miércoles, 30 de septiembre de 2015

Una mirada desde fuera

Oculta bajo la hojarasca de la actualidad monocorde de todas estas semanas yace la vida, la pequeña vida de cada día. Pequeña porque así lo quieren muchos medios de comunicación, que tienen como objetivo, más que informar, crear opinión al servicio de quién sabe qué intereses. Hay alguna cadena de televisión que parece tener prohibido dar una sola noticia positiva sobre nuestro país; que no se le escape a ningún presentador un comentario realzando algún logro, que aquí todo se hace mal y el Gobierno jamás tiene un solo acierto. Sí, la Sexta, ya saben. Bajo el chaparrón monotemático catalanista apenas se recordó el aniversario de un gran triunfo de nuestra sanidad: la victoria sobre el ébola; un año desde aquellos angustiosos días en que el apocalipsis parecía cernerse sobre nosotros sin remedio. Ni de que, en otro nivel, sobre la bahía de Cádiz se inauguró uno de los puentes más grandes de Europa, obra de la ingeniería española.
Este continuo afán de autoflagelación -no confundir con autocrítica- causa perplejidad a quienes nos ven desde fuera. Me lo decía un amigo alemán:
-Hay algo en vosotros que me cuesta entender: la actitud de permanente de derrotismo y desprecio hacia lo vuestro. Oigo una conversación entre amigos españoles y casi siempre termina derivando en tremendas críticas a su propio país. Lo mismo pasa en los medios. No sé porque siempre estáis con la idea de que España es un desastre. Eso podrían pensarlo vuestros abuelos, pero ahora no tiene sentido. Parece que no queréis ver que en los últimos 40 años os habéis convertido en un país avanzado y moderno después de hacer una transición política y social que ha sido estudiada en todo el mundo por innovadora. Tenéis una de las constituciones más avanzadas de Europa, sois una sociedad abierta y tolerante. Las empresas españolas participan en proyectos en los cinco continentes, la primera industria textil mundial es española, dos bancos españoles figuran entre los mayores del mundo, sois líderes europeos en energía eólica y en infraestructuras, estáis a la cabeza en tecnología ferroviaria y en autovías. Y también en donación y trasplantes de órganos, en cobertura y calidad sanitaria. Tenéis el segundo idioma más hablado y uno de los tres museos de pintura más importantes del mundo, sois el segundo país en declaraciones de Patrimonio de la Humanidad, el segundo en ingresos por turismo, tenéis incluso el mejor restaurante del mundo. Hasta en deporte estáis en la élite. Y otras cosas intangibles: carácter propio, personalidad inconfundible, fuerte sentido de la familia, concepto de la existencia muy atractivo para otros. Sois un país donde es agradable la vida, vitalista, fácil de captar. Ya sé que la crisis y el paro os están atacando fuerte y que los nacionalismos aprovechan para tratar de debilitar al Estado, pero eso no puede llevaros a destruir de tal forma vuestra autoestima. Desde fuera no se entiende. Según las encuestas, sois el único país de Europa que se valora a sí mismo por debajo de como lo valoran los demás países. Sois una vieja nación, el Estado más antiguo de Europa, habéis cruzado toda la Historia en lucha permanente por todo tipo de metas, hicisteis famoso vuestro orgullo. Ahora parece que lo habéis perdido.

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Aire otoñal

Anda la Tierra por zona de equinoccio, todo igual, equilibrio en los ardores, paso obligado entre la euforia del verano y la depresión del invierno. La Tierra está forzada por una ley eterna a contener sus excesos dos veces al año. Qué pena que a los hombres sólo nos llegue como metáfora; qué grandeza y qué desgracia que las leyes que han de moderar los nuestros estén impresas sólo en nuestro interior; bien podrían estar sometidas a un mandato inexcusable para que fueran de obligado cumplimiento. Aunque no, mejor que respeten nuestra libertad. Tiempo de medida justa, reparto equitativo del día entre la luz y la oscuridad, Libra en el cielo, y en el suelo nuestras miserias de siempre, como de especie irremediable, y nuestras alegrías y dolores de seres racionales, que son el mayor atributo de nuestra condición. Los usos sociales lo convierten en el verdadero comienzo del año, dejando al otro con su festivo valor simbólico. Mientras la naturaleza se dispone a adormecerse, el hombre reinicia su ciclo anual, aunque sea a cuestas con eso tan moderno del síndrome postvacacional. Se reabre el curso político con los señores diputados otra vez dispuestos a sacrificarse por nuestro bienestar, y este año con algunos iluminados dispuestos a sacrificarnos a todos; se generan propósitos de enmienda; regresan los estudiantes a las aulas y los coches a las ciudades y la rutina a sus aposentos de siempre. Sin campanadas ni fuegos artificiales, septiembre abre el año nuevo.
Quizá sea el dorado de los campos o el ocre de las choperas o el suave vaivén de la hoja que cae, el caso es que este viene a ser un tiempo de reflexión, tal vez asociado a la melancolía que le es tan propia. Uno contempla a esos niños con sus mochilas al hombro camino del colegio, alegres en sus charlas o interrogante la mirada entre la ilusión y el temor de lo primerizo, y recuerda sus propios septiembres, lejanos en el tiempo, pero prendidos a la memoria, cuando la vida aún era una página en blanco en la que nadie había comenzado a escribir. Un suave vientecillo que se ha levantado le despeja las añoranzas.
Pronto regresará Orión y el cielo habrá ganado su aspecto más misterioso, y seguramente alguien, mirando en la noche el brillante azul de Rígel, volverá a pensar en la infinitud de nuestra pequeñez. Qué imagen tan manida y tan exacta la del ciclo de las estaciones sobreponiéndose al de la vida; el otoño, cuando las ramas ya van viendo que el suelo se llena con sus despojos, última etapa de plenitud, y el invierno, la antesala. En las largas noches frías surgen los espectros de lo desconocido y los recuerdos se vuelven más intensos y más dolorosos. Atemoriza el invierno.
Pero aún es otoño, tiempo de vendimia, de higos y nueces, de castaños erizados y de almendros en sazón. El tiempo de los hayedos cobrizos y de los bosques imposibles para cualquier pincel. Aún no se les han despertado a las golondrinas sus ansias eternas de cielos lejanos. Que espere el invierno, que no están preparadas todavía las nostalgias del sol sobre las pieles desnudas ni las de los amaneceres tempranos y los crepúsculos prolongados en las tardes sin tiempo. Que espere, que a todos nos ha de encontrar.

miércoles, 16 de septiembre de 2015

Rebeldes sin causa

Son incansables con su matraca. Se ponen la barretina bien calada y ya no hay argumento que se la haga quitar, y venga a quejarse, a hacerse los eternamente agraviados, a tenerse por las víctimas de todos los robos y atropellos de sus vecinos, a creerse los primeros en la fila cuando se repartieron las virtudes en el mundo. Parecen el trasunto de unos niños en constante rabieta para reclamar una atención permanente. Son los catalanistas de Mas y compañía, que sé muy bien que no hay que confundir con los catalanes. Sé muy bien que sería una sinécdoque injusta. Sé que la bandera del triangulito no es el viejo y noble estandarte cuatribarrado. Pero también sé que se han erigido en intérpretes de Cataluña ante el silencio desidioso de los demás.
Todo en ellos es exagerado. Todo lo suyo es único, superior, primigenio, indigno de ser comparado. Son singulares porque tienen una lengua, una historia, una cultura o unas costumbres propias, y por tanto son nación, y así lo han enseñado a sus chicos durante dos generaciones y ahora esperan recoger los frutos. Y quieren convencernos a los demás. Son expertos en convertir hechos circunstanciales en apodícticos y en usar el conocido recurso de repetir una mentira hasta que sea tenida por verdad. Pero nada hay en su historia de especial. Fue primero parte de Hispania y luego de la España visigoda. Con la aparición de los reinos peninsulares tras la invasión árabe, quedó como un territorio del reino de Aragón, sin que la proclamación de unos condados en el siglo X pueda ser tomada como un acto fundacional de nada. Después, la reunificación; de nuevo un solo estado y un solo ente político, llamado como siempre: España. Cataluña jamás fue una entidad independiente.
Tienen una lengua, como la tenemos los demás. Identificar lengua con nación va bien a la pereza mental, pero no al análisis crítico. Equivale a decir que Argentina o Estados Unidos, por ejemplo, no son naciones porque no tienen un idioma propio. La lengua es un instrumento de comunicación, un vehículo del pensamiento, una herramienta de creación de belleza y, sí, también un factor identitario de un pueblo, pero no tiene por qué coincidir con sus fronteras.
Y su cultura, en una mirada global, es como la de tantas comunidades: destacada en unos aspectos, como en la música, y discreta en otros, como en literatura; desde luego no se encuentra ningún Nobel. Y no es exacto hablar de cultura catalana en un sentido diferenciado, porque ni el modernismo, ni aun menos el surrealismo, son movimientos exclusivamente catalanes, aunque los han cultivado a gran altura; ni siquiera el llamado románico catalán, que es de escuela lombarda. No es el caso, por ejemplo, de Asturias y su Prerrománico.
Más difícil es encontrar en la cultura popular y en las costumbres más rasgos distintivos que los de otras regiones. Que si la butifarra, la sardana, los castellets... Cambien la butifarra por el botillo o la chistorra, la sardana por las sevillanas o la jota, y los castellets por los versolaris o el silbo gomero, y verán que no son más que unas de tantas muestras populares como hay en España, sin capacidad para singularizar ninguna nación.
Emprendedora, laboriosa, creativa, vale, pero, don Arturo, deje de jugar a montar el caballo de don Wifredo.

miércoles, 9 de septiembre de 2015

La foto

Somos débiles ante las emociones, nos movemos por ellas, impulsan casi todos nuestros actos y pueden llegar a tener más fuerza de motivación que cien argumentos juntos. Las emociones son el contrapunto de irracionalidad que necesitamos para no actuar como mecanismos robóticos regulados. Para ser imperfectos. O sea, para ser humanos. La foto de ese niño sirio ahogado en una playa ha convulsionado la forma de ver a los refugiados que se agolpan a millares en las fronteras europeas, dispuestos a entrar como sea. Un impacto visual de carácter dramático siempre es más contundente que mil descripciones, y eso lo saben muy bien quienes acostumbran a emplearlos a su conveniencia. La imagen de ese niño es conmovedora para cualquier persona de bien; le procura una reflexión y le plantea unas cuantas preguntas, pero no deberían ser más que las de esos otros niños que están muriendo a decenas en los ataques yihadistas a las ciudades sirias, o las de esas que pueden verse en la red, que nos muestran a pequeños disparando a la nuca de prisioneros o con un cuchillo en la mano degollando a un peluche para practicar.
El fracaso de Europa, gritan editoriales y titulares como reflejo de esa estrecha conciencia que nos convence de ser los responsables de todos los males de los demás. Mal se puede calificar de fracasado a algo que es el sueño de tantos. Nadie se la juega por ir a un sitio donde la vida es un fracaso, sino donde es un éxito. Más bien al fracaso hay que ponerle otros nombres. Fracaso del islam como una cultura incapaz de crear progreso material e intelectual y de formar un espacio de libertad social. Fracaso de unos regímenes teocráticos que tienen el Corán como única fuente de derecho, y de otros de corte dictatorial que acumulan sobre unos pocos las inmensas riquezas de sus países mientras favorecen la ignorancia, miseria y destructuración de sus sociedades. Fracaso de quienes, queriendo dar una solución definitiva, no han sabido elegir a sus enemigos. Fracaso de una visión del mundo que parece tener como único guía de su proceder el dogma del tiempo inmóvil.
El fanatismo aparece como el producto destilado de todo esto, un producto de fácil trasvase y difícil neutralización. Anda por ahí un vídeo en el que se ve a soldados macedonios tratando de repartir alimentos a un grupo de cientos de refugiados sirios, pero como las cajas llevan el emblema de la Cruz Roja, las rechazan al grito de ¡Allahu akbar!. Alá es grande, pero no les daba la comida; eran los infieles cruzados y no podían admitirla. Los soldados se retiraron y ellos aplaudieron. Alá había sido servido. Quizá parezca una simple anécdota, pero pueden darse consecuencias más graves. Inquieta pensar cuántos terroristas aprovecharán que no hay controles de entrada para colarse mezclados entre los refugiados.
Naturalmente, Europa debe ayudar en lo que pueda a quienes huyen de una tierra destrozada y acogerlos según sus posibilidades, aunque no sea más que por ser fiel a su condición de espacio de tolerancia y solidaridad. Pero ha de hacerlo con normas nacidas de criterios racionales, no de un ternurismo ocasional ni de la conmoción de una foto.

miércoles, 2 de septiembre de 2015

Los que esperan a la puerta

Este drama migratorio que está teniendo lugar en nuestras fronteras exteriores es de una complejidad difícil de abarcar para una comprensión como la mía, pero por lo que se ve cabe deducir que toda esa muchedumbre que escapa de sus países y trata de entrar como sea en territorio europeo se divide en dos grandes grupos: los que huyen de la miseria y los que huyen de la guerra. El hambre y el miedo, dos poderosos motivadores de las acciones humanas. Las escenas que nos enseñan de unos y otros son un muestrario de todos los sentimientos que pueden llegar a inundar nuestro interior: angustia, incertidumbre, tristeza, esperanza, rabia, resignación. El único sentimiento ausente es el de la alegría. Todos tratando de forzar las puertas de Europa y de entrar en ella como sea, por las buenas o por las malas. Razas, religiones, nacionalidades y creencias, todos reunidos en un mismo lugar, las fronteras europeas, y con un mismo propósito: saltarlas. Cuando la desgracia azota alguna zona de este desquiciado mundo todas las miradas, y los pasos, de sus habitantes se vuelven hacia Europa. No se dirigen a China, por ejemplo, la segunda economía del mundo, ni hacia Rusia, la otra gran potencia, sino hacia Occidente, la tierra donde las palabras libertad y dignidad del ser humano adquieren carácter de conceptos fundamentales. Desde luego no es casualidad, y eso sería motivo de un largo estudio, que los dos espacios, el deseado y el de los que desean entrar en él, coincidan con los ámbitos de influencia de dos religiones.
La emigración que huye de la miseria llega en su mayoría de países africanos. No viene para salvar su vida, sino para mejorarla, y para ello primero se la juega. Analizar sus causas sería comenzar a atisbar las soluciones. Al margen de esos heraldos de su propia progresía que hacen responsable a Europa de todo el mal que acontece en los otros cuatro continentes y que buscan las culpas y se olvidan de las causas, casi siempre con una argumentación basada en repetir la serie de tópicos que enseñaban los manuales de propaganda en las décadas de descolonización, es evidente que en casos de tanta magnitud la responsabilidad está repartida y salpica en diversos grados a muchos, pero también parece claro que en primera instancia tiene un carácter más bien endógeno; reside en factores internos, como la invertebración social de estos países, en su profunda corrupción institucional, en el temor de sus dirigentes a una clase media fuerte, en su permanente inestabilidad política y tantos otros. Claro que eso nada le importa al que está esperando la noche para saltar la valla.
En las actitudes de quienes escapan de la guerra se adivina la rebeldía de quien se ha visto obligado a abandonar por la fuerza todo lo que tenía e irse con su familia para salvar sus vidas. Extraña sin embargo ver tantos jóvenes de países en guerra. Esos chicos sirios que se esconden por los campos tratando de cruzar la frontera ¿no tendrían que estar reclutados en su ejército haciendo frente al invasor que destruye sus ciudades? Si quienes pueden defender el país escapan de él, poco porvenir le queda. Pero seguramente esta es una pregunta ingenua.