miércoles, 29 de febrero de 2012

Día de más

Día atípico este 29 de febrero, que sólo acude a su sitio en el calendario cada cuatro años. Con tan escaso esfuerzo es natural que sea el que de menos efemérides puede presumir, el que menos aparezca en las crónicas y el único que falla a sus cumpleañeros. Es lo que tiene haber nacido como relleno para arreglar un desajuste; se ve que la Tierra no pensó su movimiento de traslación para servirnos de reloj. Al tiempo de las órbitas le es indiferente nuestro propio tiempo. Pues bienvenido sea este día que nos regalamos a nosotros mismos, aunque sólo sea en el calendario.
Nuestra relación con el tiempo siempre ha oscilado entre el misterio, la perplejidad y la sumisión obligada a sus efectos. A pesar de sernos tan familiar que apenas pensamos en él, su concepto sigue resultándonos extraño. Hemos logrado medirlo, pero no alcanzamos a comprenderlo; sabemos lo que es a condición de que no nos lo pregunten; vemos cómo nos va devorando sin pausa y no podemos hacer nada por evitarlo. Sabemos que es relativo y que está ligado al espacio, pero somos incapaces de ir más allá de una concepción teórica. Y al final no nos queda más que una conclusión evidente, que no formuló un científico, sino un poeta: Tú eres tiempo el que te quedas, y yo soy el que se va.
Lo que sí hemos aprendido desde la pequeña escala en que nos ha situado, es a dividirlo en función de nuestra perspectiva. Está el tiempo astronómico, inabarcable y en cierto modo irreal, porque para nosotros sólo existe si alguien nos dice que existe; está también el tiempo histórico, el de la humanidad, y luego está el pequeño tiempo en que se mueve nuestra vida, ese que necesita pocos más adverbios que ayer, hoy y mañana. Es el tiempo que compartimos con las personas que amamos, el que recoge nuestros recuerdos y crea nuestras experiencias, el que servirá para fijar el marco de nuestra existencia en la memoria de aquellos que tengan a bien acordarse de nosotros. El que se expresa en dos números no muy distantes entre sí. Y el único que tenemos.
Sabemos que el tiempo es un gran maestro, aunque, como alguien apuntó, lo malo que tiene es que va matando a sus discípulos. Pero también es el gran padre de la añoranza y de su derivada, la melancolía. Stefan Zweig tituló sus memorias El mundo de ayer, antes de tomarse el veronal junto a su esposa Lotte, hace justamente ahora setenta años. Lo hizo ante la imposibilidad de soportar la añoranza de un tiempo pasado y ante el horror de vivir el tiempo futuro que preveía, y que en aquel momento parecía inevitable. Frente a la intensidad del espanto de su tiempo presente se le hizo imposible imaginar una esperanza en el venidero. Le traicionó el engaño del tiempo, que jamás nos permite una previsión exacta de lo que nos reserva. Acaso olvidó que nunca es bueno anticiparse a él, porque, en definitiva, el contenido del tiempo lo llenamos nosotros y, si no podemos detenerlo, a veces sí nos es factible convertirlo en feliz o desgraciado.

miércoles, 22 de febrero de 2012

El arte de hoy

Cada vez que a uno le da por entrar en ARCO o en alguno de los infinitos museos de arte contemporáneo que han brotado como setas en los últimos años por toda España, sale haciéndose una pregunta que le desconcierta: ¿Por qué no soy capaz de entender el arte de mi tiempo? Y de ella se derivan otras no menos ayunas de respuesta: ¿Por qué el artista ha terminado renunciando a que su obra pueda ser comprendida? ¿Es que no tiene nada que decir y lo disimula mediante una fingida complejidad conceptual? ¿Por qué somos la primera generación de la Historia que no puede identificarse con el mensaje de sus artistas?
El arte griego persiguió el supremo ideal de la belleza, teniendo siempre al hombre en el centro de su búsqueda. El medieval ejerció una función didáctica por medio de unos programas iconográficos que, a pesar de su carga simbólica, tenían que resultar entendibles para todos, porque ahí radicaba su razón de ser. En el Renacimiento el hombre vuelve a ser la medida de todas las cosas y plasma de nuevo las aspiraciones que le son inherentes: racionalidad, armonía, equilibrio. El Barroco se identifica con el espectador a través de la expresión de los sentimientos y de todo aquello que le es cercano: escenas costumbristas, retratos, paisajes, bodegones. Toda la Historia del Arte es la crónica de un diálogo entre un emisor y un receptor, que será tanto más elevado cuanto más categoría de genio alcance el creador. Sólo a partir del siglo XX ese diálogo se hace ininteligible.
La abstracción fue el resultado final de un proceso de decantación de los elementos figurativos. En ese sentido, aunque muy conceptualizado, es un mensaje que puede ser comprensible. El engaño se produce cuando ese proceso no existe; entonces no hay nada detrás de la obra. En los últimos años nuestras ciudades se han uniformado exteriormente; en todas se encuentran parecidos artilugios extraños “decorando” sus plazas y calles. Fíjense en alguno de ellos y traten de recorrer el camino inverso hasta la imagen real del concepto que representa. Muy pocas resistirán la prueba. Y así se llega a la aberrante realidad de que es el precio lo que fija la calidad de la obra, sin querer ver que el precio es un elemento artificial, impuesto según criterios puramente mercantiles. No es una categoría de juicio de calidad ni una razón artística; no puede modificar los atributos intrínsecos de la obra; no convierte lo malo en bueno. Simplemente es una cifra que los mercaderes del arte imponen según sus intereses.
¿Qué es el arte? Morirte de frío, decía un chusco chiste de mis tiempos de estudiante. Y a pesar de no ser más que un mal chascarrillo, algo hay de verdad en ello hoy. Una obra maestra jamás te deja helado; al contrario, hace bullir las emociones y pone calor en las fibras más delicadas de la sensibilidad. Lo que deja fríos los sentimientos es la vaciedad conceptual, llegar a convertir al cuadro en un simple objeto decorativo, porque sus colores alegran el salón. Lo inquietante es pensar que el arte siempre es el reflejo de una época y de una sociedad.

miércoles, 8 de febrero de 2012

Invierno

Si el invierno no saca en algún momento su carácter, parece como si el año quedara desvaído. No es lo mismo. Falta algo. En lo más hondo de nosotros tenemos necesidad de que las cosas mantengan su encadenamiento lógico, y cuando se rompe nos produce desasosiego. Queramos o no, somos seres solidarios con todo lo creado. Este año se ha querido disfrazar de primavera durante un largo tiempo, pero al final ha mostrado sus poderes de siempre. Pueblos aislados, carreteras cortadas, lagos helados, estampas gélidas y, lo peor, más de trescientos muertos entre quienes no han podido sobrellevarlo. Viene de la tundra siberiana y crece en la estepa rusa para no hacerle perder su mayor rasgo de identidad.
-El invierno es el amigo del ruso -le decía un personaje de Miguel Strogoff a otro.
-Sí, pero hay que tener un temperamento a toda prueba para resistir esa amistad.
Pues como amigo, y convertido en general sin ejército, la libró dos veces de ser ocupada por las tropas más poderosas del momento. Qué habría sido de Rusia en las manos de Napoleón o de Hitler si el general invierno no hubiera detenido su avance en una batalla contra la que ninguna estrategia podía enfrentarse.
Por estos lares astures suele mostrar una cara muy llevadera, o al menos bastante más que la que nos enseñan las imágenes de otros sitios. Se ve que es tierra moderada y poco amiga de extremos. En la memoria de alguno seguramente quedarán lejanos recuerdos de infancia, cuando el invierno era el tiempo en que se difuminaban los contornos de la realidad y la propia naturaleza parecía confabularse para ofrecer un escenario distinto, como apenas ya hace. Frías amanecidas en medio de un paisaje todo blanco, carámbanos colgando de los aleros, charcas heladas y gorriones ateridos picoteando entre la nieve. Troncos crepitando en la chimenea y una olla con caldo para espantar el helor de la anochecida. Quizá ahora sea un buen momento para recordar palabras que entonces tenían todo el valor de lo necesario y que los nuevos modos de la modernidad relegaron al rincón de la añoranza: brasero, badil, morillo, fuelle, lumbre. Y tiempo aquel también de conversaciones y juegos, bien arrimados al fuego, porque el exterior no se permitía ningún gesto amable. El invierno era forzada introspección y propiciaba un acercamiento familiar que podía resultar gratificante, pero a través de los cristales empañados siempre había alguien que atisbaba para ver si por fin el sol volvía a traer la normalidad.
Contemplando las imágenes que nos llegan, nos damos cuenta de que el progreso ha hecho más cruel el invierno al paralizar buena parte de lo que ahora
nos resulta imprescindible y que antes no teníamos. Quien más tiene, más siente su pérdida. Pero que sea bienvenido, aunque sólo sea para no sentirnos desorientados por el desorden de las cosas que no están en su sitio. En todo caso, como dejó escrito un poeta romántico en un momento en que debía de tener razones para el optimismo, si el invierno comienza ¿puede estar muy lejos la primavera?.

miércoles, 1 de febrero de 2012

Muerte en la playa

Por debajo de lo que este loco mundo nos ofrece cada día, o al menos del retrato que de él nos pintan, hay una realidad que subyace oculta como el abono en la tierra. Y, como el abono, fecunda el entorno y redime la primavera del invierno. Si el mundo fuera solamente como nos lo presentan los telediarios y los periódicos, poca esperanza cabría tener en la especie humana. Si lo que circula bajo los brillos de la bambolla mediática fuese la verdadera esencia de nuestra condición de seres racionales, más valdría que nos quitáramos este título y creáramos una subespecie por debajo del reino animal para incluirnos en ella. Curiosamente, es la tragedia lo que hace aflorar los valores que nos dan dignidad y que los espejos que nos ofrecen a diario apenas reflejan. La tragedia y su inseparable compañero, el dolor, los que sacan aquello que está oculto en lo más profundo y que es lo que da sentido a nuestra categoría de seres humanos. Entonces, sin saberlo, algo nos impulsa a seguir, en la medida que sea, el mandato que Cicerón propuso como obligación ideal de todo hombre: Este es nuestro máximo deber: prestar toda nuestra ayuda a quien la necesita en grado extremo.
El drama de la playa de La Coruña tiene un componente que sólo puede calificarse con una palabra que se enseñoreó durante siglos de todas las literaturas y ahora ha caído en desuso en aras no sé muy bien de qué: heroísmo. Tres jóvenes policías dejan su vida por intentar salvar a otro joven al que, aunque esto importe poco, no habían tragado las olas por culpa de ningún desgraciado capricho del azar, sino por algún mal aire que le llenó de euforia el pensamiento. No figuraba entre sus obligaciones profesionales; siguieron un deber que ellos mismos se dictaron. Sin duda lo vieron posible o acaso la premura de la situación les haya impedido pararse en consideraciones, pero ese impulso primario es lo que los define. ¿Cuántos de nosotros seríamos capaces de lanzarnos sin pensarlo a un mar embravecido para tratar de sacar a alguien a quien ni siquiera conocemos? No es cobardía; es la condición humana, y cuando alguien se olvida de ella para luchar por el bien de otro, nos produce un ramalazo incontenible de admiración.
Los tres policías encontraron la muerte en la plenitud de sus vidas, sin haber logrado siquiera intercambiarlas por una sola. No hay ningún salvado que les pueda guardar eterno agradecimiento. Dicen que no existe sacrificio estéril, pero duele la derrota del valor. Son héroes que no figurarán en las crónicas ni tendrán estatua en el centro de una plaza. Dentro de poco, apagadas las efímeras luces de los focos mediáticos, sus nombres quedarán sumidos en el anonimato. Sólo los suyos guardarán su memoria como un valioso tesoro de familia. Y si alguna vez el mar devuelve los cuerpos de los que faltan, bien podría ponerse como epitafio en su tumba el verso de un antiguo himno sagrado: Puerta soy para ti, quienquiera que seas, tú que me llamas.