martes, 29 de octubre de 2013

El alcalde censor

La cara de un torero tuerto calándose la montera con las dos manos y con el gesto concentrado de quien se dispone a ejercer un ritual, ha sido prohibida en las calles de Barcelona porque, según su alcalde, “no representa los valores que Barcelona inspira”. La foto había obtenido el segundo premio del World Press Photo precisamente por lo que representa, pero el señor alcalde, un tal Trías, debió de ver en ella el Leviatán feroz que amenaza con engullir la identidad de su ciudad y decidió prohibir a sus habitantes que pudieran verla. Este sí que es un alcalde que vela por la recta formación ética e intelectual de sus ciudadanos, un faro, un guía que les conduce por el buen camino para que no se desvíen. Uno, que no es aficionado a los toros, mira bien la foto y lo que ve en ella es un rostro crispado por algún dolor, acaso una expresión preocupada, una mirada en su único ojo como el espejo de una responsabilidad inmediata, un rictus de decisión ya tomada y quizá el reflejo de un miedo al que ha de enfrentarse. Nada que no pueda ser asumido, salvo que esos valores -afán de superación, esfuerzo, pundonor profesional- no estén entre los que Barcelona pretende inspirar.
Quién lo diría. Aquella Barcelona que tanto nos vendieron como el reducto de libertades, la ciudad abierta a las últimas tendencias, europea y cosmopolita, receptiva a todas las ideas frente al conservadurismo del resto de España, hace tiempo que aparece en la semipenumbra de quien ha decidido bajar las persianas de su habitación y contemplarse sólo a sí mismo. De acoger exiliados culturales ha pasado a exportarlos, de manifestarse contra la censura a imponerla, de pretender ser la más abierta de España a prohibir lo que en ninguna otra ciudad española se habría prohibido. Algún día, cuando pase el vendaval y el tiempo permita mirar con distancia, habría que pedir cuentas a estos nacionalistas de hoy por el daño que están haciendo a su tierra, por las empatías que han roto, por los sentimientos violentados, por los mitos establecidos como certezas fundacionales, por el camino retrocedido.
Suerte la del país que desconozca los nacionalismos. Aun quedándose tan sólo en los puros aspectos ideológicos, sin tener en cuenta consecuencias más dolorosas, es evidente que todos tienden, por esencia, al reduccionismo, y no saben o no les interesa ver que los demás también tienen ombligo y es tan redondo como el de ellos. En todo nacionalista militante, bajo un ligero barniz democrático que le da un tono muy aparente, yace un censor que rechaza cualquier visión del terruño que no sea la suya. Precisamente cuando nuestras calles aparecen llenas de todo tipo de carteles, anuncios, pintadas y mensajes escritos libremente, ese rostro tiene, según este alcalde, la obligación de representar los valores que inspira la ciudad, aunque yo no sé si alguien le habrá explicado que las ciudades no tienen valores; los tienen sus ciudadanos. Si la censura siempre es un atentado contra el pensamiento, esta es, además, de una ingenuidad casi infantil, porque de todos es conocido cuál es la verdadera razón de la prohibición.

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