miércoles, 29 de mayo de 2019

Pidan número

Esa imagen del Everest asaltado por una fila interminable de gente que espera turno para llegar a su cumbre viene a ser la metáfora de un tiempo en el que los sueños de lo imposible se van debilitando en su hermosa inaccesibilidad, hasta dejarnos ante una realidad descarnada y desprovista de todo halo de fantasía. Todo un río de gentes ascendiendo ladera arriba como si fuera una romería de pueblo, con esperas de hasta tres horas para poder avanzar. Desde aquel día de 1953 en que se logró, después de muchos intentos, la hazaña de pisar su cumbre hasta esta procesión de coleccionistas de emociones controladas, va el mismo trecho que separa la consideración del riesgo como una noble virtud de la del riesgo inútil como motivo de orgullo. La gran montaña, que no sabe de pasiones ni de vanidades humanas, ya se ha cobrado diez vidas en pocos días. A esa altura los vientos son como látigos, el frío congela y el oxígeno escasea, y si la espera es larga y se consume el que se lleva en las botellas, la muerte es segura. Dicen los que lo saben que las fuerzas y las mentes se debilitan de tal modo que es muy fácil cometer errores que acaben en caídas fatales o en un colapso general del organismo. Que la zona superior de la montaña es el cementerio más alto del mundo, con más de 300 cadáveres. Y que aun en el caso de que todo termine bien, la montaña queda contaminada por toneladas de basura. Pero para las agencias y para el país es un negocio gigantesco.
Ya no hay caminos hacia lo desconocido ni peligros que no nos presenten banalizados, aun a costa de enfrentarse al sentido común. Si la globalización acabó con el romanticismo del regalo y la sorpresa, si en los grandes almacenes de la esquina te venden ahora el objeto que antes traías como recuerdo del viaje a un país lejano, no es de extrañar que ni los sitios que parecían inmunes a la depredación humana se libren de la colonización de las masas al amparo de los logros tecnológicos. El planeta entero ha perdido hasta el último harapo que cubría alguna parte de su cuerpo. Es la derrota del misterio que alimentó nuestras fantasías de niñez y juventud, cuando el mundo era un inmenso arcano al que solo era posible asomarse a través de las páginas de un libro y, si acaso, de los relatos de quienes para nosotros tenían la categoría de héroes. Ahora cualquier agencia le organiza a uno lo mismo una cena en el desierto con una tribu beduina, que un descenso en canoa entre cocodrilos por el río Limpopo, una noche pescando arenques en un igloo esquimal del polo Norte, o una foto con el jefe de un poblado yanomami en el Orinoco. O una subida al Everest, más o menos fácil en función de lo que pague.
La aventura, despojada de su fundamento de imprevisibilidad y puesta a disposición de turistas ricos y aburridos. Quizá alguno, después de hacerse la foto en la cumbre, sienta necesidad de interpelar a la montaña haciéndole ostentación de su victoria sobre ella, pero puede también que algún día alguien oiga a la montaña responder con el grito de la profetisa que defendía su lugar sagrado: "¡Lejos, lejos de aquí, vulgo profano!".

miércoles, 22 de mayo de 2019

Las tres urnas

A ver si de una vez acaba este estado perpetuo de período electoral, que tal parece desde hace unos cuantos meses que todos los problemas del país han desaparecido y los políticos no tienen otro que el de sacarnos el voto. Ya se cansa uno de encontrar el buzón lleno de sobres y panfletos que terminan provocando el efecto contrario del que pretenden. Cuánto dinero y cuánto esfuerzo derrochados, sin más premio, en la mayoría de los casos, que una mirada de compromiso al exterior del sobre antes de tirarlo directamente al contenedor. Si no hacen falta. Si aquí nos conocemos bien y ya todos sabemos a nuestra manera a quiénes nos interesa votar y a quiénes no. Ya tenemos claro qué partidos no nos convienen y en cuáles podemos tener más confianza de que harán las cosas bien; ya conocemos el grado de ideologización de cada uno y hasta qué punto esa ideología influye en sus decisiones sobre todos nosotros; ya tenemos experiencia sobre el índice de sentido común que aplican a sus actuaciones. Por ejemplo, ya sabemos a quién no hay que votar si no queremos que se nos imponga el bable como lengua oficial.
Ahora hemos de llenar tres urnas, municipales, autonómicas y europeas; o sea, elegir desde quién autorice las zanjas de nuestra calle hasta los que decidan la política continental. Las municipales son las que más elementos de juicio nos ofrecen; conocemos bien las necesidades que nos afectan y formamos parte directa del ámbito de actuación del elegido; incluso podemos ver en el candidato al vecino. Tengo la sospecha, que llega a convicción, de que el de alcalde es el cargo político en el que más abundan los que se mueven por el afán de mejorar la vida de sus conciudadanos, a pesar de que en gran número de casos resulte una labor sacrificada, poco a nada remunerada y con más sinsabores que reconocimientos. La España rural está llena de alcaldes así. No es el caso, desde luego, de las elecciones autonómicas, que vienen a ser una versión local de las generales, aunque en nuestro caso, al ser una pequeña circunscripción uniprovincial, tengan un aire más familiar.
La tercera urna es quizá la más susceptible de alinearse con nuestras convicciones ideológicas. Todos tenemos unos valores y unos principios que configuran nuestro modo de pensar, y es en las elecciones al parlamento europeo donde más pesan en nuestra decisión a la hora de elegir la papeleta. Aquí, más que en las otras, se votan las siglas, porque, salvo excepciones muy notorias, apenas tenemos referencias de sus candidatos. Son solamente nombres agrupados en listas de diversas tendencias, que aspiran a un sillón en un parlamento lejano, de funcionamiento confuso y ajeno a nuestra vida cotidiana, del que la mayoría ni sabe ni le interesa apenas nada, de tal modo que si a los ciudadanos nos entrase de repente un ataque de honestidad con nosotros mismos y nos negásemos a votar sobre lo que no sabemos, a la urna de las europeas solo iría media docena de papeletas. Y sin embargo, sus decisiones van a afectar a nuestras vidas, que por algo vivimos en un tiempo y en una comunidad en la que se cumple de forma ineludible, más que en ninguna otra, el efecto mariposa. También esta papeleta hay que pensarla.

miércoles, 15 de mayo de 2019

Mejor buscar un buen libro

Es posible que, según dicen, la televisión que conocemos esté sometida a un proceso de cambio derivado de unos modos diferentes de producción visual. Han llegado nuevas plataformas que diversifican y amplían la oferta de forma insospechada, a la vez que nuevos soportes de recepción que permiten sacar de la sala de estar la contemplación del programa y llevarlo consigo tanto al tiempo como al lugar que se quiera. Se pierde uno en extraños nombres de redes ofertantes de todo tipo de series y productos con los que pretenden desmontar la hegemonía, tanto real como de querencia, que los canales tradicionales ejercen sobre los espectadores. Y no es de extrañar que sus audiencias busquen otros acomodos con nuevos aires. La vieja pantalla familiar, la de las cadenas generalistas, parece haber perdido la capacidad de ejercer aquella triple premisa fundacional que la caracterizó: formar, informar y entretener. Se ha convertido en un desfile de insulsez, incapaz de crear vibraciones en el espectador, carente de imaginación y de lugar para la sorpresa, sin acertar a coordinar el paso con el de la evolución de los gustos sociales.
Hay alguna cadena cuyo lema debe de ser el de dar una información lo menos complaciente posible con nosotros mismos, casi llegando a la autoflagelación. Deprime verla. Apenas tenemos ni hacemos ni hicimos nada bueno. Otra, la pública, tiene un aire gubernamental que pone una leve sordina en la credibilidad de sus informaciones sobre política. En todas se cultivan espacios de discusión que han ha dado lugar a una figura característica, la del tertuliano profesional, que muestra diversos niveles de calidad según de quién se trate, pero que suele tender a componerse de una mezcla de doctor sabelotodo, oráculo dogmático, arbitrista a tiempo parcial y practicante a tiempo completo del tópico y la frase hecha.
Por los programas del corazón, que vienen a ser la estrella de otra cadena, se mueve una galería de personajes que parecen salidos de una tabla del Bosco. Rostros y cuerpos de bisturí y silicona, cirolos semianalfabetos, caras bonitas como máscaras sin alma, actrices con algún pasado y sin ningún futuro, todos a cuestas con su insoportable insignificancia, apurando los pobres minutos del presente que se les ofrece a costa de quienes gustan de conocer sus miserias. Y todo ello entre insultos, gritos y un lenguaje que no va más allá de la media docena de vocablos. Un retablo grotesco con espectadores sin excesiva preocupación por su autoestima.
Los concursos, aquel género troncal de la tradición televisiva, tienen desde hace tiempo su versión al margen de la suerte o del saber. Han incorporado nuevos retos: hay que ser el mejor cocinero, el mejor imitador, el que hace las mejores reformas, fingir que se sobrevive en una playa o simplemente estar encerrado con otros en una casa durante un tiempo dando rienda a los instintos más primarios mientras se convierten en nuevos héroes del famoseo. A eso se llama estúpidamente telerrealidad, como si la realidad más cotidiana fuera la de estar haciendo el vago en una casa durante seis meses. Mejor buscar un buen libro.

miércoles, 8 de mayo de 2019

El bable




Andan algunos empeñados en elevarlo a una categoría que jamás ha tenido, a él, que nunca ha dejado ver más aspiración que la de servir a la comunicación cercana y sin pretensiones de grandes profundidades conceptuales, como en realidad es la vida de cada día. Es el bable, nuestro querido y humilde bable, que hace ya siglos que dejó atrás la oportunidad de su plena realización y ahora, menguado y asténico, se ve obligado a suplir sus enormes carencias semánticas a base de asturianizar sin contemplaciones las palabras castellanas. El bable, a quien se le intenta hacer sujeto del difícil propósito de construir una unidad idiomática desde la diversidad, y el resultado viene a ser un híbrido que participa de cada una de las propiedades de las partes. El bable, que quizá tuviera juventud y puede que hasta cierta madurez, pero que ahora, en su tercera edad, ha de sufrir un complicado maquillaje para poder entrar en los palacios de la cooficialidad, él, que nunca salió de las cabañas.
- Yo soy como soy. No quiero vestidos ajenos ni salones que no me pertenecen.
No, nunca fue ese tu mundo. Una lengua, nos dicen los estructuralistas, es un sistema gramatical virtualmente existente en el cerebro de los individuos de una misma comunidad; como fenómeno social se opone al habla, que es individual. Y otros añaden que para que pueda ser considerada como tal ha de reunir cuatro condiciones indispensables: una clara diferenciación de otras lenguas, un elevado grado de homogeneidad que pueda dar lugar a una única normativa gramatical, una importante tradición literaria y un considerable número de hablantes. Por el contrario, el dialecto se caracteriza por estar subordinado a otra lengua, por su escasa normalización y homogeneidad y por su carencia de tradición literaria.
- Ningún escritor importante ha querido usar tus recursos para su creación. ¿Qué sientes cuando te llaman lengua?
- Mis títulos adornan más a quien me los otorga. Es como si el criado de un arriero llamase duque a su amo para sentirse importante. Además, mis recursos nunca tuvieron pretensiones ni posibilidades de alcances conceptuales.
No. Más bien de concreciones y realidades primarias, y en eso sí que puede decir algo. Algunos idiotismos, esos giros que ponen la expresividad por encima de la gramática, son de difícil sustitución. Algunos vocablos de carácter familiar y afectivo no pueden traducirse sin traicionarlos. Y cuántos están grabados en el rincón más entrañable de nuestra infancia.
- Ahora hasta han relegado tu nombre. Debe de ser que los patronímicos dan más empaque.
- Yo sé bien cómo me llamaron siempre los que más me trataron.
Desahuciado desde siempre para la alta creación literaria, innecesario como instrumento de comunicación, que es la esencia primaria de toda lengua, quién puede explicar de forma objetiva para qué nos sirve el bable en el ámbito de lo oficial, como no sea quienes quieren ver en él un recurso identitario, aunque sea de muy débil proyección.








miércoles, 1 de mayo de 2019

Tras las elecciones

Si yo fuera analista político no tendría hoy espacio suficiente en este rincón para explicar todas las claves, conclusiones, causas, consecuencias y todo lo que trajo consigo la jornada de este domingo, pero como no lo soy y solo tengo la sencilla y simple visión del ciudadano de a pie de calle, seguramente voy a tener líneas bastantes para resumirla. Al fin y al cabo, fuera de los ámbitos abstractos y teóricos, y casi siempre abstrusos y desorientadores, cuanto más cerca esté la mirada del suelo con más nitidez se ven los detalles de la tierra que pisamos y más comprensibles parecen las cosas. Y desde esta condición de simple ciudadano votante que ha ido a depositar su papeleta según su mejor saber y entender, uno ha podido extraer algunas conclusiones, que son más bien una reafirmación de lo que se encuentra en cualquier confrontación electoral de todos los sitios.
La primera es que la política se alimenta a sí misma hasta constituirse en una sucesión ininterrumpida, como si fuera una función indispensable para que el cuerpo social siga vivo. Antes, el frenesí de una campaña interminable, un tiempo de continua sobreactuación que nos deja exhaustos; ahora la no menos sobreexpuesta y afanosa actividad de búsqueda de pactos para formar el núcleo de poder; luego, los movimientos de los contrarios para derribarlo, y siempre la omnipresencia mediática de sus protagonistas, sea cual sea el pretexto, incluso en las situaciones de mayor calma.
Luego están los motivos. Dinero, fama y poder, pero también el afán de mejorar la vida de los ciudadanos y la posibilidad de hacerlo desde arriba, que sin duda mueven a más de uno. El mundo de la política tuvo siempre una pinta muy golosa y cada vez acuden nuevos comensales a su mesa a intentar hacerse con un trozo del pastel, que antes era prácticamente de dos. Eso fomenta la práctica de la negociación en busca de acuerdos, pero complica el panorama hasta hacer difusos los límites de cada espacio, hace tambalearse el mantenimiento de los principios, propicia el amaño de acuerdos antinaturales y favorece una mayor lucha de egos. El riesgo de la ingobernabilidad se vuelve una inquietante posibilidad real.
Una tercera observación es la asombrosa capacidad de olvido que tiene la masa electoral. De olvido o de disculpa, no sé, el caso es que ya puede decir y hacer cada aspirante lo que quiera, todo tipo de mentiras, insultos, acusaciones, ya puede plagiar, ser incongruente con lo que predica, faltar a su palabra, mostrar una actitud chulesca y hasta ser un perfecto maleducado; todo se perdona y se olvida ante la urna. Candidatos que, según lo que se oye en la calle, no caen bien a nadie, resultan luego los más votados. Parece como si un piadoso velo cayera sobre lo visto y oído hasta difuminarlo, mientras los rasgos positivos permanecen con toda su brillantez.
Y que es ahora, terminada ya la función de las palabras bonitas y las promesas seductoras, cuando se va a ver quiénes son los que verdaderamente piensan en los ciudadanos y en el bien común por encima de sus intereses de partido. A los elegidos solo les vale ya el cumplimiento de lo prometido y a nosotros la posibilidad de rectificar en la próxima cita.