miércoles, 23 de agosto de 2023

No es ninguna riqueza

 Hay riquezas a las que uno renunciaría de buena gana, si pudiera. La riqueza habrá que medirla, digo yo, en función de su capacidad para generar estados positivos que redunden en bienestar y en la solución de problemas; si no, ya me dirán para qué vale. Pues eso es lo que no acaba uno de ver con el tesoro que dicen que tiene España con sus cuatro o cinco lenguas. O más, porque cada día aparece una nueva.
Las lenguas son resultado de la trayectoria histórica del hombre como ser social. La abundancia de ellas en un pequeño espacio no indica más que un estado de incomunicación secular entre los grupos sociales que lo habitaban, estado que puede deberse al hecho de que haya diferentes lenguas que impidan la comunicación, o a la incomunicación, que fomenta la aparición de distintas lenguas. Con la consolidación de alguna de ellas como lengua nacional, y a veces universal, las demás fueron perdiendo todas sus funciones, entre ellas la primordial de toda lengua: la de ser vehículo básico para la comunicación. Hoy pueden ser vistas como un factor de identificación, pero también como un resto de tribalismo y, en todo caso, como una reminiscencia histórica de carácter cultural. Pero que no nos repitan a todas horas eso de que es una riqueza inapreciable de nuestro país. Está claro entonces que Botswana, con más de doscientas lenguas, es infinitamente más rico culturalmente que Alemania, que sólo tiene una, la pobre.
La riqueza cultural de un país no la da el número de lenguas, sino el empleo que se hace de ellas. Si España ha creado una de las tres o cuatro literaturas más grandes del mundo, desde luego no ha sido por lo que aportaron el euskera, el gallego o el catalán, y no digamos el bable. La expresión creativa busca sus propios cauces y, según vemos, los cauces elegidos a lo largo de la Historia fueron pocos. Y es que, en definitiva, la lengua es el espacio social de las ideas.
Seguiremos oyendo eso de que España tiene una riqueza única en sus lenguas, cuando la riqueza real sería no tenerlas, porque así no gastaríamos los millones que nos gastamos en traducciones, doblajes, dobles rótulos, ikastolas, disposiciones legales y demás. Pero bueno, debemos de ser los europeos de mayor riqueza cultural. Porque ya saben que el momento de la Historia más rico en cultura no fue la Grecia clásica ni la Italia del Renacimiento ni nada parecido. Fue la torre de Babel.

miércoles, 9 de agosto de 2023

Crónicas viajeras: los balnearios de Bohemia

Bohemia es una región de nombre hermoso y renombre amplio, situada allá donde
la Historia sitúa a las regiones que quiere ver en sus páginas con frecuencia. No es cuestión ahora de reseñar su peripecia, en continua mudanza y casi siempre en ignorancia de su destino, ni de la salud que le quitaron los Heydrich de turno, sino de la que ella dio al cuerpo y al alma de media Europa cuando aún había quien la buscaba sin tiempo y con fe. En Bohemia tiene el viajero a su disposición los que acaso sean los balnearios termales más famosos y parnasianos de Europa.
Karlovy Vary es en alemán Karlsbad, Baño de Carlos. Fue, cómo no, Carlos I, el rey mito de Bohemia, que reinó en el siglo XIV, el que una vez más dejó su nombre para la Historia, junto con la universidad de Praga o su famoso puente. Este Carlos es el rey que todas las dinastías tienen o crean, y que marcan el punto de inflexión más alto de la trayectoria histórica del país. Dicen que andaba cazando por aquí cuando su perro se cayó en un charco y se escaldó; luego, él lavó una herida de su rodilla con aquellas aguas y se curó. De este modo quedaron descubiertas las aguas termales y sus propiedades curativas; un relieve en madera lo recuerda junto a uno de los manantiales.
Karlovy Vary es una ciudad elegante, de edificios señoriales alineados a lo largo del río Tepla, llena de hoteles y sanatorios de lujo y plagada de comercios donde se vende, sobre todo, el cristal de Bohemia. Cuenta con varias termas, albergadas en airosas columnatas de hierro, como la de Trzni, antes Yuri Gagarin. Tiene un pasado asociado a los achaques y melancolías de algunos de los ingenios más representativos de una época ya ida, pero irremediablemente nostálgica: Smetana, Schiller, Beethoven, Listz, Dvorak, Brahms, Paganini, Chopin y, sobre todo, Goethe, que hizo de Karlsbad su visita preferida tras el desengaño que la joven Ulrika le dio en Marienbad. Karlsbad sigue siendo hoy lugar ya no sé si para mejorar del tracto digestivo o de las afecciones biliares, que de eso tal vez la ciencia médico-química sepa más, pero sí para poner en orden esas ideas que nos retozan sin sistema ni norma, que también esa es enfermedad de mal incordio y mayor frecuencia.
No muy lejos se halla Marianske Lazné, la Marienbad alemana. Se dice que en el siglo XVIII fue encontrada aquí, junto a un manantial, una imagen de la Virgen y, por eso, cuando en 1866 un abad premostratense funda allí un pueblo, le da el nombre de María. Marienbad es también un lujoso y señorial lugar, tal vez aún más que Karlovy Vary. Su fama le viene de su belleza y de la calidad de sus aguas, por supuesto, pero también de los componentes literarios que se incrustan en su historia, desde Goethe, Turgueniev, Kafka o Freud, hasta el objetivismo francés, con Robe-Grillet y su año pasado en Marienbad. Chopin, un iluso peregrino de aires y aguas saludables, vivió también en Marienbad, lo mismo que Wagner, cuya casa se señala hoy con una clave de sol. Uno piensa que Marienbad debe mucho de lo que es a su pertenencia al ámbito histórico alemán, y aun ahora mismo a su cercanía a la frontera, apenas 8 kms, que la convierten en un atractivo objetivo de los bolsillos llenos de marcos. El régimen comunista no pudo con tan poderosos atributos, y así, Marienbad, igual que Karlovy Vary, muestra en todo su esplendor sus casas señoriales, los elegantes hoteles, su conjunto estilo imperio, la magnífica columnata central, que con su hermoso diseño y sus 200 m. de longitud, constituye una obra maestra de la arquitectura en hierro. Y eso que en el centro del pueblo, comiendo la mitad de un parque, se pretendió levantar un enorme hotel moderno, atentado que el cambio de régimen llegó a tiempo de frustrar, aunque no sé, porque la plataforma de hormigón que allí se ve va a dar trabajo a quien quiera dejarlo como estaba.
Si el viajero llega a Marienbad en verano tendrá ocasión de ver y oír una de sus recientes maravillas: la fuente musical, que convierte sus surtidores en instrumentos y su conjunto en orquesta. Puede también, esto en todo momento, subir hasta la iglesia ortodoxa para saber si le gusta su ostentoso iconostasio en cerámica y oro. Y en todo caso, siempre le será posible pasear calles tranquilas y arboladas, en las que está prohibida la tracción a combustible. Si luego, en la noche, se encuentra con la sombra malhumorada de Goethe, allá él.

miércoles, 2 de agosto de 2023

El mágico poder del escritor

 Hasta la llegada del cine y su poderoso mundo visual, no había nadie con más capacidad de seducción que un escritor. Nadie capaz de crear un síndrome de Estocolmo a quienes frecuenten su compañía, de modo que sus dardos se vean como caricias y sus duras verdades como halagadores piropos. Ya es mérito conseguir ser adorado por aquellos a los que se fustiga. Por supuesto, eso no está al alcance de todos los escritores, sino sólo de aquellos que se encuentren tocados por una gracia bendecida desde lo alto, que no suele consistir más que en la estructuración de la palabra y del pensamiento en dos niveles imperceptiblemente convergentes: en la sabia elección del tono expresivo y en la capacidad para saber presentar acero cortante en un hermoso envoltorio de seda. O sea, eso que llamamos genio. Ejemplos ilustrativos abundan por todas partes.
Clarín presenta en su libro, ya desde la primera frase –una heroica ciudad durmiendo la siesta-, un retrato implacable de Oviedo y su sociedad provinciana, hipócrita y caciquil, y Oviedo tiene a La Regenta como su mayor orgullo. Dublín muestra en Earl Street su monumento a Joyce, y su huella por todas las aceras de la ciudad, dejando bien sentado que es su patria; la del Joyce que si algo odió en su vida fue a Irlanda: “Irlanda es una cerda vieja que devora su propia camada. El más rezagado pueblo de Europa. Ningún irlandés que se respete a sí mismo permanece en Irlanda, sino que huye del país que ha recibido la visita de un airado Júpiter. Tierra destinada por Dios a ser la eterna caricatura del mundo serio”. Y de modo parecido, Cocteau y Francia -“Francia es un gallo montado en un montón de estiércol; quitad el estiércol y el gallo muere”-, o Borges y Argentina, Machado y Soria, Torga y Portugal, y tantos más como se pueden rastrear por la historia de la literatura. Quizá en muchos de ellos haya un poso de dolor por su patria, que se traduce en un grito por lo que pudo ser y que al fin y al cabo muestra una preocupación filial. Otras veces tienen distinto carácter, como el caso de La Mancha, cuyo nombre va orgullosamente unido para siempre a una cumbre literaria, aunque en realidad no sea precisamente por sus cualidades positivas, sino justamente por lo contrario. Los libros de caballerías acostumbraban a situar los hechos de sus héroes en tierras fantásticas y legendarias, en el imperio de Trapisonda, en el reino de Cendaya y otros así. Para satirizarlos, Cervantes sitúa al suyo en La Mancha, una región anodina, de gentes vulgares, en la que jamás ocurre nada.
Quizá más que ninguna otra creación artística, la literatura es percibida como un vehículo que puede situar en la eternidad a quien ella decida. Ciertamente, escribir es tratar de ganar una pequeña batalla al olvido que acecha tras el final, y de esa huida del vacío de la noche participa no sólo el autor, sino aquello que el autor quiera llevarse consigo. En ese sentido puede decirse que el escritor, el genio, tiene el don de conceder la inmortalidad. ¿Y a quién no le seduce vivir para siempre en el pensamiento de todos, aunque sea a costa de sus arrugas y pequeñas flaquezas?