sábado, 23 de enero de 2010

Tierra de dolor

Sería difícil encontrar otro lugar donde hubieran podido juntarse tanta desgracia sobre desgracia y dolor sobre dolor. Es como si allá donde se tiran los dados que determinan el destino de las naciones lo hubieran hecho con números trucados maliciosamente. Como si quisieran obligarnos a cambiar nuestra idea de que la naturaleza es ciega, insensible y amoral. Haití llora hoy con lágrimas que corren por los mismos surcos que otras abrieron incesantemente durante siglos. La isla más bella del Caribe ha tenido la suerte que nunca cabe esperar de la hermosura, si pudiera considerarse con criterios humanos lo que obviamente no se puede. En esta mitad occidental de La Española la Historia se escribió siempre con líneas rojas de sangre y dolor. Líneas que reflejan siglos de esclavitud, tiranías, huracanes, hambrunas, revoluciones, opresión, analfabetismo y desgracia, sobre todo desgracia, tanta que uno de los paraísos naturales de América resulta ser un patio miserable para sus habitantes. No sé si esto puede explicar que sus creencias se hayan plasmado en una religión de fuerte componente mágico, como es el vudú.
Haití es ahora una tierra poblada de cadáveres, más de cien mil definitivamente vencidos, y el resto deambulando entre los escombros con la mirada perdida y sin más objetivo que encontrar unas manos que les den algo. Protagonistas involuntarios de un instante que se presenta como un trasunto del fin del mundo sin trompetas ni ángeles mensajeros. Lo terrible del terremoto es que aún no hemos podido descubrir cómo nos avisa. El huracán se anuncia, el volcán ya advierte con su simple presencia, la inundación puede predecirse, el tsunami es impotente tierra adentro. Sólo el temblor de la tierra enloquecida nos deja en la indefensión más desamparada. Será una casualidad que, con dos o tres excepciones, las malditas placas tectónicas que no acaban de asentarse estén bajo el suelo de los países más pobres y que, por ello, una de sus sacudidas tenga aquí un efecto mucho más terrible, porque la naturaleza respeta más a los poderosos que le oponen su técnica que a los miserables que no la tienen.
Vuelan las ayudas desde todas las partes del mundo; se moviliza la generosidad individual ante las incalificables escenas que nos llegan. La era de la imagen ha globalizado el dolor y hace aflorar, con su tremendo poder, hasta el último impulso de solidaridad más oculto en todos nosotros. Por encima de la anarquía desatada por conseguir satisfacer el instinto de supervivencia quedan las preguntas sin respuesta y la búsqueda de un consuelo que, en algunos casos, ni siquiera pueda dar una fe religiosa aturdida por el contrasentido de unos hechos que parecen incompatibles con los aspectos fundamentales de esa misma fe. Y, desde luego, el misterio de por qué la vida se ha desarrollado en el planeta al mismo tiempo que su construcción, como si nos hubieran obligado a habitar una casa aún sin terminar. "Ah, quién me devolverá mi país, Haití", clamaba ya hace años desde el exilio un poeta haitiano. Ojalá pudieran ahora devolverle otro, transformado y renovado.

jueves, 14 de enero de 2010

Los nuevos mercaderes del Camino

Ya está aquí otra vez eso que los avispados especuladores de la Historia han dado en llamar el Xacobeo, así, como marca comercial, como una gigantesca reestructuración de una vieja máquina en la que lo que menos importa es su esencia originaria, sus objetivos primordiales y el carácter que todo un milenio le ha impreso en sus entrañas. Porque hay contaminaciones más dolorosas que las que hieren nuestro medio natural o nuestros sentidos; al menos esas casi siempre son remediables, aunque sea a gran coste. Las penosas de verdad son las que contaminan sin ningún reparo bienes inmateriales, esos que se han ido asentando en el corazón de todos a lo largo de los siglos, y que hasta ahora creíamos fuera del alcance de las negras garras mercantilistas. Y que, una vez tocados, ya no tienen curación. Del mismo modo que la ley impide alterar un paisaje natural o un monumento, debería haber una norma que prohibiera modificar en beneficio propio los paisajes y los monumentos inmateriales que la Historia ha forjado y dotado de un carácter determinado. Pero a ver quién hace comprender todo esto a los políticos, si son ellos los más interesados.
El Camino de Santiago era acaso el legado histórico más limpio de intromisiones que teníamos hasta ahora. Su doble esencia, un sentido espiritual y una hermosa realidad física, habían sido preservados sólo para quienes quisieran recorrerlo movidos por alguno de los infinitos motivos que hay para ello. El que esto escribe, que acertó a andarlo poco antes de que cayeran sobre él los agentes contaminantes -y de cuya andadura dejó crónica larga y puntual-, no puede menos de dolerse por verlo convertido hoy en un simple modo de producción económica. Se anuncia el Camino como se anuncia un viaje a Cancún: con eslóganes turísticos, con ofertas y con modelos publicitarios; salen famosillos andando tres kilómetros para promocionarlo; anda como destino estrella por los escaparates de las agencias de viaje. Lo han reducido a una vulgar marca turística, con su logotipo oficial y con unos objetivos que tienen mucho que ver con criterios empresariales. Lo que resulta más curioso es ver a los políticos, esos tan laicistas, invitándonos a peregrinar.
Que ellos y los mercaderes echen mano, para conseguir sus votos y divisas, de otros medios. Que dejen en paz el Camino. La vieja ruta ya tiene bastante llamada con su propio silencio. El que se anime a tomar el bordón en Roncesvalles para llegar a Compostela, que lo haga por afanes culturales, por inquietudes religiosas, por motivos históricos, por amor a los espacios abiertos, por tratar de encontrar alguna respuesta, por simple curiosidad, pero no por moda, no porque lo pidan los políticos y las firmas comerciales, no por estar al día. Y mejor aún: que espere a que pase este dichoso Xacobeo y su farandulera bambolla, que el Camino lo agradecerá penetrando más profundamente en su espíritu, sea cual sea su condición y sus motivaciones.

sábado, 9 de enero de 2010

La enseñanza que tenemos

Últimamente ando dándole vueltas a una pregunta que está comenzando a mirarme de reojo y que lanzo al aire por si alguien de los de mi generación también se la hace. Ahí va: ¿somos el producto desgraciado de un sistema educativo nefasto y fracasado? ¿Tan pésima fue nuestra formación? ¿Tan ignorantes nos han hecho nuestros educadores, tan poco nos han enseñado de letras y ciencias, tan brutos hemos salido? Pues parece que sí, porque si no, a ver cómo se explica ese afán periódico de poner patas arriba todo el sistema de estudios en busca de quién sabe qué modelo.
El caso es que uno se mira y remira y no se encuentra ninguna frustración. Uno hurga dentro de su persona y se encuentra bastante satisfecho con lo que ve, y entonces compara con lo que contempla por ahí ahora y se vuelve hacía sí mismo y se dice en lo más íntimo: ya quisieran haber tenido mucho de lo de aquello.
Que no hablo de nada ideológico, ni mucho menos, sino de simples conocimientos. Un servidor, que por condición y circunstancia se encuentra cerca de los que hoy tienen que pechar con los libros de texto, lo comprueba sin esfuerzo, y ustedes también, hagan si no la prueba. Un chico es posible que esté a punto de entrar en la Universidad y no sea capaz de recitar en orden coherente los ríos de España, ni sepa qué ocurrió en las Navas de Tolosa, ni distinga bien a Hernán Cortés de Magallanes. Por supuesto, será difícil que pueda recitar un poema de memoria, aquellos poemas que antes todos aprendíamos y que nos servían, entre otras cosas, para fijar con precisión los registros de la palabra y apropiarnos de un léxico rico y hermoso. Ahora es que nadie lee poesía; ahí está el lenguaje que usa la juventud. Tampoco hay nada parecido a una asignatura de urbanidad o algo así, que no enseña a inclinarse ante nadie, sino a ceder la prioridad al débil, a responder con la palabra y el tono adecuados y cosas así; a no ser un animal, vamos. También esta enseñanza se la llevaron las reformas.
No quiero caer en el vicio de la crítica injusta, que es vicio de mentecatos y bellacos, pero el caso es que no parece acabar de encontrarse el meollo del cogollo. Más de treinta años de intentos ambiciosos, de leyes de siglas imposibles, de cambios absurdos de denominaciones, de rectificaciones en razón de intereses partidistas y de andar presuntuosamente a golpes de ciego, han desembocado en una realidad descorazonadora: nuestros jóvenes puede que tengan más conocimientos que los de la generación anterior, pero saben infinitamente menos. De hecho son los que menos saben de toda Europa. ¿Qué les ocurre a nuestros políticos? ¿Qué sucede para que ninguno sea capaz de establecer una reflexión acertada que conduzca a una solución duradera, de esas que sólo el tiempo, en su largo e inexorable cambio, puede dejar caduca? Pues quizá la respuesta sea tan obvia que les cuesta trabajo admitirla: que no son ellos quienes deben elaborar la ley, sino quienes conozcan el problema en su misma entraña y no tengan ninguna servidumbre en las urnas. Puede que esto sea aplicable a cualquier ámbito sectorial, pero es que este no lo es, porque en él estamos metidos todos.
De todos los sustentos en que se apoya la continuidad de una sociedad –y no son muchos: educación, conciencia nacional, libertad individual- quizá sea este el más trascendente. La falta de libertad puede subsanarse sin más que algunos retoques legales, pero una educación deficiente no, porque la educación, junto a la genética, es la que nos hace ser como somos. Quizá por eso es tan vulnerable a las veleidades y le dañan tanto las tendencias partidistas. Y por eso es también tan apetitosa para el poder, porque es una hucha para el futuro de su supervivencia. Adoctrinar es un buen seguro para el mañana, eso lo saben bien desde las cabañas hasta los palacios de cualquier época y lugar. La grandeza de los políticos residiría en ser capaces de crear las condiciones para debatir un gran pacto social y retirarse luego hacia la barrera para, una vez se haya alcanzado, volver para dotarlo de todos los medios necesarios para su operatividad. Sin condiciones, sin influencias, sin presiones. Dejando que sea la propia sociedad la que dirima sus diferencias de criterio hasta conseguir un marco general básico en el que exista el máximo acuerdo. No es el Estado quien ha de educar a nuestros hijos, sino nosotros mismos a través de él; simplemente sería un instrumento. Pero sobre algo tan delicado vuelven a sobrevolar los intereses ajenos, las perversiones ligadas a los terruños, los deseos encubiertos de quienes aspiran a dominar las voluntades futuras. Convendría no olvidar que, como alguien dijo, educación es lo que sobrevive cuando se olvida lo que se ha aprendido.
Pues a lo mejor, aquel bachillerato no era tan malo, ni la figura del maestro rural era inútil y los niños se sentían más seguros y rendían más al saberse cerca de su casa y en su propio ámbito. A lo mejor no tendremos que pagar nunca el mísero papel que asignamos a las humanidades en la formación de nuestros hijos, sin darnos cuenta que sólo ellas son capaces de instalarlos en su real condición de seres humanos. A lo mejor.