viernes, 24 de octubre de 2008

Una trágica historia de amor

La noticia apareció perdida entre la maleza de opiniones, análisis y comentarios desatados por la crisis de la que tanto saben todos. Era una noticia humilde, como con temor de molestar, e informaba de que un anciano, tras conocer que padecía una enfermedad terminal y que ya no podría seguir cuidando a su esposa, enferma de Alzheimer, decidió acabar con la vida de ella y luego con la suya propia. Su mano temblorosa no fue capaz de acertar en el último momento a la sien y aún tuvo que sufrir la vida durante algunas horas más antes de irse definitivamente con ella.
Yo no sé de nadie que pueda dictaminar con legitimidad sobre las conciencias, y quien se atreva a hacerlo allá el. La moral universal, esa que nos protege de la desaparición como especie, es eso, universal, y no puede regir las más íntimas turbulencias del corazón. Este anciano quiso poner orden en su pequeño universo, hecho de amor y soledad, y no se le fue ofrecida más opción que la fusión definitiva de los dos con las sombras del misterio inalcanzable. Abdicó de la vida para no abdicar de su amor.
Humano, profundamente humano. Allá donde no alcanza la salvadora luz de la comprensión que se callen los valedores de la justicia. ¿Quién puede saber de esa lágrima que le tuvo que asomar a los ojos cuando apoyó el cañón en la cabeza de ella? ¿Para quién fue su última plegaria y su último pensamiento cuando la mano temblorosa buscaba el sitio fatal? Una vida convivida con toda la intensidad y la dimensión que brinda un tiempo prolongado puede hacerse un todo casi indivisible si está amalgamada por el amor. A este anciano le fue denegada la petición de poder cuidar de su esposa y se rebeló contra una decisión tan implacable, porque nadie lo podría hacer como él. Nadie sabría.Tal vez no consiga ninguna página de recuerdo en ninguna crónica del sentimiento, ni mucho menos alcance la aureola épica de otros casos similares, como los de Kleist, Koestler o Zweig, pero uno quiere al menos dejar constancia de su comprensión, que es una virtud que no se lleva bien con el acto de juzgar.
Ya está escrito: entre lo que existe y lo que no existe, el espacio es el amor.

sábado, 11 de octubre de 2008

La vejez

La vejez debe de ser el único sitio al que nadie quiere llegar, pero al que tampoco hay nadie que no quiera llegar. El camino hacia la vejez no lo anda uno libremente y eligiendo bifurcaciones a su antojo; es de dirección única y no es posible detenerse en él ni para tomarse un breve respiro. Se ha dicho que saber envejecer es una de las obras maestras de la sabiduría. Debe de ser también una de las más difíciles, a juzgar por el empeño que ha puesto siempre el hombre en evitarlo. La vejez puede que sea un tiempo de mirada serenamente distanciada y de pasiones sosegadas, pero la humanidad se ha pasado casi toda la Historia intentando eludirla. Las antiguas leyendas nos hablan de largos viajes en busca de la fuente de la eterna juventud; alquimistas y chamanes de todos los siglos buscaron con fervoroso ahínco el elixir mágico que pudiera vencer el tiempo; Fausto vendió su alma al diablo a cambio de recuperar la mocedad perdida; en los años 60 hizo furor el gerovital de la doctora Asland, que convirtió a Rumanía en meta de peregrinación de conocidas figuras cargadas de años y de dólares; en la actualidad, las clínicas de cirugía estética tienen las listas de espera cada vez más largas. O sea, que todos deseamos llegar a viejos, pero ninguno queremos serlo.
Más que un tiempo de la vida, la vejez es un estado del espíritu. Cuando se comienza a abandonar la pregunta de "por qué no" por la más profunda de "qué", cuando uno ya no se deja engañar por sí mismo, cuando el error ajeno es un recuerdo del propio, cuando se empieza a actuar como viejo, entonces se es viejo. Y ahí de nada valen los regates al tiempo ni las peticiones de ayuda al bisturí contra el calendario, que es como querer ponerle una portilla a un torrente. No sé si habrá engaño más patético que el de tener un cuerpo septuagenario con un rostro veinteañero, o una mente madura encandilada por rayos fugaces que nos fascinaron cuando no sabíamos que lo eran, y, sin embargo, estamos viendo todos los días cómo hay quien prefiere aceptar el engaño antes que aceptar la verdad del tiempo.
La vejez es el momento de echar mano de lo que se ha sabido acumular a lo largo de los años. Las sensaciones, las experiencias que fueron cayendo sobre nosotros como los granos de un reloj de arena, los quiebros hechos a la vida, los gozos reídos y las lágrimas lloradas, todo contemplado ahora por una mirada que ha ganado en distancia y hondura y se ha enriquecido con ese toque salvador de escepticismo que un joven jamás podrá tener.
"Quemad viejos leños, bebed viejos vinos, leed viejos libros, tened viejos amigos", aconseja Alfonso X, al que por algo llamaron el Sabio. Llegar a viejo, más que una condena es un privilegio, no por el cuerpo, claro, sino por la facultad de contemplar la vida del modo que sólo puede contemplarse desde ese único punto de observación. Y en último término, envejecer es, por el momento, el único medio que se ha descubierto para vivir mucho tiempo.

viernes, 3 de octubre de 2008

Dígalo sin miedo

No sé, pero da la impresión de que cada vez tenemos menos opiniones propias. Tanta presión mediática, tantos críticos dictando normas sobre los gustos, tantas voces pontificando sobre lo divino y lo humano, están consiguiendo que cada vez haya menos que se atrevan a exponer su criterio, sobre todo si se refiere a cuestiones estéticas, por temor a ser considerados unos ignorantes. Vivimos la dictadura de unos cuantos, que establecen qué pintor nos tiene que gustar por ley o ante qué corriente estilística tenemos que admirarnos. Lo políticamente correcto tiene su equivalente en lo estéticamente correcto, que es bastante más grave.
Puede que haya sido así siempre, pero cuando el arte no había salido del ámbito de lo humano no importaba. El arte cercano al hombre produce emociones, de cualquier signo que sean, y con ello cumple una función que le es inherente. Cuando se aleja, el contenido suele hacerse incomprensible y sólo importa la firma; si es una firma famosa, la obra es buena; si no, nada. O sea, que la excelencia artística está en manos de los medios. Una aberración.
Es evidente que los gustos pueden educarse y que sobre gustos sí hay mucho escrito, pero en última instancia hay que atender al grado de conmoción que produce la obra dentro de nosotros. Si nos deja indiferentes, esa obra no ha cumplido su misión, y decirlo en voz alta no es ningún signo de ignorancia. Si usted, por ejemplo, cree que lo que hacen la mayoría de los modistas no son más que absurdas extravagancias sin sentido, si algunos poemas de Alberti le parecen escritos por la chacha que vino del pueblo, si ve en Warhol un simple cartelista, y no de los mejores, si en un cuadro de Miró no encuentra más que rayas y colores, por más que se lo acompañen con un brillante alarde hermenéutico, o si piensa que la música atonal no es más que una sucesión de chirridos, no se acompleje, porque es usted quien tiene razón. Las palabras son tan flexibles que obran prodigios con los conceptos. A unos garabatos de Tàpies hechos a brocha gorda se les llama "caligrafía espiritual", y ya se les elevó de categoría conceptual, aunque siguen siendo unos garabatos. Un cuadro en un museo es, probablemente, el que tiene que escuchar más tonterías en todo el mundo, decía Goncourt. Como sabemos que detrás de todo esto no existe más que un inmenso mercado en el que lo que menos cuenta es el concepto de arte, no quitemos la primacía a nuestro criterio, aunque suponga ir contra las opiniones establecidas y casi siempre interesadas.