miércoles, 24 de octubre de 2012

Aquella chica del cine


 El tiempo, que todo lo devora, parece consumir con mayor voracidad, como si le urgiera sustituirlas por otras, las convicciones, las costumbres, los criterios morales, las creencias y hasta las formas de expresar los sentimientos. Los conceptos que en otras épocas tardaban siglos en mudarse, apenas duran ahora una generación; lo que era pecado se convierte en pocos años en indiferente y en otros pocos en virtud; lo que escandalizaba en un momento determinado, apenas saca una sonrisa de condescendencia en el siguiente. En los primeros años de la Transición vi Emmanuelle en una de aquellas salas llamadas de arte y ensayo. Tengo más recuerdo de las enormes colas que se formaban ante la taquilla que de la película, seguramente porque apenas la entendí. Y recuerdo sobre todo la entronización de Sylvia Kristel como la nueva diosa del reino de lo prohibido, el sueño erótico inalcanzable e imaginado en las estancias más secretas, la promesa de una plenitud que cabía atisbar en un futuro próximo. Aquella chica de cuerpo delicado y ademanes lánguidos, que no tenía las rotundas formas ni la imagen agresiva de otras actrices, se convirtió de pronto en la revelación de lo que podía existir más allá del límite del erotismo admitido convencionalmente. Algunos años después, por pura casualidad, la encontré en un pueblo de Madrid, en Torrelaguna, a donde había ido a rodar algo para la televisión. Estaba sentada en una silla en la solitaria plaza, sin más compañía que dos o tres técnicos que andaban por allí y el director, que no le hacía ningún caso. Una figura agradable, pero desprovista de cualquier magia, seguramente atrapada ya en los problemas que la llevaron a su final.
Hoy aquellas imágenes de la sala de arte y ensayo nos parecen, si no inocentes, sí el inicio infantil de un camino que hemos recorrido a largas zancadas en un tiempo que se cuenta en breves años y que en otra época habría necesitado siglos, si es que podía. Ahora recibimos en el ordenador un correo con las imágenes de una política haciendo lo mismo y las borramos con un gesto de fastidio. El misterio ha desaparecido, y con él las excitantes sensaciones que producía al desvelarlo. Los más pesimistas, seguramente porque han observado atentamente el curso de las constantes históricas, creen que apenas queda ya camino que no hayamos recorrido y que pronto no habrá más desenlace que retroceder o dejarse entregar mansamente a quien nos pretenda. Cuando no quedan más velos que descorrer, cuando se han cruzado ya todas las fronteras, cuando los hechos antinaturales adquieren casi categoría de objetos de culto, otros que estén más convencidos de la superioridad de sus valores tratarán de cubrir el espacio vacío. Eso dicen los pesimistas, y puede que sea una aterradora posibilidad, pero la solución no estaría nunca en una vuelta a la represión de los deseos de exploración y conocimiento de la realidad de la que formamos parte, sino en potenciar los rasgos de carácter que nos dan dignidad y en estar orgullosos de ellos.

miércoles, 10 de octubre de 2012

El reino del diablo

Si el diablo decidió alguna vez residir entre nosotros, sin duda tuvo que hacerlo en Timanfaya. Y a buen seguro que se alojó allí durante algún tiempo y a su gusto, porque no podría encontrar un lugar más apropiado; seguramente fue él quien lo preparó a su entera satisfacción para hacerlo digno de su presencia. Lo que hizo César Manrique al plasmar su efigie con los brazos en alto sosteniendo un trinchante de cinco puntas y convertirlo en el símbolo de todo Lanzarote, no es más que una especie de reconocimiento al señor natural de aquel reino. Casi trescientos años después de la primera gran erupción y doscientos de la segunda, el paisaje de Timanfaya sigue tan desnudo como se quedó entonces, todo mudo, todo negro, todo cambiante en brillos y líneas. Una llanura desolada de piedras y rocas sobre la que emergen los cráteres, sin sonidos y sin olores, como si el mundo se hubiera quedado para siempre en el primer día de la creación. Dicen que lo único que vive aquí son unos líquenes, algunas aulagas raquíticas y una especie de escarabajos de menos de un milímetro. Poca vida para tanto cuerpo. Timanfaya viene a ser una imagen de la soledad que ahoga cuando sólo existe la materia, y una metáfora del desamparo que a todos nos hiela cuando la vida ha de seguir adelante sobre las cenizas de las ilusiones y esperanzas muertas.
Si el Vesubio tuvo a Plinio, Timanfaya tuvo al párroco de Yaiza, que durante días lo contempló todo desde una colina alejada y lo anotó en un diario que nos da la medida de la catástrofe. Se abrieron grietas gigantescas y de la tierra surgió una montaña enorme; nueve pueblos desaparecieron, engullidos o enterrados; el paisaje se uniformó y la isla ganó en superficie al ir solidificándose en contacto con el mar la colosal masa de lava. Aún hoy, en los llamados Hervideros, puede verse la costa formada por espectaculares acantilados negros de basalto y obsidiana. Y luego, el hambre y la emigración, la huida de aquellos campos estériles a los que los lugareños llaman malpaís, y que ahora son un país estupendo para atraer con su singularidad la nueva riqueza del turismo. Hubo un tipo, llamado Hilario, que se retiró a la paz de estos desiertos de lava con un camello y plantó una higuera, que nunca dio higos. En el lugar hay ahora un restaurante con un mirador, y unos cuantos agujeros que comunican con el infierno, por los que sale el calor abrasador del magma hirviendo en el interior de la tierra. Uno de ellos lo aprovecha el restaurante para hacer sus asados.
En La Geria, los campesinos hacen un hoyo hasta encontrar la tierra y plantan en ella la cepa de uva listán o malvasía; luego la arropan con la ceniza para que atrape el agua del rocío y la rodean con un semicírculo de piedras para protegerla de los alisios. El visitante entra en una bodega, se toma un buen cuartillo de este vino tan bien trabajado, y cuando sale nota que el sol arranca aún más colores a las rocas.