miércoles, 27 de noviembre de 2013

El valor de nuestra lengua

Ya sabíamos, aunque a veces nos parezca indiferente, que tenemos una de las lenguas más expresivas que existen. Una lengua que, además de expresiva, es universal, lo que la eleva a una categoría donde sólo entran muy pocas. Si se añade que ha sido capaz de producir una de las literaturas más extensas y profundas de todas las que se han escrito, nos encontramos con que estamos ante una de las grandes lenguas de la historia de la humanidad. Si alguien quiere llamarme hiperbólico, que lo piense un poco antes; que repase el acontecer de la creación literaria y de la cultura escrita en general, de sus nombres y sus aportaciones, que ponga en relación su pasada trayectoria y su perspectiva de futuro y que luego trate de ser objetivo venciendo por una vez esa innata inclinación a desdeñar todo lo nuestro.
Viajar durante catorce horas de avión y llegar a una tierra donde encontramos el mismo idioma que dejamos y poder andar luego por todo un continente, desde Río Grande hasta la Patagonia, sin necesidad de cambiar de lengua, oyendo en todo momento la propia y sintiendo que allí es tan materna como lo es para uno mismo, es un lujo infrecuente. Poder leer en su idioma original a algunos de los autores más importantes que ha habido es un privilegio que tiende a pasarnos desapercibido. Freud aprendió español, no como idioma suplementario, sino para poder leer el Quijote en la misma lengua en que se escribió, lo cual dice mucho en favor de Cervantes, claro está, pero también de la altura de un idioma capaz de conseguir eso.
Tenemos una lengua hermosa y universal y la miramos con la indiferencia que el rico de cuna mira sus millones, sin preocuparnos demasiado por su cuidado. Una lengua que, como sabe cualquiera que haya cogido una pluma, se adapta de una forma inverosímil al concepto hasta convertirlo sin dificultad en imagen mental. Ahí, están por ejemplo, esa distinción entre ser y estar o entre cosa y persona: que y quien, nada y nadie, algo y alguien. En eufonía tal vez sólo la gana el italiano; en flexibilidad, el inglés; en riqueza léxica, muy pocas; en precisión, ninguna.
Pues ahora, tras los estudios correspondientes y el análisis de su impacto en la economía general, sabemos además que esta lengua nuestra es también un buen recurso económico y lo puede ser aún más. Más o menos el 16% del PIB. Sólo los más de 200.000 estudiantes extranjeros que vienen aquí a aprender español cada año nos dejan una cifra de más de 300 millones de euros, lo que supone una facturación digna de tenerse en cuenta. Por cierto, la mayoría se asegura de venir a las universidades y centros de estudio de ámbito castellano, Madrid, Alcalá de Henares, Valladolid y Salamanca sobre todo, donde no hay riesgo de que ninguna otra lengua se meta por el medio. Sin embargo, por encima de cifras, uno cree que ver convertida su lengua en una variable económica es acaso una más de sus cualidades, pero desde luego no la más importante. La grandeza del español reside en su universalidad y en su estructura interna. Y, a veces, en saber defenderse de sus propios hablantes.

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Pegados al móvil

La imagen del adolescente de hoy va quedando fijada en una figura que camina solitaria, algo encorvada, con las manos en permanente actividad sobre un pequeño aparato que teclea continuamente. Si se le saluda no contesta, no por descortesía, sino porque no tiene ojos para nada que esté fuera de su pantalla. Eso sí, se pasa la vida comunicándose por medio del aparatito con otros que están en su mismo caso, que son casi todos, y haciendo que uno se maraville de que alguien pueda originar tanta información. Es el triunfo absoluto de la noticia intranscendente, el culto al hecho cotidiano, el otorgar categoría informativa al acto más vulgar, sentirse protagonista por estar llegando a la esquina de una calle. Escriben continuamente, pero reducen la capacidad expresiva de la lengua a lo mínimo indispensable, y a veces ni siquiera esto, porque sustituyen la palabra por un icono ya prefijado para que no haya ni que escribir; de ahí a la época rupestre apenas hay un paso.
Los primeros avances tecnológicos que comenzaron a transformarnos radicalmente los usos y hasta las costumbres, allá por el final del siglo XIX, fueron vistos como unos nuevos y maravillosos instrumentos llegados al servicio del hombre, que venían a ayudarle a liberarle de algunas de sus limitaciones naturales y de muchos de sus trabajos seculares. Era impensable otra interpretación. Fue quizá su portentoso desarrollo, que llevó que a hoy nos ofrezcan como hechos normales acciones prodigiosas que en ningún otro momento de la humanidad pudieron ser ni siquiera intuidas, lo que los está convirtiendo en un fin en sí mismo. La herramienta es ahora el objeto, porque es una herramienta casi taumatúrgica. Tan seductora que propicia su entrega total a ella y hace que se resientan la personalidad propia, la reflexión profunda, la comunicación personal y hasta el propio conocimiento, ahora sin exigencias críticas y sin más ambición que el dato superficial; las aulas retroceden ante la cantidad de información que es posible obtener fácilmente de internet. El conocimiento se hace volátil, no profundiza en la esencia de las cosas y por tanto no fecunda los actos de la vida. Asistimos a la irreversible expansión del mundo virtual, todo aire, nada.
Alguien dictaminó que existen tres caminos de perdición: las mujeres, el juego y la tecnología, y que de ellos el de las mujeres es el más placentero, el del juego el más rápido y el de la tecnología el más seguro. No podemos adivinar aún cómo influirá esta nueva realidad en el hombre de mañana, porque esta es la primera generación que la experimenta, pero desde un punto de vista puramente material ya comenzamos a ver las consecuencias en su incidencia en la destrucción de puestos de trabajo, sustituidos por programas informáticos de amplio radio de acción. Es imparable, desde luego, pero confiemos. El motor de explosión acabó con los arrieros y la bomba hidráulica con los aguadores, pero ambos fueron asimilados por otros menesteres y la sociedad cerró su hueco. Al fin y al cabo, el principio entrópico general siempre ha de hacer por fuerza una excepción con el ser humano.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

La sentencia

Llevamos un tiempo en que algunas sentencias de los tribunales sirven para demostrarnos de una vez por todas que las leyes y la justicia no son lo mismo, por más que a veces se confundan. Qué más quisiéramos que fueran sinónimos, pero no. A la justicia la patrística cristiana la tiene como una de las cuatro virtudes cardinales, y la jurídica le dio infinidad de definiciones; en el pensamiento platónico se tenía como fundamento del orden social, de modo que cuando reina la justicia hay un Estado ideal. O sea, que es una meta inalcanzable para el hombre, y sólo podemos tratar de acercarnos a ella lo más posible, precisamente mediante las leyes. Pero tienen que ser justas.
Le han dado la imagen de una doncella con los ojos vendados, una balanza en una mano y una espada en la otra. Lo de los ojos vendados debe de ser para que no pueda ver algunas sentencias que se dictan por parte de los que se supone que han de actuar en su nombre. No hablemos ya de la resolución de esos procesos inacabables, casi todos con algún componente político, y cuyo seguimiento y comprensión sólo están al alcance, si lo están, de unos pocos iniciados y de esos tertulianos que todo lo saben; el resto mira, calla y se encoge de hombros. No. Hablamos de casos cotidianos, fácilmente comprensibles en su causa y en su desarrollo hasta para la mente más sencilla, que no acaba de creerse que su concepto de la lógica y del sentido común pueda estar tan desviado. Enumerar los casos más recientes llenaría un libro, pero este de esos señores de Estrasburgo parece habernos llegado más adentro que ninguno. Hubo demasiado dolor y demasiadas lágrimas por culpa de esos asesinos, demasiado daño a la sociedad, fueron demasiados años de entierros y de sollozos callados para que ahora dejen volver a su casa a una criminal tras haber pagado un año por cada vida que quitó. Ni a esta ni a los otros asesinos y violadores que ven las rejas abiertas gracias a la sentencia de ese tribunal extraño a nuestra realidad.
Surge un coro de explicaciones y de interpretaciones, se hacen disquisiciones tan abstrusas como solemnes, se acude al espíritu de las leyes, al Derecho comparado, a la hermenéutica en clave progresista y, en definitiva, al qué sabréis vosotros, pueblo indocto. Pues uno no mucho y, además, siempre ha tenido claro que el oficio de juez es el último que ejercería en esta vida, así que tienen mi respeto, porque alguien tiene que hacerlo. Y desde este punto de distanciamiento me da la impresión de que se está tendiendo a identificar en su fin último Ley con Derecho, prescindiendo de que éste, en su antiguo concepto de ius, venía a representar, más que un conjunto de leyes y normas, la búsqueda de lo justo. Es evidente que la búsqueda de lo justo ha de partir del legislador, pero quizá la posibilidad de su consecución esté más cerca del juez. Puede que nuestros alcances en materia jurídica se queden tan sólo en los hechos evidentes, pero estos son bastante chuscos: la ley prohíbe que un preso cumpla más de treinta años de cárcel, un juez lo condena a más de tres mil y otro juez lo suelta a los veinticinco. Los legisladores de la nave de los locos lo habrían hecho mucho mejor.