miércoles, 24 de abril de 2019

Sueño de primavera


Estos días de primavera, alegres y mansos, son como una llamada de atención hacia el propio vivir. Miro la tierra y la veo toda ella en ebullición; los campos soleados, recibiendo la luz acariciadora de la mañana; el frescor de la sombra de los árboles del río; las hierbas del prado, que se han vuelto más frondosas y más verdes; las flores de todos los colores; el aire quieto y transparente. Están anidando los pájaros en los matorrales y en el peral; apenas vuelan, como no sea una escapada rápida y breve para buscar comida. Tampoco cantan; el canto ahora sería inútil y quizá peligroso, y el orden que rige la primavera es orden supremo y ha de ser inalterable. Se oye un grillo junto al camino; debe de ser el primero, pero su canto suena impropio, como si ya quisiera meternos en el verano.
Es un momento propicio para hacer aflorar sueños, quizá porque el entorno parece sugerirnos la certeza de su cumplimiento. Mi amigo, que lleva un largo tiempo viviendo los zarandeos de la actividad política desde su militancia activa, me cuenta el suyo. Es muy sencillo, y tan poco original que cualquier estudiante de instituto puede seguirlo a través de las obras literarias de todas las épocas, tan presente está en el hombre, pero me dice que es el suyo y que le sirve de paso para comprobar lo poco que se diferencia de los demás. Imagina una plenitud intelectual y una serenidad de conciencia por el esfuerzo continuado en la búsqueda de la experiencia y el conocimiento, y una vida bien provista de ambos, en la que aún no se hayan debilitado las sensaciones y en la que los deseos se sometan por sí mismos a la idea superior de la paz interior. Un fondo de satisfacción por su intento de luchar por el bien común, aunque fuera desde el lado penumbroso de la política. Y en torno a él, una tierra llana con árboles y una casa lo suficientemente solitaria como para no oír más que el sonido que la tierra quisiera mandarle. Un banco a la sombra y un horizonte infinito ante él. Y dentro, pocos artilugios; solo la muda compañía de sus poetas y sus filósofos, y de todos sus escritores y mentores culturales; y en el anaquel de al lado, su querido Mozart y otros muchos maestros; y un buen tratado de arte, y alguna biografía. El sol de la mañana sobre la fachada de la casa, un teléfono y un amigo a quien llamar y decirle, si llegara el momento, que está aburrido.
En la primavera de la montaña sigue uno asombrándose cada día del poder del sol para arrancar colores al bosque. Y cuando, ya de atardecida, los picos se agigantan y se vuelven grises, no es posible evitar que se cuele por dentro un deseo de que la mañana siguiente llegue de nuevo, aun a sabiendas de que en ese sucederse vamos dejando la vida. La ciudad se ha hecho inmune a los efectos de la primavera y nada se agiganta en ella, ni los deseos se vuelven distintos, ni se arrancan colores nuevos. La vida bulle al modo de siempre, y nosotros con ella, sin más ciclos que los que nos imponemos artificialmente. De las farolas cuelgan las sonrisas de los candidatos electorales; las televisiones se llenan de noche con la imagen de cuatro aspirantes debatiendo. En la actuación de uno de ellos se nota la mano de mi amigo.

miércoles, 17 de abril de 2019

Las procesiones


Se dice que la fe ha de vivirse hacia el interior, oculta entre los pliegues de nuestras convicciones más íntimas. La fe fructifica mejor cuando no tiene inquietudes por mostrarse al exterior y se encuentra solo consigo misma y con su misión de alimentar la relación del alma con su creador. No evita eso que a veces se sienta el deseo o la necesidad de manifestarla hacia el exterior para dar testimonio de ella, como en los casos relacionados con el martirio, o en los que puede servir de ejemplo y motivación para los que no saben si la tienen. Sin embargo, cuando la fe es colectiva parece que encuentra en la manifestación hacia afuera un impulso de reafirmación que la vigoriza. Se consolida y se reconoce a sí misma en toda su dimensión de siglos a través de su proyección al exterior.
Las procesiones que estos días, como cada año, inundan las calles de casi todos los pueblos y ciudades de España constituyen un espectáculo singular, único por su intensidad y amplitud en todo el ámbito católico. Bajo su aparente imagen unitaria esconden una enorme complejidad de significados e interpretaciones sociales, pero por muchas capas que los años y los cambios de mentalidad les hayan ido echando encima, su propósito y su razón de ser siguen basándose en un empeño de hondas raíces teológicas: la idea de conmemorar públicamente el dogma cristiano de la redención a través de la pasión y muerte de Jesús.
Es la fiesta de la exaltación del dolor; predominan los sentimientos de pérdida, sufrimiento, traición, arrepentimiento y compasión. Las cofradías y hermandades tienen nombres que no permiten ninguna veleidad: de los Azotes, del Calvario, de la Amargura, de la Mortaja, de las Injurias, de las Lágrimas, de la Quinta Angustia, de las Penas, aunque también hay otras de nombre más neutro y hasta más esperanzador: de la Paz, del Amor, del Consuelo, del Divino Perdón, del Buen Fin, de los Estudiantes, de los Gitanos, del Gran Poder. Los elementos externos que configuran la representación pueden variar de unas a otras, pero todos responden a una acumulación de aportes de siglos en aras de resaltar los aspectos dramáticos y emocionales del drama: figuras dolientes, cirios, flores, capas, hachones, tambores, cornetas, caperuzas, mantos, cruces, túnicas, mantillas. En muchas el silencio es un elemento formal más; en otras lo es el ritmo funeral de los pasos; en todas, las actitudes serias y graves de los costaleros, penitentes, nazarenos, acólitos y demás participantes.
No es fácil separar el componente folclórico y costumbrista, que sin duda tienen, de su carácter de manifestación de fe compartida, que se fortalece al ser vivida en público sin acotaciones ni reservas acomplejadas. Vienen los turistas, se percibe un tiempo de vacaciones, rivalizan las hermandades en la presentación de sus pasos, se puede preguntar si cabe seguir llamándola Semana Santa; algunas han sido declaradas patrimonio inmaterial de la humanidad y la mayoría están consideradas fiestas de interés turístico. Pero al margen de todo siempre estará esa alma humilde y anhelante, que se recoge en la penumbra silenciosa de una iglesia, cara a cara consigo misma y a solas con el misterio que nutre su fe. Para ella sí será una verdadera semana santa.

miércoles, 10 de abril de 2019

Tiempo de información

La llegada del tiempo primaveral es un buen pretexto para hacer esa escapada que estábamos pensando, y una escapada es un buen pretexto para zafarse, siquiera por un momento, de la actualidad. La actualidad viene a ser como ese pariente que, si tratas de conocerlo a fondo y estar al día de sus cosas te amarga la vida, y si decides prescindir de él no puedes evitar la sensación de que te estás perdiendo algo que te resulta conveniente conocer. En realidad se trata de un concepto nada definido, carente de materia interna; lo que llamamos actualidad no es más que lo que los medios de información establecen como tal. Somos sus rehenes, en la medida que queramos serlo, claro, aunque cuesta mucho zafarse de ella; estamos ante una inmensa máquina generadora de negocio que alimenta muchas cuentas de resultados, y nada tiene de extraño que uno de los modos de aumentarlos sea la sobreactuación. Ante ello, el receptor tiene sus recursos: la selección de la fuente, el análisis crítico, la mirada displicente o una despreocupación más o menos total; al fin y al cabo poco podemos hacer por modificarla.
Cada día nos inunda un torrente de información relacionada con la actualidad difícil de digerir y aún más de dejar reposar, pues ya no hay nada más efímero que una noticia, pero la impresión que deja en su conjunto es un regusto amargo y poco esperanzador. Acaso sea falso, puede ser, pero es como nos llega. Parece que para ser buen periodista es necesario informar siempre de lo más negativo, pronosticar lo peor, obviar todo lo que nos pueda traer un suspiro de orgullo o satisfacción. La mayoría de los medios, en eso siempre hay alguno que destaca, parecen disfrutar con su labor autoflagelante. Ver un telediario se ha convertido en una prueba de fortaleza mental y anímica; el espacio que deja libre la bambolla política lo ocupa un desfile de noticias que retratan lo más mezquino y miserable del ser humano como si solo existiera eso: la violencia, el crimen, la estafa, el abuso, la mentira, y con ello se configura la actualidad día tras día. Ninguna noticia de esperanza, ninguna que traiga una brisa amable, ninguna portadora de una mínima razón para el optimismo. Es como si el pesimismo diera un marchamo de seriedad y credibilidad. A los hechos más insignificantes se les da un carácter de noticias trascendentes y se convierten las tonterías más absurdas en titulares. Un estornudo de un catalán es una noticia mil veces más importante que una pulmonía en otro sitio, un simple ataque verbal a algunos colectivos se convierte en huésped destacado de todas las columnas, y así es con todo lo que se refiere a cualquiera de los ismos de la progresía. En los diarios digitales los titulares son aún más aparatosos: nos dicen, por ejemplo, que la frase de no sé quién está haciendo arder las redes, y luego, si uno pica y la busca, se encuentra con una estupidez que da vergüenza ajena.
Sé de alguien que cree que la mayor sabiduría en estos tiempos consiste en acertar a espigar en la información y en no hacer mucho caso de la opinión. Y en aprender a zafarse de ellas de vez en cuando.

miércoles, 3 de abril de 2019

El pueblo


Cada mañana, en torno a las siete, comenzaba el día en la cuadra dando de comer a sus dos ovejas y a las gallinas, que le esperaban arremolinadas junto a la puerta del corral. Era una de sus horas favoritas, incluso en invierno: el frescor de la amanecida, el tímido resplandor que comenzaba a asomarse por el lejano horizonte, la sensación de ser el dueño absoluto del mundo; una sensación engañosa, bien lo sabía, pero nunca la había perdido. Era el momento de su toma de posesión diaria. Una mirada satisfecha a su alrededor, un frotarse las manos si el frío hacía temblar el cuerpo, a veces un suspiro de añoranza ante el campo adormecido. Luego, ya en casa, el sagrado rito del desayuno, el otro gran momento de la mañana: un par de huevos fritos con su chorizo y su vaso de vino, y ya podía el médico decir lo que quisiera; eso sí, terminaba siempre con un tazón de leche bien caliente. Hacía tiempo que se había acostumbrado a no necesitar reloj. La mañana se le iba en infinidad de actividades; había mucho que hacer, parecía mentira: ordeñar, partir leña, ordenar un poco la casa, hacer la comida. Después de recoger la mesa, la siesta, algún trabajo en su pequeño taller, la mirada de la tarde a los animales y sentarse un rato en el banco de afuera a ver la solitaria carretera, por la que muy de vez en cuando pasaba algún coche. Estaba solo en el pueblo desde hacía varios años, y ya no concebía una vida en otra compañía que la del perro que había aparecido por su casa una mañana y se había quedado junto a él. No se sentía abandonado; una vez a la semana pasaba por allí una furgoneta en forma de tienda ambulante que le aprovisionaba de todo lo que necesitaba; incluso el médico del pueblo vecino le visitaba a menudo para saber cómo estaba. A veces, cuando la melancolía ponía su peor cara, se echaba al camino y andaba los cinco kilómetros hasta ese pueblo y se sentaba un buen rato en la plaza solo para oír hablar a la gente, hasta que se daba cuenta de la vaciedad de sus palabras. No, no cambiaría su vida por ninguna. Había aprendido a vivir en su interior y daba por superfluo todo lo que podía llegarle de fuera.
Un día apareció por allí un coche con una pancarta. Se bajó una pareja joven, los dos vestidos con camisetas iguales y de aspecto desenvuelto; se acercaron a él, le saludaron y le explicaron que se estaba organizando una manifestación en Madrid para llamar la atención sobre el mundo rural y exigir la mejora de los pueblos para evitar su abandono; que debería inscribirse y asistir, que le recogería un autobús y que el viaje sería gratis. Les escuchó en silencio. Cuando acabaron de hablar, les invitó a sentarse en el banco a tomar un vaso de vino con unos tacos de queso y así hablar con más calma. Ellos miraron el reloj y respondieron que tenían mucha prisa y que no podían entretenerse ni un momento. Él se quedó callado, dejando deslizar la mirada sobre la inmensa calma de los campos solitarios y oyendo tan solo el profundo silencio que lo envolvía todo. Tenían prisa. Les miró con ojos entre socarrones y compasivos; ellos a su vez le miraban impacientes, esperando su respuesta. Cuando insistieron, movió la cabeza con una sonrisa y los despidió amablemente.