Este mes de septiembre, a medio camino entre la nostalgia del
alegre verano que se va y la aceptación resignada del invierno que se atisba,
siempre nos trae un aire envuelto en olor a despedida. Mes de equinoccio,
neutro en sus manifestaciones, reparto igualitario de la luz, colores moderados
en sus tonos en la tierra y Libra en el cielo con sus platillos en eterno
equilibrio. Mes también en que los sentimientos parecen renovarse ante lo que
nos aguarda detrás de la puerta que se abre tras él. Quedan todavía algunos
ecos de las últimas alegrías del verano y de las fiestas patronales más
rezagadas; quedan también, todavía muy vivos, los recuerdos que nunca quisieran
perderse porque seguramente ya no se repetirán, pero que acaso no lleguen hasta
el siguiente verano. Se están preparando los campos para el trajín de la
vendimia y para la recolecta de los frutos de sazón tardía. En el bosque, los
árboles comienzan a deshacerse de las hojas caducas en la confianza de que
habrá de volver la primavera. También los pájaros migratorios y los hibernantes
de las cuevas y todo aquel que no quiera ver el fracaso de la luz, que se
adivina próximo. Solo las setas se atreven a asomarse a la vida.
Esos tonos amarillentos que flanquean el camino del bosque y que
inundan toda su mirada le traen a este paseante la imagen de lo inexorable del
transcurrir de eso que llamamos tiempo, sin poder comprender en qué consiste.
Las hojas han cambiado su color verde esperanza por un ocre de crepúsculo, y el
silencio crea un ambiente místico, casi conventual. Será porque hoy es su
cumpleaños o porque el momento es propicio para el pensamiento y la nostalgia,
no puede uno evitar dejarse llevar por reflexiones que, aunque siempre las tuvo
ahí, se han ido haciendo mayores con los años. Estas hojas que caen han llegado
a su fin, como haremos todos. El secreto de nuestra existencia está no sólo en
vivir, sino también en saber para qué se vive; encontrarle un sentido a la
vida, esa sería la mayor sabiduría que podríamos alcanzar. Somos seres puestos
aquí sin explicaciones ni respuestas ante realidades como el dolor, la
enfermedad o la muerte. Alguien ha comparado la vida con un estrecho valle
entre las áridas cimas de dos eternidades, y todos nuestros esfuerzos por ver
más allá de esas cumbres son inútiles. Y al final, cuando nuestras hojas ya
comienzan a caer, nos damos cuenta de que no fue más que un aprendizaje de
renunciamiento progresivo, de la reducción continuada de nuestras aspiraciones,
de nuestras fuerzas y de nuestras ilusiones. Solo podemos tratar de aprovechar
en toda su plenitud cualquier instante de felicidad.