miércoles, 26 de octubre de 2022

Matar la belleza

En toda guerra se dirime siempre algo más que una conquista territorial o la posesión de una fuente de riqueza o de hegemonía política. Eso es lo que luego trasciende a las páginas de la Historia porque están en la base del conflicto y son las únicas que nos sirven para explicarlo en términos generales, pero todas presentan además otras connotaciones que se recogen casi de pasada en las efímeras crónicas diarias y que sin embargo se repiten constantemente en todos los tiempos y lugares. Son esas pequeñas noticias que apenas alteran el transcurso general de los conflictos, pero que nos ponen ante los ojos la verdadera esencia de quienes manejan la fuerza. Pasan desapercibidas hasta que uno reflexiona sobre ellas y comprende que tanto dolor y tanta desolación como causan solo son la parte más visible y sangrante de la maldad que les alienta.
La noticia apenas fue una motita informativa más dentro de la gran tragedia diaria de Ucrania: en Jerson los rusos mataron en su domicilio al director de la Orquesta Sinfónica de la ciudad por negarse a colaborar un concierto en honor de los invasores; se llamaba Yuri Kerpatenko y tenía 45 años. No quiso poner la música al servicio de la gloria de un tirano y le costó la vida. El caso recuerda al del arqueólogo sirio Khaled al Asad en 2015. Tenía 82 años y había dedicado la mayor parte de ellos al estudio de la historia, la excavación y la conservación de las ruinas de su querida Palmira. Era un prestigioso y respetado erudito, pero los yihadistas le apresaron y le degollaron públicamente; luego colgaron su cuerpo en la plaza y colocaron la cabeza en el suelo junto a él. Y aquí mismo, en nuestra guerra, podemos poner el ejemplo de dos creadores inocentes asesinados por criminales embrutecidos: Lorca y Muñoz Seca, por decir uno de cada bando.
No ha cambiado nada. A lo largo de su historia, la humanidad ha vivido en medio de una permanente guerra civil entre la fuerza bruta y la cultura, y ha sido la primera la que ha obtenido siempre los triunfos inmediatos y los más espectaculares, pero la que terminó derrotada a la larga. Ya se sabe que la Grecia conquistada conquistó al fiero conquistador, según el sincero verso horaciano. La victoria siempre termina, para suerte de nuestra condición humana, del lado de la racionalidad, pero esta victoria puede dejar muchos jirones irreparables, sobre todo si enfrente no está sólo la ignorancia, sino el odio. La ignorancia es fácilmente subsanable; el odio es un agente mortífero y difícilmente destructible, y en las guerras siempre hay bestias que están hechas de odio.

miércoles, 19 de octubre de 2022

Cuestión de opinión

Suceden tantas cosas que no nos da tiempo a crearnos una opinión sobre ellas. Saltan las noticias unas sobre otras sin detenerse a respirar, como si el tiempo tuviera prisa por llegar a no se sabe qué meta, y solo unas pocas tienen el privilegio de robarnos un poco de tiempo para reflexionar sobre ellas. Claro que nuestra opinión no va a modificar nada ni a influir en sus consecuencias, pero es nuestra y es lo único que tenemos como referencia para situar los hechos en un entorno comprensible. Y si  nos encontramos desorientados ante lo que vemos y no nos sentimos capaces de desentrañarlo, acudimos a la opinión de los que sí la tengan y la hacemos nuestra, aunque sea con reservas. Cuántas veces el criterio ajeno nos sirve de guía.
Opinar es muy fácil; todo el mundo lo hace continuamente, lo que crea en torno al sustantivo opinión una riada de posibles adjetivos: errónea, interesada, pública, general, particular, absurda, acertada, falsa y mil más. Por supuesto, no es cierto ese tópico de que todas son respetables; como mucho lo será quien las dice. La historia, las crónicas de antes y sin duda también las de hoy, están llenas de opiniones que se han demostrado falsas, y no solo las referidas a creencias e ideas abstractas, sino a las de carácter científico, desde los que opinaban que el sol era tan grande como el Peloponeso hasta un tal  Dyonisius Larner, doctor del University College de Londres, que sentenció públicamente  que un barco de vapor nunca podría cruzar el Atlántico, porque la travesía requeriría más carbón del que podría llevar, y que el ferrocarril con máquina de vapor nunca podría prosperar porque los viajeros morirían asfixiados, incapaces de respirar a tanta velocidad. Otras veces no es que el tiempo demuestre que están equivocadas; es que son inanes, perogrullescas, totalmente prescindibles. En eso suelen llevar la palma los políticos mediocres. Fíjense por ejemplo en una de ahora mismo que ha soltado la ministra de Hacienda. A pesar de que habla comiéndose las letras y de que emplea una sintaxis desconocida en los manuales de gramática, deja clara su opinión de que en verano lo mejor es abrir la ventana para que haya corriente y en invierno ponerse un edredón fuerte para no tener frío.
El columnista de opinión sabe que al hacerla pública se arriesga a la crítica y a la mirada severa de sus lectores, a los que quizá no agrade lo que piensa, pero sabe también que eso es lo último en lo que ha de pensar. Mucho menos en pretender adoctrinar. En fin, no hagan mucho caso. Todo lo que está aquí escrito es una opinión.

miércoles, 12 de octubre de 2022

Día grande

Como cada año, vuelven a oírse en este día de nuestra fiesta nacional las mismas cansinas voces de siempre exigiendo no se sabe qué clase de disculpas por lo que han hecho nuestros antepasados hace quinientos años. Absurda pretensión, tan absurda como inútil en su esterilidad. Absurdo es, además de injusto, empeñarse en juzgar con nuestra mentalidad de hoy hechos cometidos por personas que vivieron más allá de nosotros en el tiempo. Los protagonistas de los hechos históricos no pueden escaparse hacia el futuro ni adelantarse medio milenio en el pensamiento; tienen que actuar con su bagaje ideológico y sometiéndose a la conciencia de la época. Como estamos haciendo nosotros. Esto es tan obvio que ignorarlo deliberadamente parece cosa de afanes interesados o, si no, de cretinismo.
Da pereza repetir lo que es evidente, pero no está mal recordarlo y decirlo en voz alta sin complejos. El hombre europeo del Renacimiento, inquieto, curioso, ávido de conocimiento y poseído de la nueva concepción que le atribuía ser la medida de todas las cosas, por fuerza habría de concluir por encontrar las tierras desconocidas del planeta. Las nuevas técnicas de navegación, los avances cartográficos, los intereses comerciales y el impulso ideológico no hubieran permitido que América hubiera seguido siendo desconocida para los europeos más allá del siglo XVI. Le tocó la misión a España, y España lo hizo como supo, con la visión propia de la época y con un espíritu autocrítico constante, del que tanto se han aprovechado sus enemigos. España es la única potencia colonizadora que se cuestiona desde el principio la licitud de sus conquistas, algo que en Inglaterra, por ejemplo, sería impensable. Un dato: en 1550 Carlos I ordena cesar toda conquista hasta que un Consejo especial dictamine si es lícita o no.
El resultado es una tremenda sacudida a la Historia, acaso la mayor de todas las conocidas. Un continente completo se incorpora de pronto a la civilización occidental; las raíces de la visión griega del hombre y de su espíritu se hacen universales; se cruzan todos los océanos y se abren nuevas rutas se; se fundan ciudades, se crean imprentas y universidades, y las premisas humanistas del Renacimiento se extienden por la mitad de la tierra; la lengua española se convierte en nexo de unión entre pueblos que sólo unos años antes vivían totalmente aislados entre sí. Al mismo tiempo se va creando un extenso corpus jurídico, las famosas Leyes de Indias, que en muchos aspectos anticipan postulados que sólo se tendrán como evidentes tres siglos después. Y, a posteriori, un dato: el período que va desde el final de la Conquista, a mediados del siglo XVI, hasta la independencia, tres siglos más tarde, es el período de paz más largo de la Historia de América. Y en otro nivel, España, tras un primer momento traumático en el que las enfermedades y las acciones guerreras causaron gran mortandad, no tuvo escrúpulo racial alguno ni inconveniente en producir ese mestizaje que resulta casi único en el balance de las colonizaciones europeas. Y sí, por supuesto que hubo muchos puntos criticables.

miércoles, 5 de octubre de 2022

La guerra que no cesa

En los campos de Ucrania sigue retumbando el siniestro sonido de la guerra sin que se vislumbre una perspectiva cercana y medianamente optimista de paz. Se destruyen ciudades y monumentos, se arrasan fábricas y tierras de labor y, sobre todo, se acaba con la vida de miles de miles y miles de personas, hombres, mujeres y niños, que vivían pacíficamente sin hacer daño a nadie. Y toda esta locura, todo este horror, todo este maldito vendaval de muerte y destrucción de una nación y de nuestra esperanza de un mundo mejor se debe a que un conjunto de individuos de vida lujosa, la mayoría estúpidos y amigos del vodka, mandados por otro sin escrúpulos ni sensibilidad, han decidido que eso sea así antes que soportar la sensación de que el orgullo de su país sufra el menor desaire. Y así ya van más de siete meses. Las esperanzas de una resolución rápida se fueron debilitando a medida que el valor y los recursos de los agredidos se hacían cada vez más fuertes y oponían más resistencia. Lo que se preveía una marcha triunfal entre aplausos y frases de bienvenida se ha convertido en una huida en desbandada y en una interminable sangría de vidas jóvenes y de gentes inocentes que solo se dedicaban a ejercer el oficio de vivir cada día.
Con el primer tanque ruso que cruzó la frontera ucraniana comenzó no sólo una guerra sobre el terreno contra este país con el fin de anexionarlo, sino otras de las que seguramente eran muy conscientes en el Kremlim: una guerra contra cualquier intento de contestación política imponiendo un orden en el que se reduzcan los espacios de crítica al poder, y a la vez una guerra contra Occidente para acabar con su hegemonía y reformular un nuevo orden mundial similar al anterior. Del resultado de la primera dependen las otras dos, quizá con el mismo grado de importancia.
El mayor problema de todas las guerras de agresión es el de su final. No vale más que el de la victoria, porque cualquier otro llevaría consigo la autodestrucción del agresor, y la Historia moderna está llena de ejemplos, desde Napoleón hasta Hitler. Ya lo escribió Tácito: para quienes ambicionan el poder no existe una vía media entre la cumbre y el precipicio. Eso implica el peligro de la huida hacia delante a la desesperada, que es lo que parece insinuar el jerarca ruso ante los inesperados descalabros de sus tropas, al deslizar referencias al armamento nuclear. Esperamos que por esta vez se cumpla aquello de que mientras se amenaza descansa el amenazador. Entre tanto estaremos en vilo, atentos a los telediarios y sabiendo que, como poco, viviremos las consecuencias en las frías noches del invierno que se avecina.