domingo, 13 de octubre de 2013

Avilés

Caminito de Avilés hace ya mucho tiempo que no canta ningún carretero al son de esquilón alguno. El viento de la historia que sopla sobre las ciudades puede hacerse suave brisa sobre algunas, pero en otras se convierte en ciclón capaz de llevarse todo lo que no está firmemente sujeto y hasta de transformar sus hechuras, y de eso Avilés sabe algo. La villa apacible, asentada en el lugar que quizá algún Abilius eligiera, parecía estar llamada, ya desde su famoso fuero de 1085, a la prosperidad y a la primera línea de la actividad económica, o sea, del duro ejercicio de ganarse la vida. En la Edad Media, su puerto era el único de Asturias y uno de los más importantes del Cantábrico, y sus alfolíes fueron el principal centro de abastecimiento de sal para buena parte del norte peninsular. Luego, la gran revolución industrial la llenó de fábricas, grandes y pequeñas, de vidrio, de azúcar, de zinc, de aluminio, de mil productos, que trajeron consigo nuevos transportes e infraestructuras. Pero todo eso apenas fue nada ante las consecuencias de la decisión que la convirtió en protagonista de la mayor transformación que vivió ciudad española alguna, al menos en los últimos siglos. De pronto su paisaje se modificó bruscamente y su población se cuadruplicó con gentes venidas de todos los rincones de España. La ciudad aristocrática y burguesa se volvió eminentemente industrial; su entorno rural se convirtió en una sucesión de barrios obreros, y su nombre comenzó a figurar como prototipo de fenómeno migratorio. Había que tener mucha personalidad y un sentido muy arraigado de sí misma para mantener su esencia, y Avilés la mantuvo.
Esta ciudad, mestiza, orgullosa, amable, reservada en la ostentación de sus galas y consciente de que su condición de tercerona sólo lo es en lo que atañe a las estadísticas, sabe mucho de aceptaciones y aún más de entregas. Aceptación del que viene y entrega de lo que tiene, porque ha sabido conservarlo. Ahí está ese centro, más o menos tal como lo han modelado los avatares históricos, los palacios y casonas, las iglesias, las calles porticadas, el teatro, la estatuaria, el conjunto todo, solemne sin desmesura y rico en ofrecimientos. Y el viejo barrio de pescadores, y hasta ese último edificio recién llegado, de líneas y colores extraños, que trata de incorporarse al mapa sentimental avilesino.
Desde la ermita de La Luz puede comprenderse muy bien el exterior de Avilés, que el interior es labor de más tiempo, aunque más gratificante. La ciudad se extiende junto a su puerto, sin que en nada puedan afectarle los broncos humores del Cantábrico, porque está abrazado a una ría, que siempre es seno de amable acomodo. Al otro lado, las instalaciones siderúrgicas que la cambiaron, las chimeneas, los hornos, los humos y acaso también un latente recelo sobre su futuro. Resulta fácil caer en el inútil juego de intentar hacer abstracción de todo este conjunto abigarrado que rodea la ciudad, e imaginar cómo sería la imagen de Avilés si su camino no se hubiera forzado tan radicalmente. Vana pregunta, desde luego, pero al fin y al cabo, uno nació a la orilla de su ría, aunque luego la vida le llevó por otras andaduras.

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