miércoles, 31 de marzo de 2021

Atasco en el canal

Ese buque atascado en el canal de Suez es el símbolo del estado de extrema fragilidad al que nos ha llevado el afán de desarrollo material basado en el culto a la técnica y en la creencia de que posee una capacidad poco menos que infinita. Basta un leve tropiezo que obstaculice el paso en una pequeña arteria para que se provoque un infarto que afecta al sistema circulatorio de todo el mundo. Les sacudieron temblores a los mercados financieros y a los despachos donde se controlan los índices económicos, ante la posibilidad de que aquello se prolongara y los trescientos barcos que aguardaban allí cargados de mercancías tuvieran que dar la vuelta a África para llegar a Europa, y también nosotros debimos mirarlo con cierta preocupación, porque al final seríamos quienes lo pagásemos como consumidores. Este mundo del mercadeo es tan interdependiente y está tan entrelazado por dentro que no hace falta ni que la mariposa aletee; basta su suspiro para que se tambalee hasta el último eslabón de la cadena.

Hemos aceptado la globalización como una fuerza poderosa, capaz de igualar las aspiraciones de las distintas sociedades y de suavizar las diferencias entre sus diferentes niveles de desarrollo, y no nos damos cuenta de que en su misma condición de globalidad lleva el reverso de su enorme fragilidad. Cualquier disfunción, por lejana e inocua que parezca, es capaz de afectar gravemente a la economía mundial, incluso de  paralizarla. Suez al fin y al cabo no es más que una vía de agua; imaginemos lo que sucedería si cae internet.

La base de la globalización, ya desde los fenicios, es el comercio, y su consecuencia la formación de una comunidad de intereses universales, que tienen como punto común aspiraciones, gustos y conceptos coincidentes, en la medida que ninguna ideología o religión consiguieron. La uniformidad en los estilos, las costumbres, los modos de vivir la vida cotidiana y hasta las formas de diversión, tiene su contrapartida en la generalización de los hallazgos científicos y en la extensión del progreso de unos a los que no lo alcanzan por sí mismos. Estamos en un mundo en el que ya no concebimos que cada área económica consuma únicamente sus propios productos ni se atenga solo a su propia ciencia y tecnología. Y lo  mismo pasa con la ética, la moral, el pensamiento y la cultura. Podemos verlo como un factor de progreso o abominar de sus resultados, pero se trata de un fenómeno que está inmerso en el fluir natural de la historia y que ahora la tecnología ha hecho aún más acelerado.

Y mientras tanto aquí, empeñados en que nos entendamos en bable.

miércoles, 24 de marzo de 2021

Escapada saludable

Santa Cristina de Lena
La pandemia nos ha traído un confinamiento no sólo físico, sino mental, de ruptura con todo lo que nos hacía sentirnos libres y nos permitía el disfrute de la vida a nuestro aire. Esa fatiga pandémica que se ve ya como una amenaza en muchos casos y que puede encontrar su antídoto procurando airear el pensamiento. Un buen ejercicio puede ser salir por un momento del presente y acercarse a nuestro pasado. Hacer, por ejemplo, un recorrido, fácil y cercano, por las huellas de aquel reino en el que nació Asturias como entidad histórica y cuyas manifestaciones máximas son los monumentos prerrománicos.

Asturias hace su entrada en el gran libro de la cultura occidental de una forma humilde, pero singular, con una modesta campanada cuyo eco aún retumba mil años después. Hijo de nadie y de todos, nacido en un rincón del viejo Imperio y en otro rincón aún más pequeño de la Alta Edad Media, sucesor, por la fuerza de las circunstancias históricas, del arte visigodo, nuestro prerrománico se afincó en las páginas de la Historia del Arte con una voluntad de permanencia que ni sus propios creadores habrían podido siquiera intuir. Y ahí lo tenemos, convertido en patrimonio de la Humanidad y salvado para siempre en virtud de la afortunada evolución de la sensibilidad hacia los testimonios de nuestro pasado. El Prerrománico es, sin duda, el esfuerzo más vigoroso y más coordinado que Asturias realizó por colocar su nombre en la mente colectiva de la cultura europea. Y a fe que lo logró.

El caso es que se trata de un regalo indirecto, hecho a Asturias por el Islam, que, al invadir tierras cristianas obliga a sus habitantes a refugiarse en nuestra tierra como último reducto y, claro, traen todo su saber constructivo y teológico, que era infinitamente mayor que el nuestro. Los recién llegados, en su propósito de restaurar el orden perdido, no sólo tratan de dar continuidad a las estructuras sociales rotas, sino que intentan reproducir en la nueva tierra el marco cultural de su reino y de su capital, Toledo. Antes del siglo VIII en Asturias no había edificios levantados con las más pequeñas pretensiones; de pronto, la región se cubre de monumentos capaces de perdurar y de admirar a los siglos siguientes. También en esto se anticipó a la metáfora del monje Glaber. Arte presciente, vaticinador, si es que un arte puede serlo, pero sí, miren la integración de los elementos escultóricos en los arquitectónicos o la concepción del espacio litúrgico; todo eso alcanzará su plenitud en el románico, pero ya está aquí anticipado. En sus escasos dos siglos de vida, el prerrománico asturiano ejemplifica a la perfección la teoría sobre las fases de la evolución artística. Es arcaico en Santianes, bello en San Julián, Bendones y Nora, sublime en el Naranco y en Santa Cristina, e imitativo en Valdediós, Gobiendes, Tuñón y Priesca.

Con el traslado de la corte a León, terminaba el período artístico más original y creativo de toda nuestra historia, cuyos resultados han acabado por convertirse en el que es, sin duda, el rasgo más diferenciador de nuestra identidad cultural.

miércoles, 17 de marzo de 2021

Revuelo permanente

No hay nadie con más afición a crear conflictos que la clase política. Debe de estar en su misma raíz, porque resulta imposible verla con las aguas aquietadas, aunque sea por un momento, como si tuviera miedo de perder su identidad si se sosiega. Un mar en permanente agitación, a veces de tormenta, que nos salpica a todos y nos inquieta con sus continuos caprichos de niña insatisfecha. Sus oficiantes, al menos en estos últimos años, parecen condenados a no ser capaces de permanecer quietos en su sitio sin incordiar y sin hacer todo lo posible por meternos en el cuerpo preocupaciones inventadas. ¿Que tenemos una Constitución que funciona, que da estabilidad y que ha demostrado su eficacia en momentos difíciles a los largo de cuarenta años? Pues llega un grupo de aprendices y dice que hay que tirarla abajo; naturalmente, para aumentar la felicidad de los ciudadanos. ¿Que alguien de otro bando lo está haciendo bien en el gobierno? Pues no solo no se lo reconocerán jamás, sino que se hará lo posible por echarlo y poner a uno de los suyos, aunque sea un cenutrio; por supuesto, por el bien de la gente. ¿Que nos va bien con alguna norma que viene de atrás? Pues hay que cambiarla por antigua y carca; claro está que para nuestro bienestar. Buscar problemas donde no los hay, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicarles un remedio equivocado; vemos cada día cómo algunos parecen empeñados en dar cuerpo real a esta conocida definición grouchiana de la política.

Tanto como se ha hablado de la erótica del poder y resulta que no es más que una pasión elemental y fácilmente entendible hasta para los que no la tenemos. El ansia de mando, la ambición y el afán de dominio sobre los demás son tan antiguos como el hombre, por más que en las sociedades civilizadas se presenten revestidos de un ropaje legislativo y ordenado en aras de la convivencia social. Estos días hay un revuelo en dos gobiernos regionales que ha roto la normalidad que se suponía habría de durar toda la legislatura. No parecía que hubiera un motivo especialmente grave ni acuciante; simplemente la eterna razón del quítate tú que quiero ponerme yo. La última pirueta, la de un vicepresidente del Gobierno que renuncia a su cargo para ser un simple candidato autonómico, seguramente oculta razones no declaradas, pero en todo caso viene a indicarnos la compleja estructura psicológica de quienes han sido afectados por lo que ya los griegos llamaron hibris, y que en el campo político siempre termina encontrando su némesis. Lo malo es que, cuando llega, sus efectos casi siempre acaban por afectarnos a todos.

miércoles, 10 de marzo de 2021

Tres generaciones

 Cuando uno lee las memorias de algún combatiente de la guerra civil o, mejor aún, si tuvo la suerte de oír de su propia voz los recuerdos de su experiencia en las trincheras, se siente invadido por un profundo respeto y una inevitable sensación de estar ante alguien con quien el destino tiene una deuda que no va a pagar jamás. No importa el bando ni el uniforme que le haya caído en suerte; cuerpo a tierra, con las balas silbando alrededor y el aire convertido en un espeso olor a pólvora quemada, todos los miedos son iguales. A aquellos hombres les fueron secuestrados los mejores años de su juventud y obligados a vivirlos entre la metralla y el fuego de un conflicto cainita. Luego, acabada la guerra, hubieron de hacer frente a la tarea de reconstruir un país arrasado, y lo hicieron soportando todo tipo de penurias y escaseces, en medio de limitaciones de toda índole y de recuerdos dolorosos aún sin cicatrizar.

La generación siguiente, la nacida en la posguerra, ya pudo recoger los frutos de ese esfuerzo y vivió al ritmo del progreso económico que transformó el país hasta niveles nunca alcanzados. Pero al final de este período le tocaba enfrentarse a la reforma total de las estructuras políticas y sociales para poner a España en la misma línea que los países de nuestro entorno. Esta fue la generación de la Transición. Con espíritu de consenso, sin ánimo revanchista y cediendo cada uno lo necesario, una serie de políticos, apoyados por la sociedad, a la que supieron hacer partícipe de su empeño, lograron articular un nuevo sistema de convivencia que se plasmó en una nueva Constitución, aprobada en referéndum por una gran mayoría. Esta es la generación que, por primera vez en varios siglos, deja a los que vienen detrás un largo período de progreso y de paz sin adjetivos. La generación de los que ahora agonizan en soledad en las UCI o esperan en las residencias alguna visita, mientras asisten atónitos al empeño de algunos por destruir su legado. Bien merecen un recuerdo agradecido de todos.

La que ha venido después, la que ahora nos gobierna, se ha encontrado con un mundo de cambios acelerados, en el que los principios se han convertido en enunciados relativos y los valores que nos han hecho fuertes se someten a la conveniencia del momento. Además, ha tocado poder una pandilla de arribistas, criados a los pechos del estado de bienestar, que pretenden acabar con el sistema y volver a la casilla de inicio, justo el ámbito donde comenzó la tragedia de aquella otra generación. Cómo se echa de menos en estos dirigentes de hoy la fortaleza de los que vivieron la guerra y el sentido común y el patriotismo de los que hicieron la Transición.

miércoles, 3 de marzo de 2021

Un año ya

Siguen tristes nuestras calles, especialmente los sábados y domingos, cuando no hay transeúntes obligados cumplir con sus quehaceres. Pesa sobre su ambiente algo como un hálito amenazador que las priva de su capacidad de invitación a encontrar en ellas el disfrute que siempre nos ofrecieron, y a la vez convierte estos días de acercamiento a la primavera en un tiempo indiferente, como si el inminente rebullir de la naturaleza hubiese dejado de ser un símbolo de esperanza. Quién ha visto nuestras ciudades y quién las ve ahora. Los alegres domingos de vermut y fútbol, de bullicio juvenil o de simple paseo familiar; la vida ocupando el espacio con su cara más lúdica, con saludos sin temor y conversaciones cercanas, sin distancias preventivas de ninguna amenaza. Qué vacío este y qué ausencia de sonido de fondo, como en un mar muerto. Se cumple ahora un año desde la llegada de aquel lejano virus que nos encerró en casa. Pesa ya el tiempo detenido como en una estación sin tráfico. Se convierte en enemigo la monotonía de las horas que se repiten iguales, como si fuera una sola sin fin. Surge la añoranza de los viajes, de las reuniones en libertad, de los abrazos a quienes se quiere, y a la vez no podemos desprendernos del pensamiento de que el virus sigue ahí y que se ha llevado a cien mil compatriotas. Quizá luego alguien sistematice todo esto como un nuevo trastorno del ánimo y hasta le ponga un nombre, el síndrome pandémico, o algo así; sería un daño añadido.

Un año ya y todo sigue parecido. Hemos aprendido a combatir el virus mediante alteraciones importantes de nuestra conducta social y, por supuesto, con nuevos hallazgos científicos sobre la prevención y el tratamiento, pero ni siquiera esta situación de emergencia ha servido para suavizar las asperezas que impiden una relación fructífera entre los partidos ni para impulsarlos a pensar mirando al conjunto por encima de su propio campo. Siguen en sus trincheras, en muchos casos alejados de las aspiraciones y necesidades de la sociedad, y poniendo sus intereses por encima de lo que dicta el sentido común. Ahí está otra vez la tabarra feminista tratando de repetir el disparate del año pasado con tal de mostrar su fuerza. Tampoco la visión cercana de tantas despedidas definitivas ha servido para que los extremistas fanáticos se detuvieran un momento a pensar en la relatividad de sus convicciones, si es que alguna puede habitar en sus cerebros; como si no fuera bastante, siguieron añadiendo destrucción e inquietud a las calles y hundiendo aún más la economía de su ciudad. Qué sensatos seríamos si aprovechásemos la amarga lección aprendida este año.