miércoles, 25 de julio de 2018

El nuevo líder

Este fin de semana estuvo ocupado por el congreso del principal partido de España, al menos el que más votos ha obtenido y por tanto el que mayor representación parlamentaria tiene. Se han detenido a echar una mirada a sus pasos en los últimos tramos del camino andado y han decidido hacer un pequeño cambio de dirección de la mano de un nuevo líder. Los partidos vienen a ser réplicas figuradas de los organismos vivos; necesitan un ejercicio constante de sus órganos, se anquilosan por la inactividad, precisan alimento continuo de ideas y más aún de adhesiones, y sobre todo les es necesario una renovación profunda de formas y personas si no quieren entrar en coma por agotamiento. En este congreso, tan necesario como inevitable, se ha elegido a un líder joven, de palabra briosa y discurso conciliador, que supo destapar lo justo los tarros de las viejas esencias, que son las suyas, intuyendo que había una gran mayoría que las echaba de menos.
Esta elección viene a confirmar la tendencia, muy propia de este tiempo, del culto a la juventud, eso que a falta de una palabra mejor se da en llamar efebocracia. Ahora mismo los líderes de los cuatro partidos principales son jóvenes, y tres de ellos, además, guapos y bien presentados. Se ve que eso de la apariencia, digan lo que digan, es un magnífico añadido. En cambio, la experiencia merece poca valoración. A la edad en que una persona alcanza su plenitud, allí donde la sabiduría adquirida con los años se une a la visión prudente y a la moderación inherente a la madurez, ya se es considerado inútil para la política. Ahora parece impensable un Attlee, liderando con 72 años el partido laborista inglés después de veinte a su frente, o Helmuth Kohl, veinticinco como presidente del CDU alemán, o tantos otros de aquellos tiempos en que los biorritmos de la política se acompasaban a un transcurso sin urgencias y se daba por supuesto que las decisiones que afectan a la vida de toda la sociedad requieren una maduración lenta y ajena a toda impaciencia. De un tiempo político reposado se ha pasado a otro acelerado, en el que todo fluye sin sedimentarse y en el que las ideas que ayer no más nos parecieron buenas normas para conformar nuestra personalidad y nuestra convivencia, ya tienen al progre de turno calificándolas de rancias. Sin duda en la confluencia entre la ausencia de resabios propia de la juventud y la promesa de salvaguardar aquellos viejos valores que merece la pena conservar, está la base del éxito de cualquier político, al menos la de este nuevo líder en su congreso.
Que el partido más numeroso del parlamento renueve las personas y las fuerzas que lo impulsan, es un hecho bueno y conveniente para él. Que lo haga sobre la firmeza de las ideas propias, ahora que la batalla ideológica vuelve a ganarle la atención a la económica, es bueno para la clarificación del camino a seguir por los votantes en las urnas. Y en todo caso, es absolutamente necesario que el espacio donde se albergan los principios y las convicciones de la mitad de nuestra sociedad tenga un representante sólido, seguro y convencido de sí mismo.

miércoles, 18 de julio de 2018

Un invitado que sobra

Entre los muchos criterios que se aplican para clasificar a los restaurantes hay uno que debería estar a la cabeza de todos y que los dividiría en dos grandes grupos: los que sienten respeto por sus comensales y procuran brindarles un ambiente que les haga lo más agradable posible el acto de comer, y los que no tienen ninguna consideración con ellos y les obligan a hacerlo soportando una compañía que no han elegido. Es decir, los que tienen el buen gusto de ofrecer un comedor sin televisión, y los que lo tienen presidido por el dichoso aparato, convertido en un comensal más y, por lo que parece, el más importante. A muchos nos parece que ese es un factor revelador de la categoría del restaurante: la diferencia entre sentirse acogido por quien hemos elegido para que nos brinde un momento agradable en torno a una mesa o tener la sensación de que lo que menos le importa a quien nos va a pasar la factura es que estemos a gusto. O sea, entre el buen restaurador y el que olvida que la calidad de un restaurante no se mide solo por lo que se encuentra en el plato.
El caso es que su omnipresencia es aplastante. Apenas hay algún establecimiento que no tenga en su comedor la correspondiente pantalla como la imagen de un dios imprescindible. Y eso que si algún enemigo tiene el buen comer es la televisión. Tratar de disfrutar de una comida en familia aguantando el habitual corro de cotorras de Telecinco insultándose a grito pelado, o soportando la ración diaria de información sectaria y sesgada que nos brinda la Sexta al rojo vivo, viene a ser metafísicamente imposible. Querer entablar una conversación con tu acompañante mientras Torra te mira desde la pantalla o te martirizan a publicidad, es un intento irrealizable. Pero al hostelero eso no suele importarle nada; por mucho que uno se lo pida jamás apagará el aparato. Ni siquiera aunque el que lo solicite esté solo en el comedor y le diga que no quiera ver la maldita televisión. Alguien me explica que algunas cadenas le pagan por tenerla conectada y así contribuyen a aumentar los índices de su audiencia. No sé, pero desde luego cada vez ponen más; hay establecimientos que tienen hasta cinco aparatos, todos encendidos, por supuesto. Si esto es así, poca credibilidad cabe dar a tales índices, porque fuera del fútbol nadie atiende jamás a la televisión en un bar.
Y hacen bien, desde luego, porque a un bar se va a pasar un momento distendido, a charlar con alguien o simplemente a leer el periódico mientras se toma la bebida preferida, pero no a que le den a uno la misma tabarra que en casa, y mucho menos en el solemne momento de disfrutar de una buena mesa en compañía. Sé de alguno que ha adoptado la norma de no ir jamás a un restaurante que tenga un televisor en el comedor; prefiere comer un bocadillo en el parque. Ya ha hecho una lista de aquellos que todavía tienen la consideración de no amargarle la comida; no es una lista muy larga, pero le basta para poder seguir disfrutando del placer de comer fuera de casa.

miércoles, 11 de julio de 2018

Rescate en la cueva

Esta no es, por extraña que parezca, una de las típicas serpientes de verano, sino una inquietante realidad que nos ha tenido a todos en vilo, a pesar de su lejanía. La peripecia de esos doce chicos y su monitor, atrapados en una cueva tailandesa de estructura endiablada, tiene todos los componentes de una tragedia más bien nacida como producto de una imaginación que de circunstancias reales: unos niños en un día de recreo, un adulto sin mucha consciencia del riesgo, una caverna retorcida y tenebrosa, la naturaleza que se desploma en forma de lluvia cerrando la salida, y luego la toma de conciencia de lo que han hecho, la inquietud, la incomunicación, el hambre. Y sin embargo, las imágenes que nos llegaron tras su localización no son las de alguien al borde de la desesperación ni muestran miradas apagadas por la angustia, ni gestos de súplica arrebatada, ni siquiera impaciencia. Sorprende su aparente fortaleza de ánimo y su conducta serena, la confianza en un buen final y el rechazo a toda desesperanza que se perciben en las cartas que escribían a sus familias. Dieciséis días enterrados en las entrañas de una montaña, diez de ellos en un completo aislamiento, sin noticias del exterior y sin más compañía que la oscuridad, la humedad y la incertidumbre, daban para justificar eso y mucho más.
De todas las posibles tragedias protagonizadas por el ser humano, quizá no haya ninguna más dramática que la que tiene lugar en las entrañas de la tierra. Ni el mar ni el desierto ni lugar alguno de la superficie son el reino de las tinieblas, allí donde la claridad es negada y donde habitan los muertos en casi todos los imaginarios de las creencias, allí donde el hombre pierde su condición de rey de la creación. No estamos hechos para la oscuridad ni para el límite del espacio físico; ningún fleco evolutivo creyó oportuno dotarnos de algún modo de adaptación ni de medios para andar por el mundo subterráneo; somos una especie hecha para la luz y el aire, de ahí el pavor innato a adentrarse en las entrañas de la tierra. En el inframundo solo habitan las fuerzas contrarias al hombre.
La tremenda dificultad del rescate y los esfuerzos por llevarlo a cabo se han cobrado la vida de uno de los buzos que lo intentaban, como si fuera un inevitable precio a pagar. Es la cara terrible y al mismo tiempo luminosa de casi todas las tragedias: la generosidad del héroe anónimo, capaz de arriesgar su vida por salvar la de otros. Y ahora que todo ha terminado de manera feliz en lo que se refiere a los niños, habrá que hacer frente a otros problemas; el más inmediato, por supuesto, el de recuperar sus cuerpos físicamente tras tantos días de desnutrición y oscuridad, algo que seguramente no será muy difícil, dada la edad de los chicos. Más largo será el proceso a seguir para tratar sus heridas interiores, como procurar mitigar dentro de lo posible el impacto de esta terrible vivencia en su vida de niños, situar sus consecuencias en el marco de una experiencia enriquecedora, protegerlos del acoso inmisericorde de los medios, y quizá exigir las responsabilidades que procedan, si es que las hay.

miércoles, 4 de julio de 2018

El cambio

Parece que ha pasado un lustro y hace apenas un mes que teníamos otro Gobierno y otro presidente, así de vertiginoso es el tiempo en que vivimos. Más bien en lo que lo hemos convertido con nuestro modo de entender la información, de manera acumulativa y superpuesta, sin dejar espacio para sedimentar la noticia y dar lugar a una reflexión que la metabolice y la coloque en su lugar. Es el triunfo continuo del olvido y el presentismo sobre el ayer inmediato. El presidente del gobierno de hace tan solo unos días, quizá aun más que los anteriores por la discreción que impuso tras su retirada, pronto será un nombre cada vez más lejano. La vida, en su reflejo en la actualidad, se defiende a sí misma no estancándose jamás, aun a riesgo de dar apenas respiro.
A ese presidente le tocó la tormenta perfecta: enfrentarse a la crisis económica más grave de los últimos cincuenta años; tener que gobernar en funciones durante casi un año porque el parlamento era incapaz de elegir un presidente; que el jefe del Estado abdique y haya que tutelar la primera sucesión en la Corona; que una comunidad autónoma se declare en rebeldía y su cabecilla se escape a otro país; tener que tomar la decisión de aplicar por primera vez un artículo de la Constitución que jamás se pensó que hubiera que aplicar; encontrarse con una sentencia brutal contra su partido por prácticas corruptas ocurridas hace 15 años. Y todo eso con los dos grandes duopolios televisivos privados dedicados todos los días a machacarle. Pocas veces se han juntado en un punto tantos elementos distorsionadores de un país como en esta legislatura y en un hombre que responde a un fenotipo bien identificable: tranquilo, retraído, reservado, distante, previsor, poco dado a los impulsos y discreto en su ámbito personal, como demostró tras su derrota. Sin una palabra, Cincinatus volvió al campo de donde había venido, a ganarse otra vez la vida con su arado.
El balance de su mandato ofrece sin duda luces y sombras, pero los españoles no tuvieron ocasión de juzgarle ni de decidir si querían que siguiese en su puesto. Una de esas extrañas conjunciones que a veces se producen en el campo astral de la política, en las que una brillante estrella no duda en alinearse con el más tosco de los asteroides con tal de aumentar su fuerza gravitatoria, se llevó por delante el orden lógico del desenlace. En este caso fue la ambición sin límites de alguien obsesionado por encontrar, con la ayuda de quien sea, pagando el peaje que le pidan y en el límite mismo de las señales de tráfico, un atajo en el camino que lleva a la Moncloa.
Y ahora estamos en un tiempo nuevo, que es lo que siempre dice todo el que llega al poder, en el que hay que hacer frente a problemas acuciantes. Lo nuevo debe de ser el culto visual a la imagen del nuevo líder con técnicas ya tan vistas como infantiloides, y lo acuciante es remover la tumba de un cadáver que lleva enterrado casi cincuenta años y que a ningún presidente le pareció problema alguno. La obsesión por la figura allí enterrada; en eso sí que no parece que el paso del tiempo acabe de llevarse nada.