miércoles, 4 de diciembre de 2013

Ninguna luz

Los evangelios apócrifos cuentan que una vez que Jesús y los suyos iban por un camino, encontraron un asno muerto y putrefacto. Los discípulos volvieron la cara con repugnancia, pero Jesús les hizo ver cómo el sol arrancaba de los dientes del asno un destello brillante y luminoso. O sea, que incluso en lo más inmundo puede encontrarse algo bello. Pero en ese espectáculo que se nos sirve en capítulos diarios, de delincuentes saliendo de las cárceles sin terminar de cumplir su condena, resulta difícil atisbar una sola chispa de luz, por pequeña que sea. Nada que conforte el ánimo y mantenga la fe en la condición humana, y no digamos ya en su capacidad para entender la justicia. Ningún rasgo, más allá del estricto cumplimiento legal, que otorgue una dimensión humana a todo este proceso, algo que permita intuir unos sentimientos naturales ante tanto dolor causado. En su inmensa mayoría, ni una sola demanda de perdón, ni una sola expresión contrita, ni una palabra de pesar, ni un esbozo de deseo de reparación.
Todo empezó con un código en el que el carácter punitivo quedaba sometido a otras consideraciones más políticamente correctas y a tono con la ideología gobernante. Al debilitar la finalidad punitiva de la pena, se establecieron facilidades para reducir el tiempo de condena; por ejemplo, al tipo ese que violó y mató a las tres chicas valencianas, cada violación y asesinato le salió por siete años, y a la etarra de los 24 crímenes, a 13 meses cada muerte. Un despropósito que trató de corregirse aplicando la reducción de penas sobre el total del tiempo de la condena, pero que no evitó que la sociedad tuviera que aceptar de nuevo a todos esos asesinos irredentos con las penas a medio cumplir. El desaguisado se corrigió al fin modificando el Código Penal, pero, claro está, sin efectos retroactivos.
Debe de costar vivir para siempre con la vida destrozada por un mal nacido y contemplar cómo reviven las pesadillas al verlo de nuevo en libertad, porque es verdad que veinte años no es nada. Y más cuando son liberados por un tribunal que se dice de Derechos Humanos, una muestra más de la debilidad de las palabras para encerrar el concepto que pretenden representar. Un grupo variopinto de jueces ajenos a nuestra realidad, que entenderán mucho de leyes, pero poco de su espíritu. Y así, entre las señorías de allá y los legisladores de acá, la doncella de la balanza anda la pobre que no sabe a quién atizar con la espada, si a los delincuentes o a los que dicen representarla.
Al asesino que tiene el título de terrorista, sus simpatizantes, que los tiene, le reciben con vítores y cohetes; al asesino vulgar le espera el desprecio y el silencio hasta de su propia familia. El primero será un honorable exiliado que vuelve a los suyos; el segundo, un paria de desecho, al que le será difícil encontrar un nido amigo donde asentarse a pensar qué hacer con su vida. Aunque no sé, porque ya hay por ahí alguna cadena en tratos con él. Ya se ha visto el triste espectáculo de un reportero corriendo detrás de un triple violador y asesino, mendigando una palabra suya. Bueno sería pensar dónde establecer los límites de la dignidad en la profesión.

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