miércoles, 26 de septiembre de 2012

Queridos abuelos

No han dejado todavía el tiempo de la plenitud; al contrario, entran ahora en otro aún más pleno, con todas las horas a su antojo, las emociones reposadas, vivos los recuerdos, el cuerpo aún libre de achaques y con una larga, cada vez mayor, perspectiva por delante. Han llegado a esa antesala en la que lo que no cabe hacer es sentarse simplemente a esperar, sino entregarse más que nunca a la tarea de vivir lo que no haya podido vivirse, llenando el tiempo con cualquier pretensión que elimine todo rastro de vaciedad, haciendo siempre algo, esperando siempre algo, amando siempre algo. Y en eso de amar sí que están en continuo ejercicio. Puede vérseles a menudo a las salidas de los colegios recogiendo a sus nietos, y por los parques, vigilando sus juegos, o por las calles, llevándolos de una mano y llenándoles la otra de golosinas. Las nuevas actitudes sociales les han sacado de una situación de retaguardia, en el que ejercían un papel a veces cercano al residuo sentimental, y les han puesto en primera línea, y todo ello sin habérselo pedido, con su consentimiento silencioso y su entrega desinteresada. Han aceptado su papel en el tramo de sus vidas en el que por fin pueden disfrutar de la libertad, porque están atados por el corazón, que es la ligadura más fuerte que hay, e incluso por la conciencia de un deber hacia sus hijos, del que jamás abdican.
Los abuelos se han convertido en la gran guardería nacional, gratuita, callada, sin otro reconocimiento que el que les dan sus nietos con su simple presencia. Alguien tendría que pararse a calcular la cuantificación económica de esta contribución silenciosa a la marcha económica del país; cuánto empleo femenino facilita, cuántas hipotecas familiares firmadas sobre la seguridad que se puede hacer frente a ellas porque se tiene resuelto el problema de qué hacer con los pequeños, cuántos viajes que no podrían realizarse si no fuera porque "hemos dejado a los niños con los abuelos". Su labor no existe para los balances económicos ni se tiene en cuenta en el diseño de ningún presupuesto. Su compensación externa sólo les llega, y no siempre, de la palabra agradecida de sus hijos y del cariño de los pequeños. Con eso les basta.
En la continua sucesión del tiempo, que se mueve olvidándose a sí mismo, a la sociedad no le interesa quién fue el abuelo, sino cómo es su nieto, pero, en las circunstancias hacia las que ha derivado, los nietos son cada vez más lo que los abuelos sepan hacer de ellos. Y a su vez, lo que los nietos hacen de los abuelos sin saberlo; esas virtudes quizá hasta entonces poco practicadas, la paciencia, la tolerancia, o esa visión diferente de la realidad, más alegre y esperanzadora. En el fondo es reconfortante ver cómo la figura de los abuelos hace que el ciclo se equilibre en sus relaciones y comience y acabe de igual modo. Los niños inician su conocimiento del mundo en contacto con los que ya están de vuelta, y los abuelos viven la última etapa de su vida con los que la empiezan, teniendo ocasión de ver reflejada su lejana infancia en quienes son su prolongación en el tiempo. Con todas las excepciones que quieran.

miércoles, 5 de septiembre de 2012

El ciclismo

Entre las numerosas fuentes de mis emociones, el deporte ha ocupado siempre un lugar secundario, con una sola excepción: el ciclismo. Allá en aquellos tiempos de infancia y adolescencia, cuando las emociones nacían aún sin contaminar y fecundaban con su capacidad ilusionadora todo nuestro pequeño mundo personal, las hazañas lejanas de unos cuantos nombres que escalaban montañas a golpe de pedal o se lanzaban a tumba abierta por carreteras de vértigo, eran el alimento que sostenía nuestra natural necesidad de admiración. Aún no eran figuras en movimiento; había que figurárselo. Eran imágenes fijas en las páginas de un periódico o nombres oídos en la radio, enmarcados en el relato vibrante del locutor. Gestas de épica grandiosa, desarrolladas en escenarios que nos parecían salidos de un libro de leyendas, según lo imaginábamos. El Aubisque y el Tourmalet tenían que ser terribles, y estaban hechos sólo para que lo subieran los ciclistas. Luego supimos que muchos de nuestros puertos tienen mayores pendientes, pero nos vimos incapaces de tenerlos por mitos. Surgiendo entre la niebla y ateridos por el frío de las cumbres, a solas con su esfuerzo y su debilidad, aquellos eran superhombres, héroes tan grandes que nos despertaban más la admiración que el afán de imitación. Había otros deportistas, claro está, pero qué nos importaban a nosotros si no luchaban contra sí mismos y contra el riesgo y, sobre todo, no se podía hacer con sus imágenes chapas para correr los circuitos que dibujábamos en la acera. Coppi y Bartali ya estaban en el recuerdo, convertidos en leyenda; era el tiempo de Anquetil, Bobet, Gaul, Nencini y de, entre los nuestros, Bahamontes, Poblet, Pérez Francés y tantos otros. Hoy mira uno aquella época y no puede saber si realmente fueron los años dorados del ciclismo o los ve así porque son los que corresponden a un tiempo de miradas en busca de idealizaciones. Tampoco importa gran cosa.
Están dando en televisión una etapa de la Vuelta. Los corredores se retuercen sobre la bicicleta trepando por la ladera de una montaña asturiana. Con una caña delante uno piensa que realmente se trata de un deporte original, porque, por una vez, la máquina no lleva al hombre, sino que es el hombre el que ha de empujar la máquina, y además sencillo, sin más reglas que las de no estorbar al rival. Y también uno de los pocos que pueden contemplarse sin pagar una entrada. El único que tiene por estadio un país entero. El de los espacios abiertos, paisajes variados, panorámicas amplias y escenarios cambiantes, nunca iguales. Un espectáculo al que a su propia belleza deportiva añaden la suya la naturaleza y el arte.
Quizá sea esto, su gran atractivo, lo que le hace invulnerable a sus dirigentes, que parecen ver en él solamente un negocio televisivo teñido con dosis de moralidad. Etapas de trazado inhumano, rampas imposibles, sanciones desproporcionadas y castigos que hunden toda una vida deportiva, impuestos quince años después. Entre esos de los despachos y los que lo manchan desde la propia bicicleta, lo que extraña es que el ciclismo aún siga vivo. Sí que tiene que ser atractivo.