miércoles, 11 de diciembre de 2013

Despedidas

Está el año despidiéndose a golpe de lamentos de ausencia, como si se empeñara en recordarnos que estamos en una posada de paso y que hemos de acostumbrarnos a que cualquier mañana nos encontremos con la silla vacía de algún compañero de camino que la ha abandonado quién sabe con qué destino. Las azadas que son la hora y el momento cavan sin descanso, y oímos su ruido a poco que nos quedemos en silencio, pero qué difícil es acostumbrarse a él. El más cotidiano de los acontecimientos del hombre y el único que no ofrece duda alguna sobre su cumplimiento, y sin embargo el que siempre nos produce sorpresa cuando se produce. Ser una especie racional lleva consigo la consciencia forzosa de la existencia de un final; los únicos en todo el mundo que lo sabemos, aunque no nos sirva más que como estímulo espiritual para aquellos que traten de acomodar su vida a una idea de trascendencia. Pero, aun así, cómo es de temido, de sorprendente, de desconocido.
En un reino de lógica absoluta, que es en el que gobierna la muerte, también el efecto que causa en los vivos guarda relación directa con la situación de cada uno. Generalmente, cuanto más próxima nos cae menos importante es para el resto y más dolorosa para nosotros. Si nos llevan a un ser muy querido nos dejan el espíritu mutilado para siempre, y si toca a alguien a quien tan sólo saludamos cada día nos deja más indiferentes que si fuera otro de nuestro círculo social cotidiano A medida que se van alejando de nuestro ámbito cercano pueden afectarnos los sentimientos más externos, la nostalgia, el recuerdo, pero no las fibras más íntimas; en cambio, los que alcanzan una resonancia mundial tienden a dejarnos con la indiferencia que se deriva de un acontecimiento llamado a convertirse en una simple efeméride o en un tema de curiosidad periodística. Por ceñirse sólo a estos días, el que esto escribe, y supongo que muchos más, puede poner muestras variadas. Ha tenido que despedir, por ejemplo, a Víctor Alperi, compañero de lides literarias, de tantas tertulias, asociaciones y trabajos en común. Otros de los que se fueron quizá no formaban parte directa de las relaciones próximas de la mayoría de nosotros, pero estaban en una cercana lejanía, asentados en un lugar familiar de nuestros aposentos interiores; venían a ser parte de la banda sonora de nuestra vida; entre los más recientes, los casos de Manolo Escobar o Fernando Argenta bien podrían ser los ejemplos. Y más allá, en la distancia, se nos fue Mandela, pero ese queda para la gran noticia y para el llanto universal, para algunos sentimientos sinceros y para otros mediatizados, para las condolencias oficiales y para la unanimidad también oficial, al menos eso se trasluce de lo que se ve; a uno le resulta difícil sentir emociones auténticas en su muerte.
No se sabe por qué, hay tiempos en que se acrecientan las despedidas de quienes tienen algo que ver, por poco que sea, con nosotros. Y entonces nos damos cuenta de que el tiempo pasa y hasta puede que nos quede claro cuál sería nuestro ideal cuando llegue el momento: dejar el recuerdo y el amor que se haya podido derramar y marcharse sin el menor gesto de extrañeza.

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