miércoles, 27 de marzo de 2013

El rapto de Europa

Desde hace algún tiempo están sonando a deshora las campanas del uno al otro confín de la aldea europea, como nunca lo habían hecho en décadas. No hay apenas rincón en el que no se oiga un alboroto. Saltan las líneas que nos daban la apariencia de familia feliz y nos miramos unos a otros con cierta desorientación, como si por todas partes hubieran surgido de pronto nuevos elementos que hasta ahora estaban adormecidos o simplemente no existían. Elementos de todo tipo. Francia, hundida en un tremendo fangal de corrupción de izquierda a derecha, con sus dos últimos expresidentes imputados y nombres como Strauss-Khan, Lagarde o Villepin convertidos en continua primera plana y no precisamente por sus virtudes ejemplarizantes. En Alemania cada vez más ciudadanos añoran los tiempos en que tenían su propia moneda y estaban libres de compromisos con los demás; de hecho acaba de surgir un partido, el AFD, que propugna la salida del euro. Reino Unido se juega su integridad en un referéndum donde se decidirá la secesión de casi la mitad de su territorio. Italia vive en un imposible atolladero político e institucional. En España se suman los casos de corrupción a las tensiones separatistas del dirigente catalán. Grecia ya se sabe cómo está, y ahora Chipre trata de quitar a sus ciudadanos una buena parte de sus ahorros para pagar unas deudas que nadie sabe quiénes y por qué se contrajeron. Las preguntas sobre la forma de gestionar la unidad europea, e incluso sobre el propio sentido de la unidad, saltan enseguida a los labios.
¿Fue un acierto por nuestra parte entregar un buen porcentaje de nuestra soberanía a unos organismos ajenos que no pueden sentir nuestros intereses como propios? ¿Hicimos bien en renunciar a nuestra moneda y aceptar otra no basada en reservas tangibles, sobre la que no podemos tener ningún control? ¿Debemos desengañarnos ahora de aquella proclama tantas veces oída de que el euro nos traerá crecimiento y preservará la estabilidad de los precios? ¿Hemos ganado algo al aceptar, por ejemplo, que unos jueces lejanos y ajenos a nuestra realidad puedan excarcelar a nuestros terroristas más sanguinarios después de que nuestros dos tribunales mayores los hayan condenado? Pues no lo sé. Habrá respuestas de todo tipo, pero quizá la más válida sea la que cada uno pueda dar desde su mirada personal.
El caso es que hemos perdido de vista el horizonte mayor. Europa es una abstracción que se superpone a la propia realidad física que la sustenta. Por encima del hecho geográfico que la configura -una península irregular de Asia- Europa y lo europeo tienen una proyección histórica que alcanza en mayor o menor medida a la totalidad de la humanidad. Nada hay tan fluido como el pensamiento, sobre todo cuando va sustentado por un empirismo capaz de crear ventajas materiales. La cultura europea, su concepción ontológica, sus referencias morales, su arte, su ciencia y su actuación material, han influido de modo tan determinante en el quehacer histórico, que resulta difícil no encontrar su eco, por débil que sea, en el rincón más apartado de la vida cotidiana de todos los pueblos. Ahora ha caído en manos de mercaderes.

miércoles, 20 de marzo de 2013

Los profesores

Hay noticias que nos pintan en la cara un sonrojo ajeno y, aún peor, nos dejan la amarga sensación de estar ante un terrible síntoma del declive de nuestro tiempo: el 86 por ciento de aspirantes a profesores suspendieron una prueba con preguntas que ellos mismos exigirían a sus alumnos de 11 años. Ya lo ven. Estos son los que aspiran a enseñar a nuestros niños y los que protestan porque el ministro habla de imponer algo parecido a un MIR. Pero son también los que a su vez fueron alumnos de otros profesores y de la actual ley de educación. El caso es que aquellas antologías del disparate que tanto éxito tuvieron mostrando las burradas de los alumnos, ahora podrían nutrirse de los disparates de los aspirantes a profesor. Ya me lo decía un amigo hace tiempo:
-En la calidad de la educación influye la ley de turno, claro, pero sobre todo la formación de los profesores. Es absolutamente fundamental. Habría que evitar en lo posible a todos esos que entran en la profesión para adquirir las ventajas de ser funcionario, y no porque su vocación les impulse a ello. Para enseñar, primero hay que amar el conocimiento. Y hay que recuperar el concepto de profesor o, como antes se decía, de maestro. Entre que muchos han decidido acabar con el respeto hacia su figura, no hacia su persona, se supone, y que en consecuencia han preferido superponer a su condición de enseñantes la de coleguillas, estamos recorriendo un camino en la relación entre el niño y su profesor que quizá se inició con buena intención, pero que cada vez parece más evidente que está equivocado.
Desde luego, el oficio de enseñante es oficio de vocación donde los haya. La vocación de enseñante imprime carácter a quien siente su llamada; es algo que se nota en su actitud general, en la profunda conciencia que tiene de lo que está haciendo, en la capacidad para llevar con alegría los sinsabores de un oficio exigente y estresante en ocasiones. Los buenos profesores son esos que echan a la sabiduría el grano de sal indispensable para que los demás la puedan degustar sabrosamente sazonada. Esos que saben muy bien que enseñar es aprender dos veces. Los que, más que al conocimiento en sí mismo, aman al sujeto del conocimiento; es decir, al alumno.
Son los que saben que su labor se realiza con los chicos justo en el tiempo en que más se necesita una mano que canalice sus sueños y les brinde la ilusión de una meta a alcanzar. Dejando aparte el seno familiar, cuya influencia está sujeta a circunstancias concretas, es la figura del profesor la que se erige en verdadero modelador de gustos y caracteres que han de configurar la persona del futuro. Buena responsabilidad es esa, que implica por sí misma el concepto de trascendencia sin posibilidad de quiebro alguno. Demasiado valiosa para que se dejen en manos de gentes que no conocen su valor. Quien haya tenido la suerte de haber encontrado en sus años de formación buenos profesores sabrá de la influencia decisiva que han tenido en su vida. Pocas cosas hay que se recuerden más, y pocos regalos más perdurables puede recibir un chico que la palabra sabia del buen profesor.

miércoles, 6 de marzo de 2013

La crisis no está sola

Parece una ley dictada por la Historia que una crisis jamás haya de venir sola. De vez en cuando, los mil diablos que zascandilean por ahí se reúnen y se conjuran para actuar a la vez en todos los frentes posibles, y nos dejan primero sorprendidos, luego desorientados, después impotentes y por fin desanimados y entregados a la desesperanza, con los gritos y las pancartas como único desahogo, hasta que, pasado un tiempo que se nos hace eterno, las cosas comienzan a volver a su sitio. Pero en ese período, desde luego, todo lo que puede salir mal, sale mal. Los norteamericanos, científicos ellos, dieron a esto nombres con categoría de sistema, como Ley de Murphy o Corolario de Finagle; aquí lo hemos solucionado con el refrán del perro flaco y las pulgas, que tiene bastante más expresividad y menos pedantería.
El caso es que estamos viviendo como si de pronto se hubiese desencajado todo lo que parecía estar bien ajustado y cada pieza saltase a su aire para caer en el peor momento y lugar posibles y con la mantequilla siempre hacia abajo. Al eco de la implosión económica han acudido todos: el ataque separatista, la corrupción, los conflictos laborales, el acoso a la Jefatura del Estado, el hundimiento de la oposición; hasta el vodevil político italiano, que, incomprensiblemente, también nos afecta, según los mercados. Menos mal que la sede vacante en la Iglesia no parece que nos ataña más allá de los abundantes consejos que dan al colegio cardenalicio los habituales entendidos que pululan por las tertulias.
Bien mirado, nada tiene de extraño. No es una concatenación aleatoria, sino que tiene unas leyes internas que enlazan causas con consecuencias. La recesión siempre es buena compinche de la corrupción, la debilidad de la nación es el terreno de caza del separatismo, el malestar social es el campo propicio para los grupos antisistema y su violencia callejera, el pesimismo es inseparable del desánimo, y el desánimo favorece la parálisis de la inversión. La crisis se hace de una complejidad apabullante, pero, paradójicamente, con una solución clara y delimitada, porque sólo tiene un corazón: la situación económica o, mejor dicho, su manifestación más terrible, el paro. Ese es el endiablado nudo a deshacer, y a partir de ahí todo recuperaría su verdadera dimensión.
Saldremos, por supuesto, pero seguramente nos encontraremos con que el paisaje que dejamos ya no es el mismo. Algo habremos aprendido de todo esto y es posible que demos una vuelta radical a nuestra escala personal de valores. Que volvamos a tener por importante aquello que habíamos arrojado a un rincón porque el engaño de una falsa modernidad nos hizo tener por superado. Y, por un capricho del tiempo, esa nueva situación coincidirá con la que está creando la técnica. Si después de Auschwitz no puede haber poesía, ahora, después de internet y de las redes sociales, apenas queda lugar para el misterio, ni para el ensueño de lo desconocido, ni para el romanticismo liberador de la realidad, ni para la imaginación como amiga y compañera de evasión. Nos quedará, eso sí, nuestro interior y el de nuestro pequeño mundo personal.