miércoles, 29 de noviembre de 2017

La lengua que nos une

Estamos en un tiempo en que parece haberse instalado el culto a la división como algo deseable en sí mismo. Dividir, separar, diferenciar, aparecer distinto, esa viene a ser la tendencia. Elevar graciosamente lo pintoresco a la categoría de singularidad. Evidentemente la desigualdad es inevitable y necesaria, pero dentro de su misma esencia. Si el hecho diferencial nace de la propia naturaleza de la sociedad habrá que contemplarlo y regularlo en su caso; el riesgo surge cuando se alimenta artificialmente desde el ámbito político, porque vendrá seguido de un esfuerzo por eliminar elementos de cohesión nacional. Desde hace varios años estamos viendo cómo en algunas regiones ese esfuerzo se aplica a arrinconar todo lo posible a la lengua común de España, a sabiendas de que, una vez conseguido, ya todo será más fácil, porque las demás ligaduras -historia, sentido de pertenencia común, tradiciones y costumbres compartidas- son más fáciles de desatar. Si para eso es preciso privar a los padres del derecho a educar a sus hijos en la lengua de todos, pues se priva, y además con gesto satisfecho.
Seguramente una de nuestras asignaturas pendientes como nación es la de tomar conciencia de una vez por todas de que tenemos en común un patrimonio de valor incalculable que ya quisieran otros para sí: una de las más importantes y poderosas lenguas que existen. Es fácil deducir de ello nuestro deber de cuidarla y protegerla, si no por orgullo y sentido de identidad, al menos por conveniencia material traducida en términos económicos. Con el idioma ocurre como con la naturaleza o los monumentos artísticos, que los agredimos con total despreocupación, sin pararnos a pensar que no son nuestros y que no somos más que sus usuarios. Y aún en el caso de estos todavía pueden contar con alguna legislación a su favor, pero el idioma ni siquiera eso. El idioma sólo cuenta con la cultura, el cariño y el buen gusto de sus hablantes.
Podrían ser la mejor defensa si fueran intensos, pero no lo son; precisamente nuestra lengua sufre los peores ataques desde su propio seno. De los que la hacen de menos a la hora de dar nombre a sus negocios o sus productos; de los nacionalistas fanáticos, que hacen lo posible por eliminarla de los colegios; de los que deshacen su ortografía y desfiguran con toda desfachatez sus palabras para hacer una lengua nueva y presentarla como la propia de su terruño; de la moda de los jóvenes, cuyo lenguaje está muy poco por encima del monosílabo; del esnobismo y papanatismo de muchos, que la atiborran de barbarismos innecesarios; de los comerciantes y anunciantes con sus absurdos rótulos en inglés; de la mala intención de algunos; de la ignorancia de otros. No hay más que oír a muchos tertulianos, periodistas y no digamos a esos personajes que uno nunca acaba de saber por qué son famosos. A casi todos, con las debidas y honorables excepciones, que por suerte las hay, les oiremos cosas como estas: "Yo soy de los que pienso...", "estaba delante mío", "es una cantidad mayor a la de ayer" o esa progresista tautología del "todos y todas", exclusiva de cierta clase política. Más cuidado, por favor, que es lo mejor que tenemos.

miércoles, 22 de noviembre de 2017

Después de la borrasca

Ahora que la borrasca del nordeste se ha desinflado sin que haya llegado a causar una catástrofe de magnitud irreparable gracias a que el dique de protección ha demostrado su solidez, es el momento de echar una mirada al escenario y examinar lo que la embestida del temporal ha dejado al descubierto. Las aguas agitadas nos han puesto a la vista objetos que ni siquiera sabíamos que existían y removido arenas que parecían connaturales al paisaje porque siempre habían estado allí; ahora en cambio nos damos cuenta de que tienen otra significación. A marea baja no es posible mantener ningún engaño sobre el fondo del mar. Si alguna consecuencia útil nos ha traído este episodio es la de haber servido para, en unos casos, asombrarnos de no haber visto antes unas cuantas evidencias, y en otros para rectificar algunas posturas nacidas de algún complejo o de algún temor que se han demostrado infundados.
La primera víctima de esta aventura nacionalista es el concepto que Cataluña había logrado implantar en el resto de españoles. Se las había sabido arreglar para aparecer como nuestro sabio hermano mayor, ese que da ejemplo a todos y a todos mira desde la altura de su éxito, sin descender nunca a reconocer que buena parte de él se lo debe a todos. La vieja distribución de tópicos regionales había adjudicado a los catalanes el de eso tan indefinible que llaman "seny": un pueblo laborioso, práctico, pegado a la tierra, siempre cuidadoso en sus iniciativas y escasamente crédulo ante todo lo que no tuviera alguna consecuencia monetaria. Todo ha quedado deshecho. Una extraña amalgama de advenedizos radicales, elementos antisistema, burgueses de derechas con aspiraciones de izquierdas, nacionalistas de inmersión y elementos acríticos que siguen la estrella que creen que les lleva a su particular belén, todos unidos en el "procés", han conseguido dar una imagen de Cataluña próxima a la de una república de ópera bufa gobernada por algún pariente de Rufus Firefly. Porque todo fue una inmensa mentira. No había nada detrás de tanta palabrería solemne. Ni la historia que se había contado, ni las cifras, ni los apoyos, ni los planes que se ofrecían como sólidamente establecidos. Al otro lado de la pantalla en la que se proyectaba la luminosa imagen de la tierra prometida todo era un inmenso hueco; humo, polvo, sombra, nada. El único plan bien estudiado era el de asegurar la vía de escape de algunos en cuanto las cosas se pusieran mal.
Por el lado positivo, los efectos colaterales de toda esta chapuza han sido, entre otros, el de sacar a la luz la existencia de injusticias y agravios comparativos con relación al resto de España, entre ellas la diferencia de retribución entre los policías regionales y los estatales. Que los miembros de unos cuerpos policiales perfectamente prescindibles, como los autonómicos, cobren mucho más que los de la Policía Nacional o la Guardia Civil, en cuyas manos están no solo las labores propias de investigación, vigilancia y rescate, sino también el control y protección de todos los puntos sensibles del país, resulta incomprensible. Tan incomprensible como indigno para el Estado.

miércoles, 15 de noviembre de 2017

Aristas artificiales

Puede que la Historia deje marcadas en las piezas que ha ido forjando en su transcurso unas aristas que dificultan su encaje entre sí y que resultan muy difíciles de eliminar. Pero la Historia es el hombre; la hace el hombre, y si cambia el hombre cambia la Historia. La única fuerza que condiciona la Historia humana es la voluntad del hombre. Lo que ocurre es que se trata de una fuerza anárquica, dispersa, dividida por mil intereses, imposible de unificar, y de ello nacen los conflictos, todos los conflictos. Solo la buena disposición de la persona, su concepto del valor moral de la convivencia, y en último término la ley, pueden conseguir una sociedad de coexistencia armónica, con referencias culturales comunes, y homogénea en sus objetivos generales. Entonces, las aristas que dejó la Historia no son capaces de impedir el acomodo de todas las piezas en el conjunto.
En el caso de España y su eterna discusión sobre el encaje de sus tierras hay mucho de debate artificial. Las aristas dejadas por la Historia no son más agudas que las de otros sitios ni suficientes para generar roces de convivencia, ni mucho menos para desatar fuerzas centrífugas desintegradoras. Tanto el nombre como el concepto de España son anteriores a los de todas sus regiones. Los dos surgieron como significación de una unidad, aun cuando solo fuera geográfica, que pronto se fue completando con aportaciones políticas y sociales. Cuando, mucho más tarde, las circunstancias propiciaron una división en varios modos de organización territorial, los nuevos espacios nacieron ya dentro de una realidad previa, y a medio plazo terminarían por unirse.
Quizá la arista más innoblemente usada por los nacionalistas sea la de las lenguas autóctonas, que se convierten en la fuerza argumental de sus empeños; es sabido que la lengua es, junto con la religión, el aglomerante más sólido de una sociedad. La misma lengua que aumenta el acervo cultural del conjunto de la nación cuando conserva su capacidad de comunicación y de creación literaria, se convierte en un elemento inútil y hasta conflictivo cuando se hurga entre las hojas muertas para recomponer lo que sea con tal de tener una propia, que eso sí que da sello de diferencia y hasta eleva el rango de región a nacionalidad. Se dan casos en muchas regiones, cada uno con más o menos empeño de autoafirmación, que van desde la debida atención a lo que se considera un simple vestigio cultural, hasta pretender convertir un conjunto de hablas campesinas nada menos que en lengua oficial.
El caso de Cataluña nos está enseñando hasta qué punto una fantasía impostada, siempre con la lengua como arma ofensiva y en maridaje con otros ingredientes como odio, mentiras y algún gramo de bienintencionado amor al terruño, puede nublar el entendimiento. De tiempo en tiempo surge el libertador que lo agita y promete conducir al pueblo hacia un horizonte luminoso en un mundo de ensueño. Pero solo mientras el mar está sosegado; cuando comienza a inquietarse y las nubes se tornan plomizas amenazando con soltar rayos y truenos, todos se vuelven dóciles, mansamente arrepentidos, ustedes perdonen, todo fue virtual, no existen aristas que no se puedan limar. La buena vida bien vale una apostasía.

miércoles, 8 de noviembre de 2017

Las matemáticas

Vaya, por fin alguien de su mismo gremio viene a darnos la razón a los que siempre creímos que las matemáticas son una condena inútil e innecesaria para nuestros niños, más allá de los cuatro conceptos básicos que sí pueden resultar útiles en la vida diaria. Lo ha dicho el matemático Conrad Wolfram, de la Universidad de Cambridge: "Las matemáticas tradicionales ya no tienen sentido y probablemente el 80% del contenido de la asignatura no es útil y nunca lo usarás fuera del aula". No es que sea precisamente una afirmación original ni innovadora -cualquiera puede llegar a ella solo con ver su propia experiencia-, pero el caso es que nunca, en los despachos donde se decide la formación de nuestros hijos, ha habido alguien que haya creído conveniente tenerla en cuenta. Claro que lo que piensa este matemático no es que no sea necesaria su enseñanza, sino que ha quedado desfasada, porque se parte del error de confundir matemáticas con cálculo: "Las matemáticas son mucho más que el cálculo, aunque es comprensible que durante cientos de años se le haya dado tanta importancia, pues solo había una forma de hacerlo; a mano. Las matemáticas se han liberado del cálculo, pero esa liberación todavía no ha llegado a la educación. Ahí me planteé por qué obligamos a los estudiantes a dedicar tantos años de su vida a aprender lo que un simple móvil resuelve en segundos".
La crítica de Wolfram es solo de carácter metodológico, pero al menos se reconoce su inutilidad más allá de lo elemental. "¿Cuándo fue la última vez que multiplicaste 3/17 por 2/15?", pregunta como ejemplo. Pues hace mucho, profesor, toda una vida; desde los lejanos y felices años de la niñez, que sin eso habrían sido más felices, y desde luego pudimos vivir hasta ahora sin volver a multiplicarlos. Y no, tampoco, al menos yo, he vuelto a poner una vela en al altar de San Polinomio ni hecho ninguna visita al amigo Ruffini. Yo estoy de acuerdo con lo que otro matemático, John Allen Paulos, pensaba de ellas: "Las matemáticas son el modo por excelencia de disfrazar de seriedad afirmaciones carentes de contenido objetivo". Lo escribe entre medias sonrisas en El hombre anumérico.
Que las matemáticas sean consideradas una asignatura troncal, imprescindible, básica y cardinal en la enseñanza general, cuando debería ser un área de conocimiento exclusivamente vocacional más allá de sus fundamentos elementales, es uno de los aspectos más asombrosos de este y de la mayoría de los sistemas educativos. Todos ellos coinciden en que el objetivo último de cualquier acción en materia de enseñanza es conseguir una formación integral de la persona que le permita afrontar con el gozo del conocimiento todos los aspectos de la vida. Y mientras tanto, a nuestros jóvenes se les obliga a aprender saberes tan necesarios como factorizar polinomios y apenas se les enseña a entender aquello que sí van a encontrar en cuanto salgan a ver mundo: un monumento, un cuadro, un paisaje, un concierto o un pensamiento existencial. Frente al poderoso dominio de las matemáticas, qué pueden hacer la historia del arte, la música, la naturaleza o la filosofía con su humilde hora semanal, si es que la tienen.

miércoles, 1 de noviembre de 2017

La conjura de los necios

Durante el juicio de Nürenberg, al salir de uno de los interrogatorios a los jerarcas nazis, el juez comentó con asombro: "Pensar que todo esto lo montó una pandilla de lelos...". Resultaba difícil admitir que las fuerzas negativas del ser humano tuvieran tan enorme capacidad de acción, que el voluble éxito descendiera a convertirse en su aliado y que de la necedad y la estulticia pudiera brotar tanto mal. La indigencia intelectual no era inocua, al contrario; había demostrado tener mucha más fuerza a corto plazo que la más luminosa de las inteligencias, y allí estaban aquellos alienados de cara impasible para confirmarlo.
Los hechos de estos días en Cataluña no tienen ninguna aproximación con aquellos, por supuesto, porque el esperpento es un género que siempre está alejado de la tragedia, pero sí tienen en común la posibilidad de permitir dudar del nivel de la instalación mental de quienes propusieron los objetivos y trazaron las vías para alcanzarlos, y de paso, asombrarse de la inmensa cantidad de fe mostrada por quienes los siguieron con el corazón entregado. Pero ¿de verdad creyeron alguna vez estos iluminados que es posible crear un estado tan fácilmente? ¿De verdad supusieron que podían poner en marcha un nuevo país sin bancos, sin moneda, sin defensa, sin reconocimiento internacional, sin crédito en los mercados financieros, con sus empresas en proceso de fuga y con el principal mercado de sus exportaciones dispuesto a boicotear sus productos? ¿Pensaron en serio que se podía romper la larga y densa historia de un país secular con una reunión atolondrada de medio parlamento regional? ¿Es posible que creyeran que el Estado no iba a defenderse?
Esta absoluta vacuidad mental es lo que da miedo. Cuando el análisis sereno de las consecuencias se sustituye por un ciego voluntarismo sin más base que un voluble soporte sentimental, el final casi siempre es el mismo: el desastre. Ya se sabe que los necios se precipitan por donde los ángeles temen poner el pie. Ir de la mano de los cuperos, junts y demás advenedizos nutridos a los pechos del radicalismo y de una preparación tan refinada como sus pintas, ha traído consecuencias que van más allá de la aplicación de un artículo constitucional. Ha caído una vez más el mito del "seny", ese que a pesar de todo siempre sale a flote sin que se sepa muy bien por qué; han quedado al descubierto las debilidades de una sociedad adoctrinada por las mentiras de sus dirigentes y, aún más, se ha llevado a Cataluña hacia otra nueva sensación de fracaso, uno más dentro de una larga historia marcada por los fracasos. Uno de los maestros del periodismo catalán, Agustín Calvet, Gaziel, catalanista de mirada aguda y templada, dibujó hace ya más de setenta años un retrato de sus gentes que ha demostrado ser intemporal: "El catalanismo es el jugador que siempre pierde. Todo indica que no se trata de un jugador desdichado, sino de un mal jugador, cosa muy distinta. Sólo hará falta que se coloquen silenciosamente detrás de él, a ver cómo juega. No tardarán en descubrir que lanza espadas cuando debería lanzar oros, y envida cuando hay que pasar, y no acierta ni una. Pues bien, ese tipo de jugador es Cataluña".