bosco vienen a ser la confirmación de que seguimos en busca de alguna respuesta a nuestras inquietudes inmateriales, igual que hace quinientos años. Es como si se siguiera manteniendo la certeza de poder encontrar en lo que se halla más allá de las evidencias de la realidad una explicación a tantos misterios como nos dejan los dogmas. Y nada mejor para ello que los símbolos, y nada más ambiguo ni más capaz de dar respuestas a la medida de cada uno. El pintor extraño y heterodoxo, que en su tiempo apasionó a intelectuales y a reyes, sobre todo a Felipe II, gracias al cual tenemos hoy en Madrid la mayor parte de su producción, fascina hoy al pueblo llano. Algo sí ha cambiado. 
El Bosco atrae porque no se entiende, y ese desafío nos azuza hasta encontrar la clave que se ajuste a nuestra razón. Sabemos que la hay, y también sabemos que seguramente no coincidirá con la que haya encontrado otro; será la nuestra. De ahí la multitud de interpretaciones, análisis y reacciones que ha suscitado. Esto es así especialmente en su segunda etapa. Hasta entonces sus temas están próximos a la pintura de género, con elementos costumbristas e intención moralizante: el prestidigitador que distrae a un primo mientras otro le roba la cartera, el cuerdo del embudo en la cabeza que extrae a otro la piedra de la locura o las festivas y fantásticas alegorías de los pecados capitales. Es en su período de madurez artística, a partir de sus 50 años, cuando comienza a romper la referencia al mundo real y aparece una fantasía desbordante de elementos híbridos, mezcla de animal, mineral y humana. Es la época de sus grandes trípticos. En torno a El carro de heno se reúnen todos los estamentos sociales, el rey y el papa, el clero y el pueblo, pobres y ricos, unidos por el mismo afán de conseguir el placer a toda costa, sin preocuparse de lo que les espera en el panel derecho. Abundan los elementos sarcásticos, como la abadesa que no necesita preocuparse por recoger el heno, pues se lo sirven, pero sobre todo queda claro el mensaje: el mundo es un carro de heno y cada uno saca de él lo que puede. 
 El destino del hombre, enmarcado, sí, en una sincera convicción cristiana, eso viene a ser El jardín de las delicias. El destino, como consecuencia de la realidad en que ha convertido su presente después del acto de la creación divina. El panel central es una explosión de elementos oníricos, esotéricos, cabalísticos, fantásticos y alquimistas, casi todos de difícil aproximación, pero siempre dentro de un fino humor: una procesión circular de gentes que montan los animales más extraños, hombres y mujeres desnudos en raras posturas o con cuervos sobre sus cabezas, artefactos extravagantes, pájaros gigantes, actitudes grotescas. Se han dado sobre cada uno todas las explicaciones posibles, desde la freudiana sobre la sexualidad del autor hasta la que le incluye en la secta adamita. Ninguna parece convincente. Uno, por ejemplo, ha leído uno tantas interpretaciones sobre la pareja que se acaricia dentro de la burbuja o sobre esa extraña mujer negra que acompaña a las que parecen ser una alegoría de las Tres Gracias, que ya sólo hace caso a la suya.

sábado, 11 de junio de 2016

Un escritor olvidado

Uno de los centenarios que pueblan este año, abundante en aniversarios ilustres, es el de un escritor poco conocido y menos leído, pero que en vida alcanzó fama, éxito y buenas rentas con sus libros: Felipe Trigo. Médico, militar y novelista, autor de obras calificadas en su momento de escandalosas por sus temas amorosos y por la importancia concedida al componente erótico y al tratamiento de la moral sexual, llevó una vida inquieta y acomodada, y gozó durante algún tiempo de gran popularidad, casi tan grande como luego fue su olvido. En algún momento tuvo una relación, aunque ocasional, con Asturias.
Había nacido en 1864 en Villanueva de la Serena y estudiado Medicina en Madrid, de donde volvió a su Extremadura natal a ejercer como médico rural. Entró luego en la Sanidad Militar y, tras una estancia en Sevilla, vino a Trubia como médico de la fábrica de cañones, pero no encuentra su sitio y decide irse con su familia como voluntario a Filipinas, en plena insurrección indígena. Allí es herido a machetazos y queda mutilado, pero sobrevive y vuelve a España, donde se dedica exclusivamente a la actividad literaria. El éxito de sus novelas es enorme; se convierte en una figura social, lleva una vida mundana y lujosa y consigue fama de personaje distinguido y galante.
La crítica contemporánea no corrió en paralelo con su éxito popular, ni en lo referente a la forma ni al contenido de sus obras. Su defensa del erotismo como sujeto temático y su concepto de la liberación de la mujer -"mezcla armoniosa de Venus y de la Inmaculada"- tuvieron respuestas varias, casi siempre contundentes. Pero también su despreocupación por el estilo y por el buen uso de la lengua: abuso irritante de los pronombres enclíticos, incorrecciones sintácticas, laísmos, errores de concordancia. Gómez de la Serna hablaba con sarcasmo de su obra, Galdós y Unamuno no ocultaron sus descalificaciones, y Clarín escribió sobre Las ingenuas, su primera novela, que "era un corruptor de menores y del idioma" y que hacía de la lengua algo "groseramente tosco, incorrecto y confuso". Vendió, sin embargo, como pocos y se hizo rico con los derechos de autor como ninguno, gracias, en parte, a que era un buen publicista de sus novelas.
Alma en los labios desarrolla su acción en la imaginaria localidad de Ardoa, un lugar que el lector identifica pronto como asturiano: altas montañas, maizales, gaitas, manzanas, chigres, sidra, carbón, un mar no lejano. Sobre el fondo de una historia amorosa con diversas derivaciones se plantea un enfrentamiento dialéctico entre dos modos de producción industrial, dentro de un tono discursivo y moralizante sobre la condición femenina, con largos diálogos y alguna referencia autobiográfica.
Un día de otoño de 1916 se encerró en el despacho de su chalé madrileño y se disparó un tiro en la sien. Tenía 52 años. Hacía algún tiempo que le angustiaba el temor a una enfermedad mental que ya se le insinuaba, según se deduce de su carta de despedida a su familia. Hoy su recuerdo queda difuminado en la lejanía, como las circunstancias del tiempo que retrató. Quizá lo que más suene de él sea el premio literario que lleva su nombre.

miércoles, 1 de junio de 2016

Una víctima propicia

La transformación que modificó radicalmente la sociedad a lo largo del último siglo tuvo un símbolo, que fue a la vez emblema de un tiempo nuevo, medida del prestigio social, aspiración permanente y hasta inspiración de tendencias artísticas: el automóvil. A la sombra de su venerada figura, convertida en meta de anhelos cada vez más posibles, se ha desarrollado una poderosa clase media, que ha visto en él un instrumento igualatorio, capaz de allanar desigualdades sociales y de acortar distancias de clase hasta entonces imposibles. Todo un milagro de la técnica, que, esta vez más que nunca, trascendió de las clases favorecidas y llegó a la mayoría. De las grandes cadenas de montaje salían vehículos, pero sobre todo sueños; cada uno de ellos suponía el cumplimiento de una ilusión largamente esperada, que por fin se convertía en una hermosa realidad, aunque fuera a costa de sacrificios que bien merecían la pena. Había nacido un nuevo ejemplar ciudadano: el automovilista, un ejemplar que pronto despertó las apetencias de todos los alcabaleros del poder.
Hoy el automovilista quizá sea el consumidor más exprimido, estrujado y recurrido por parte de todas las administraciones. Su peripecia de pagador impenitente ya comienza cuando pretende ingresar en el gremio. Necesitará unas cuantas clases de aprendizaje, que le brindará una autoescuela, y un examen, y por todo este proceso de sólo unos días habrá de abonar un importe similar al de todo un curso universitario. Bien, ya tiene su permiso. Ahora a por el coche. Por supuesto, más impuestos: el de matriculación, el iva, yo qué sé. Para poder circular habrá de pagar el de circulación, y cuando acabe de rodar, tendrá que pagar también por aparcarlo. Cada año estará obligado a llevarlo a que se lo revisen durante un cuarto de hora y a pagar por ello, naturalmente. Desde luego, tendrá que hacerse un seguro, y ya se sabe cómo se las gastan las aseguradoras a la hora de pasar recibos. Y pagar altísimos peajes si quiere circular por autopistas y hasta trabajar gratis para algunos gasolineros, que ven en él una mano de obra pintiparada para ahorrarse puestos de trabajo. Y que no se le ocurra tener el menor descuido y saltarse aunque sea mínimamente alguna de las infinitas reglas de circulación, por inofensiva que sea, porque tendrá que llevarse de nuevo la mano al bolsillo y dejarlo temblando una vez más. Todo ello con la amenaza permanente de la subida de la gasolina, porque ya se sabe que el precio del petróleo sólo influye cuando sube; cuando baja no.
Asediado por todos los frentes, estrujado sin ninguna posibilidad de oposición, acosado por los ayuntamientos, que parecen disfrutar dificultándole el aparcamiento, el automovilista ha de soportar su indefensión por el mismo hecho de que la vida actual se ha organizado de tal modo que le resulta muy difícil dejar de serlo. Y ahora, cuando han mejorado las vías de comunicación y tenemos unas de las mejores redes de autovías de Europa, llegan esos que se llaman expertos y proponen limitar la velocidad a 90 km. hora. Por la contaminación, dicen. O sea, que estar más tiempo en la carretera contamina menos. Ah, las calesas.