miércoles, 25 de marzo de 2015

Mirando al cielo

Con lo abigarrada que está siempre la actualidad y con lo sobreactuada y trascendente que la hacemos, y resulta que la noticia de todas las portadas en medio mundo durante este fin de semana fue un eclipse parcial del sol. Quién lo diría en esta sociedad tecnificada, en la que los impulsos románticos se han sustituido por bytes y que ha situado el misterio más inmediato más allá de las galaxias visibles. Hubo quienes se desplazaron muchos kilómetros más al norte para poder verlo en su totalidad, y cuentan que incluso muchos aplaudieron entusiasmados la actuación de la luna cuando terminó de ocultar el sol. Bien es cierto que el terror de otros tiempos se sustituye ahora por la curiosidad, por el interés científico o quién sabe si por una íntima actitud reverencial ante una manifestación cósmica, como un rescoldo del ser animista que fuimos. No se explica, si no, tanta expectación por lo que hace ya tiempo que es un fenómeno natural, predecible, comprensible y, medido en el tiempo astronómico, puede decirse que cotidiano. Que el sol se oculte a mediodía ya no infunde pavor en las almas ni pone en trance de limpiar las conciencias. La ciencia deja sin atractivo el misterio, y nada hay más deprimente que un hermoso misterio que ha sido develado, pero nos sigue fascinando como un acontecimiento que nos ha acompañado desde que aparecimos por este planeta, como si quisiera acoger nuestras eternas preguntas, sin darnos más respuesta que su guiño sin pausa y sin amor. O sea, que de vez en cuando miramos al cielo. En el fondo resulta gratificante comprobar que todavía nos queda alguna capacidad de asombro y que no es ante lo incomprensible, sino ante lo inalcanzable.
Los eclipses fueron anuncios de desgracias o señales de buen agüero, pero también fuente de conocimiento: los griegos supieron que la Tierra era redonda al observar que la sombra que proyectaba en los eclipses de luna era circular; su presencia regular nos ayudó a datar acontecimientos históricos; un eclipse de sol facilitó que se pudiera comprobar empíricamente la teoría de la relatividad. Y en todo tiempo sirvieron para admirar al hombre ante la precisión de la mecánica celeste y, en una derivada antrópica y trascendente, para sentirnos más que nunca polvo de estrellas al contemplar el entorno en que se desarrolla. De esa alineación exacta es fácil pensar en una consecuencia existencial: sabemos que estamos a la distancia justa del Sol para que haya surgido la vida; si esa distancia se modificara sólo un 5 por ciento en un sentido o en otro, nuestro querido planeta estaría abrasado o congelado. Somos consecuencia de una distancia.
Entretanto aquí, en la tierra que nos acoge, la primavera está haciendo renacer de nuevo la vida, como cada año, que esa sí es medida humana. Los árboles del río ya vuelven a ser soto y las praderas se cubren de colores y asoma el cereal temprano. Están anidando los pájaros en los matorrales y en las ramas de los castaños; en el aire hay aroma de polen y brisa rejuvenecida. La vida, como el universo, va a lo suyo, sin tener para nosotros ni una leve mirada de complicidad.

miércoles, 18 de marzo de 2015

De nuevo entre nosotros

Mire que le hemos buscado, don Miguel, y ahora parece que al fin ya sabemos qué habíamos hecho con sus despojos después de los trasiegos a que sometimos su humilde sepultura. Le echábamos de menos. Le necesitábamos. Nos hacía falta su presencia para sentirnos un poco menos huérfanos, que no sabe vuesa merced lo áspero que puede hacerse un tiempo tecnificado y descreído sin una referencia física a lo mejor de nuestro espíritu, por simbólica que sea, que lo suavice. Cuatro siglos escondido, sin saber de sus restos más que lo que nos dice la décima que le dedicó su amigo Urbina, esa que empieza: “Caminante, el peregrino / Cervantes aquí se encierra, / su cuerpo cubre la tierra, / no su nombre, que es divino”. Eso le pasa por no haber puesto de epitafio una maldición sobre el que tocase sus huesos, como hizo su contemporáneo Shakespeare, que así lleva los mismos cuatro siglos sin que nadie se haya atrevido a moverlo. Válganos el cielo, don Miguel; bien aplicadas vienen aquí las palabras de su hidalgo: “El tiempo, descubridor de todas las cosas, no se deja ninguna que no la saque a la luz del sol, aunque esté escondida en los senos de la tierra”. Y al fin y al cabo, si no hay memoria que el tiempo no acabe, tampoco habrá olvido, que ya se sabe los juegos que se traen los opuestos. Además, mire: ha tenido más suerte que su íntimo enemigo Lope de Vega, y que sus vecinos Quevedo y Calderón, o que Tirso, o que, por citar otro genio que coincidió con usted, Velázquez. Todavía no los hemos encontrado.
  Mirar hacia atrás, hacia los que nos precedieron en el tiempo, es un ejercicio de todas las épocas, y en su caso bien claro lo deja vuesa merced en sus obras en lo que a su sentir se refiere. Ahora ya no es el mismo concepto de fama ni de gloria inmortal, pero seguimos aspirando a lo perenne y envidiando a quienes lo han conseguido por encima de la caducidad de la materia. Hemos encontrado sus restos y sentimos como si en la familia se hubiera acabado con una penosa ausencia, pero sabemos muy bien que no son los huesos lo que cuenta, más allá de la gozosa sensación de imaginarnos que vuelve a estar entre nosotros. Son los espectros que nos haya dejado por aquí, y esos sí que se encuentran instalados en la inmortalidad. El espectro islandés o coreano de su hidalgo está más vivo que la mayoría de todas esas figuras bien definidas por intereses puramente materiales, que se nos presentan cada día desde los poderosos medios que nos abruman. Cuerpos clónicos, huecos y efímeros, esculpidos por la publicidad; se asombraría de ver quiénes escriben hoy algunos libros de éxito. La figura de su caballero loco es reconocible en cualquier lugar del mundo; cabalga por los campos de la mente de todos nosotros, eso sí, casi siempre vencido, con la espalda doblegada como cuando volvió a su pueblo tras la derrota final. Y no se crea que sólo dio pasatiempo al pecho melancólico y mohíno. Algo más que pasatiempo fue, no me diga, que en pocos sitios tenemos los hombres una palabra dirigida particularmente a cada uno como en su historia de locos y cuerdos. Si puedo, iré a poner una flor en su tumba.

miércoles, 11 de marzo de 2015

La libertad

Debe de ser la palabra más escrita y pronunciada de toda la Historia. Apenas hay himno, escudo o divisa de cualquier nación, tiempo y lugar, que no la muestre como lema y propósito. Está en el grito de todas las revoluciones, en los discursos de cualquier demócrata y en los de los dictadores y tiranos más sanguinarios. Su nombre ha servido para enardecer y para morir con él en los labios. Los libros, los profanos y los sagrados, se llenan con su significado luminoso, casi siempre con sentido de esperanza. Es meta, anhelo, objetivo eterno, promesa liberadora. Y sobre todo, sombra esquiva que jamás se dejó atrapar. Libertad, palabra condenada a significar propósito inalcanzable.
La libertad está coartada por diversos factores: la ley natural, que nos impone unas limitaciones tan obvias como insalvables; la sociedad, que establece unos límites llamados leyes para regularse a sí misma; nuestra conciencia individual, que nos levanta barreras éticas, y una cuarta mucho más sutil, porque no lo parece y porque no emplea la fuerza: los que la controlan bajo la apariencia de fortalecerla. Lo de red de redes puede aplicarse en su sentido más literal. Vivimos emparedados entre gigantescas estructuras virtuales que nos tienen atrapados. Los afectos que creemos nuestros nos vienen inducidos por intereses ajenos. El gran sistema controla las inclinaciones de nuestro corazón, las corrige siempre a su favor, las modifica y encima nos hace creer que lo hacemos nosotros mismos. Nos bombardean desde todos los puntos donde se cuecen intereses partidistas, con sus tertulias sectarias, sus programas de banalidad nada inocente, su frivolidad impostada que apenas oculta una finalidad alienante. Nos imponen las palabras que podemos decir y las que no, el significado que ha de darse a cada una, cambiando el que tenía hasta ahora; prohibidos los adjetivos que no gustan al gran sistema; la terminología que ha de usarse es la que se asigna desde arriba; la corrección sólo la pueden dictar los intereses económicos y políticos. Los gustos, lo que es o no moderno, lo que debemos considerar hermoso, las ideas que hemos de sostener para estar en el mundo, todo nos viene señalado cada día desde las tribunas meticulosamente dispuestas para que no nos demos cuenta de que ni siquiera nos damos cuenta de ello. ¿Libertad? Un hermoso reflejo de aurora boreal. No la hay ni para dejar de ser libre.
La libertad verdadera es la que seamos capaces de crear dentro de nosotros mismos, y proviene del conocimiento y de la búsqueda incesante del saber hasta configurar un criterio fuerte e inmune a cualquier influencia que no tenga unos fundamentos sólidos. Lecturas reflexivas y sin prejuicios de los espíritus que fueron verdaderamente libres, que nos brindarán los elementos de análisis necesarios para crearnos un espacio intelectual propio, sin adherencias ajenas interesadas. Un espacio sólido, nuestro, hecho de materiales bien contrastados y no sujeto a esclavitudes ideológicas superficiales. Sólo en este sentido, la libertad, como la felicidad, puede aproximarse a dejar de ser una negación de la realidad.

miércoles, 4 de marzo de 2015

Dos momentos del arte

Parece que deberíamos haber aprendido a comprender al ser humano y a confiar en que el progreso de las ideas hubiera elevado su condición racional, y todavía hemos de sorprendernos al comprobar que entre el fanatismo y la estupidez media la misma distancia que entre dos siameses. El fanatismo obliga a entrar en su oscura caverna a todas las demás ideas y las somete a su tiranía. La estupidez las desprecia y las ignora porque así cree que las desactiva. Para desgracia de todos, la Historia tiene un amplio muestrario de ambas cosas, pero cabía pensar que algunas ya estuvieran superadas, precisamente por la enseñanza de la propia Historia y por lo que se supone que implica de progreso del ser humano en todos sus aspectos. Lo que los islamistas están haciendo en los países que dominan constituye la evidencia más clara de que esto no es así. A estas espadas exterminadoras de Alá no les basta con someter a sus mujeres a humillaciones inconcebibles en esta época, al fin y al cabo eso yace en lo más hondo de su interpretación coránica, sino que están destruyendo lo mejor de su patrimonio artístico. Los preciosos vestigios de la civilización asiria, aquellos relieves de la legendaria Nínive, que ilustraron nuestros manuales de Historia del Arte y que nos hicieron atisbar un concepto creativo distinto, en un tiempo y un lugar ajenos por completo a los nuestros, están siendo demolidos a martillazos. Habían aguantado durante dos mil quinientos años los ataques de los tártaros, las inclemencias del desierto, los infinitos cambios políticos de esta zona y hasta las profecías de Jonás, pero no han podido sobrevivir a los islamistas. Alguien ordenó acabar con ellos por ser contrarios al libro del profeta; eran obra de adoradores paganos. O sea, como si en Egipto ordenan demoler la esfinge.
La iconoclastia es una enfermedad que afecta a los débiles mentales y que por aquí también hemos padecido. Los cristianos, cuando alcanzaron algún poder en Roma, destruyeron todas las estatuas de los emperadores y sólo dejaron en pie la del Capitolio creyendo que era la del cristiano Constantino. Luego resultó que era la del pagano Marco Aurelio, pero ya entonces los tiempos habían cambiado y el emperador estoico sigue allí, sobre su caballo, como único testigo sobreviviente de otra enorme estupidez. Pero esto fue en un siglo ya lejano. Ahora, en el XXI, los leones y toros alados de Nínive han ofendido con su gastada figura la conciencia religiosa de los que parecen no tenerla para asesinar con crueldad inhumana.
Mientras tanto, aquí está en todo su esplendor ARCO, esa feria del arte incomprensible y de lo incomprensible del arte. Una de las obras expuestas es un simple vaso con agua, de un tal Wilfredo Prieto. Su precio, 20.000 euros. Dice el galerista que el vaso en sí no vale nada, que si lo roban pone otro, que lo que cuenta es el certificado del autor, y que no vale colocar uno igual en casa, porque no sería un Prieto, sino una copia. Seguro que lo venden, que ya Cicerón había notado que stultorum plena sunt omnia, en todas partes abundan los tontos. O sea que no estamos peor que hace dos mil años.