jueves, 12 de septiembre de 2013

El mito olímpico

Parece mentira, pero en el mundo que hemos construido, el prestigio, la grandeza, el nombre y la categoría de una ciudad se miden por el hecho de ser elegida para ser sede de unos juegos deportivos. Parece su garantía de preeminencia. Lo que infunde respeto y envidia no es ser un foco de cultura o un centro de investigación científica, ni su densidad histórica, ni ninguna cualidad artística o intelectual, sino que pueda ser escenario de un espectáculo lúdico durante dos semanas. Ese es el culmen de la fama y el desiderátum máximo de toda ciudad de hoy. Lo que hay detrás de ello -inversiones, carreras políticas, intereses privados de todo tipo, tiburones económicos- se tapa con el mantra de que los beneficios para la ciudad serán mayores. Lo que no siempre es cierto, desde luego, y no es la primera vez que se pone en evidencia el sinsentido de hacer unas obras costosísimas para quince días. En la Grecia clásica los juegos se celebraban siempre en la misma ciudad, y los vencedores recibían como premio una corona de olivo. Tuvieron un Píndaro que los cantó, pero también a un Eurípides, que pensaba de otro modo: “De los innumerables males que afligen a la Hélade, ninguno es de peor raza que la de los atletas... Ídolos de la ciudad, consumen su juventud entre vítores y fiestas, mas luego, al llegarles la vejez, nadie se acuerda de ellos... ¿Quién ha sacado a su patria de un apuro a fuerza de conquistar premios?”. Al menos entonces se detenían todas las guerras durante los días de los juegos.
Ver cómo alguien trata de correr, saltar o nadar más que nadie, es la nueva gran religión de nuestro tiempo, y tiene sus ministros, sus ritos, sus acólitos, sus templos y, por supuesto, sus fieles, que se cuentan por miles de millones; prácticamente todo el mundo. Cada cuatro años se celebra su ceremonia máxima, en un lugar decidido por un cónclave formado por un centenar de millonarios sin mucho que hacer, algunos de ellos representando a países cuyos atletas harían ya mucho corriendo en el patio de un colegio; ya me dirán que tienen que decir en Mónaco sobre dónde hay que celebrar los juegos, o en Aruba o en Fidji. Individuos bien conscientes de ser objeto continuo de pleitesía, que se pasan cuatro años recorriendo las ciudades candidatas, siendo agasajados con lo mejor que tiene cada una, en hoteles y restaurantes a cargo nuestro, y haciendo que elaboran sesudos y completos informes, que a la hora de la verdad ni ellos mismos tienen en cuenta, acaso porque se cruce por el medio algún que otro milloncejo ofrecido por alguno de tantos elementos interesados: cadenas de televisión, marcas deportivas, otras ciudades candidatas presentes y futuras. Y estos son a los que se les llena la boca con eso del juego limpio. Con esta gente es conveniente perder la inocencia cuanto antes. Como ha dicho alguien refiriéndose a nuestro caso, si ya lo teníamos casi todo construido, de dónde iban a sacar ellos tajada. A Madrid la han privado de los Juegos Olímpicos porque el trabajo bien hecho suele contar poco ante consideraciones bastardas. Lo mismo que sucede con muchas subvenciones oficiales y con la mayoría de los premios. No hay defensa contra ello.

No hay comentarios: