viernes, 10 de diciembre de 2010

No hay motivo

Tendría que haber un dios de los eternamente insatisfechos y también, si acaso, de los que se regodean en sus miserias y hasta las magnifican para que sea mayor su sentimiento; un dios que podría tener el altar de espinas para que sus devotos se sintieran a gusto. Los devotos de este dios serían ciertamente abundantes y encontradizos desde las cabañas a los palacios. En realidad tal parece como si el español fuese de por sí inclinado al culto de este dios de la autocompasión, y más cuando desde arriba siempre hay prohombres de cartón y mensajeros que se complacen en alimentarlo.
Es cierto. Inexplicablemente poseemos una inevitable tendencia a tener de nosotros mismos un concepto muy bajo, como si anhelásemos más la compasión que el respeto. Tal vez algo se haya calado en los genes de nuestra historia, a juzgar por los testimonios de la lucha que contra ello han mantenido mentes claras de diversos siglos, desde Quevedo a Moratín. Es una constante de antes y de ahora. Y sin embargo, aunque el momento actual no inspire optimismo, desde una mirada más larga no hay motivo.
No hay motivo para que al habitante de este viejo, particular y querido país, que ha visto pasar sobre él la historia entera de Occidente y que ha sido copartícipe de sus alumbramientos, le quieran hacer sentir que el sol siempre está velado sobre sus viejos campos, como si el 98 no fuera ya apenas una menuda anécdota en dos milenios de historia. Cuesta ganar y mantener la fe en lo ganado; cuesta aún más encontrar quien avive esa llama y haga inteligibles los motivos por los que ha de estar encendida. Quizá suceda, como decía aquel pesimista integral que fue Unamuno, que los sentidos al servicio de la conciencia social están dormidos y no son capaces de reaccionar ante estímulos reconfortantes y, además, realistas.
Es sabido, y uno no sabe si desear que fuera el caso, que la insatisfacción aumenta con la conciencia. De ser así, nuestra conciencia, por la estrechez de su código, ha sido y es tan poderosa que ha ejercido como elemento catártico, muchas veces fuera de todo linde de racionalidad.
Harían bien nuestros juicios negándose a admitir a trámite tanta verborrea autoflagelante como lanzan algunos que parecen tenerla como emblema del progresismo. España necesita ser mirada con ojos grandes y, aun así, no resulta fácilmente abarcable. En el balance de sus miserias y sus grandezas podemos estar razonablemente satisfechos.