miércoles, 27 de diciembre de 2017

El año que se va

Como el tiempo va a lo suyo sin mirar a izquierda ni a derecha y sin que le importemos un comino, se nos escapa otro año, dejándonos un poco más viejos, quizá menos inocentes y ojalá algo más sabios. En realidad, no es el tiempo el que se va; él siempre se queda. Somos nosotros los que estamos condenados a caminar. La evidencia más segura que tenemos es que nunca podremos verlo bajo la forma de un presente eterno, así que apreciemos el instante que pasa y miremos sin excesivo respeto al que está por llegar. Pero ahora es momento de parada y mirada atrás, según manda la convención que hemos establecido en el calendario, que eso es en definitiva lo que llamamos año.
Este 2017 se va sin dejar grandes señales en la Historia del siglo, aunque sí en nuestro ámbito doméstico. Fue el año de la deriva catalana hacia el sinsentido, el año de unos cuantos iluminados que nos demostraron la eficacia de las mentiras y las falsas promesas mil veces repetidas, el año en que se derrumbó el mito del seny. Esa imagen de la Cataluña seria, culta, europea, dialogante e inteligente, demostró su verdadero interior de la mano de unos políticos mesiánicos, tan demagogos como cobardes, que la llenaron de esperanzas imposibles y luego las frustraron y la fracturaron en dos; la huida y la cárcel fue el resultado para algunos. Y el año en que se aplicó por primera vez el artículo 155 de la Constitución, y resultó que las estructuras no se derrumbaron ni siquiera temblaron, ante la cara de asombro de los agoreros, que habían preparado las trompetas del apocalipsis.
Fue también el año del comienzo del declive de los populismos, porque la capacidad de seducción siempre se mueve en proporción inversa al conocimiento que se va teniendo de la verdadera cara del seductor, y esta cada vez tiene más de amenaza que de promesa esperanzada. Igualmente este año nos trajo la explosión organizada y simultánea por parte del feminismo de la toma de conciencia del problema del acoso sexual del hombre a la mujer, no al revés, en la que se mezclan, además de la verdadera cuestión de fondo, buenas dosis de oportunismo, hipocresía, motivaciones políticas e intereses ocultos.
2017 nos deja también algunas novedades, unas inquietantes y otras trascendentes. Se avivó la tensión provocada por la amenaza nuclear de ese loco coreano con figura de tebeo y propósitos de novela de terror, y también de oriente nos ha llegado un nombre hasta ahora desconocido: el de los rohingya, un pueblo perseguido en Birmania y huido en masa a Bangladesh para escapar de su exterminio, en otro intento más de genocidio. En el mundo del dinero se avanzó en el afianzamiento del bitcoin, esa moneda que solo existe en las brumas de los bits y que uno no es capaz de saber exactamente en qué diablos consiste, y en el negro campo del dolor, lo de siempre: asesinatos masivos por atentados en Barcelona, Londres, Las Vegas, Egipto y otros lugares. Pero también es el año en que por primera vez se ha conseguido confirmar la fusión de dos estrellas de neutrones que permitió captar las ondas gravitacionales.
En fin, vamos a desearnos a todos un año 2018 capaz de mejorar el anterior y de traernos a cada uno el cumplimiento de alguna que otra ilusión.

miércoles, 20 de diciembre de 2017

Cuento de Nochebuena

Se detuvo una vez más para tomarse un respiro y tratar de calentarse las manos ateridas de frío. La nieve no paraba de caer. Ante él, el camino seguía subiendo hasta perderse entre los árboles. No recordaba que fuese tan empinado, tantas veces como lo había recorrido de niño cuando su madre le mandaba a hacer algún recado al pueblo. También entonces solía estar nevado ya a principios de diciembre, pero le parecía que nunca lo había visto tan cubierto como ahora; hasta tuvo que dejar el coche en el pueblo y seguir a pie hasta la pequeña aldea en lo alto de la montaña. El frío era cada vez más intenso. A su alrededor todo estaba solitario y silencioso, con ese silencio de nieve que se asienta en los corazones con la misma suavidad de los copos. De lo más profundo de la niebla llegó el sonido lejano de la campana de la ermita, la misma campana que le llamaba de niño. Igual que siempre. Igual que en aquellos años, cuando su madre le ponía guapo para ir a la iglesia y luego preparaba para los dos un cocido de domingo. Hoy además era Nochebuena, y el recuerdo se convertía en un torbellino de nostalgia que le confundía la mente. Todo volvía ahora de golpe después de estar tantos años arrinconado en su interior. Desde aquella maldita hora en que algo que había comenzado con una absurda discusión terminó en una ruptura total. Se habían dicho cosas muy duras, se habían gritado palabras que nunca habrían pensado que llegarían a decirse, ella le había echado de casa y él había prometido a voces que jamás volvería. Hacía ya quince años y en todo ese tiempo había cumplido su promesa, pero ahora estaba allí subiendo de nuevo el camino que le llevaba hasta el viejo rincón de su infancia.
Dios, qué silencio. Acostumbrado a su vivir diario, este silencio le parecía aún más hondo que el que guardaba en su recuerdo. Una vez más se preguntó qué clase de tontería estaba haciendo. No sabía qué iba a decir ni cómo iba a ser recibido; quizá ella quisiera ajustar cuentas, y en ese caso procuraría echar mano de sus recuerdos infantiles para no decirle todo lo que había ido acumulando en su interior a lo largo de esos años. La nieve arreciaba y la oscuridad crecía. Ya anochecía cuando llegó a la aldea. Había luz en su casa. Se detuvo un buen rato ante la puerta; al fin llamó. Oyó unos pies que se arrastraban. La puerta se abrió y vio la figura de su madre, más menuda que nunca. Durante un largo rato tan solo se hablaron con los ojos; luego le hizo pasar. El fuego de la chimenea creaba un ambiente cálido que reconfortaba el cuerpo frente al terrible frío del exterior. Su mirada recorrió aquella estancia que era su misma niñez. Todo estaba igual, como si el instante de hace quince años se hubiera congelado y ahora volviera a la vida: los mismos muebles, el mismo olor, el mismo ladrido lejano de algún perro solitario. En un rincón estaban el portal y las figuras de siempre, aquellas que él ponía con tanta ilusión cada Nochebuena mientras su madre colocaba las guirnaldas en las paredes. También ahora colgaban guirnaldas. De pronto su mirada se fijó en la mesa. Tenía en el centro una vela encendida y estaba adornada con un ramo de hojas de acebo con sus brillantes bayas rojas. Y algo más: había dos cubiertos completos en ella. La madre por fin habló y dijo suavemente:
-Todos estos años, en cada Nochebuena he puesto dos platos en la mesa.

miércoles, 13 de diciembre de 2017

Otra vez Jerusalén

Otra vez Jerusalén, la eterna, la de las mil disputas y los mil equilibrios, ahora a cuenta de la decisión de un dirigente político de situar en ella la embajada de su país. No parece uno de esos hechos que cambian el mundo, pero es que en esta ciudad intemporal hasta la palabra más inocua adquiere un envoltorio de trascendencia que dificulta la percepción de la realidad. Y es que Jerusalén ha pasado sus tres mil años de vida en un continuo desnudarse de paganismo para llenarse de divinidad revelada, y en ese empeño las palabras y las decisiones tienen consecuencias ajenas a lo cotidiano. No hay ciudad que haya conocido tanta gloria espiritual ni tanto dolor, ni que haya convertido los conceptos de único y exclusivo en parte consustancial de sí misma. Destruida diecisiete veces, treinta veces conquistada, situada en medio de un terreno inhóspito, alejada del mar y de los grandes centros culturales, capital más de corazones que de imperios, ningún otro nombre ha podido conservar una calidad mítica capaz de trascender cualquier tiempo histórico. Los que la dominaron ni siquiera intentaron sustituir su entraña, acaso porque era imposible, y solo el islam lo logró por la única vía posible: la de la espiritualidad. Pero esa captura se nos aparece como un añadido postizo, prendido a una leyenda sin reflejo de revelación.
En Jerusalén todo es intenso. Si alguna metáfora puede hacerse del revuelto mundo interior de la humanidad, sin duda ha de ser esta ciudad, atormentada como pocas y deseada como ninguna. Y bella también como ninguna. Cuando uno la contempla desde el otro lado del torrente Cedrón, sobre todo al atardecer, con la luz dorada del poniente que parece hacerla flotar sobre el fuego, hasta se siente inclinado a creer eso de que Dios dividió la belleza del mundo en diez partes; nueve se las dio a Jerusalén y la otra la repartió entre el resto. Brillan las cúpulas y se realzan los campanarios, se dulcifica la hosquedad de las murallas, y la imagen de la ciudad, enmudecida por la lejanía, permite sugerir su vida interior. En Jerusalén hasta los viejos muros, a cuestas con sus penares de siglos, las viejas callejuelas, que han visto todos los rostros posibles de las conciencias, los sonidos viejos de invocaciones infinitas, se vuelven materia de argumento para todos los razonamientos del espíritu.
La decisión del presidente norteamericano de instalar la embajada de su país en Jerusalén oculta seguramente un trasfondo interesado, al fin se trata de de un acto político, pero desde luego no va contra la inercia de la Historia. Mil seiscientos años antes de que apareciese el islam, Jerusalén ya era la capital del reino judío y lo siguió siendo siempre en el corazón de sus hijos, por dispersos que estuvieran. Su nombre aparece 850 veces en la Biblia y ni una sola en el Corán. “Que mi mano pierda su destreza y mi lengua se pegue al paladar si me olvidare de ti, Jerusalén”, pide el salmista y con él los judíos de todos los siglos.
Desde el Museo de Israel se ve cercano el moderno edificio de la Kneset, el Parlamento, y el pensamiento surge por sí solo en la mente del visitante: ahora que después de tantos siglos los judíos han logrado pasar de ser un pueblo en el tiempo a un pueblo en un espacio, no pueden concebir otro lugar para fijar su centro que el que siempre fue.

miércoles, 6 de diciembre de 2017

Y que cumplas muchos más

Está a punto de entrar en la cuarentena, esa época en que la vida alcanza el grado más próximo a la plenitud, y parece que no hubo nunca otro tiempo, de difícil que nos resulta imaginarnos sin ella. Hoy es su cumpleaños, el treinta y nueve, y no sabe uno si apagarle las velas entonando una alegre canción o dedicarle una mirada preocupada. Es todavía una dama de buen ver, lozana y saludable, pero ya hay por ahí unos cuantos tratando de encontrarle achaques sin cuento, y otros más faltándole al respeto y tachando su cuerpo de decrépito, a ella, que es la más joven de todas las de nuestro alrededor. Nació de un momento de inusual concordia en un tiempo difícil, bajo el buen augurio de haber conseguido lo que no pudo conseguir ninguna de sus predecesoras: satisfacer a todos sin contentar plenamente a nadie. Luego ejerció mansamente su función de amparo y de último refugio ante las borrascas, incluso cuando alguna de estas amenazó con convertirse en tormenta de naufragio. Pero ahora, en los últimos años, está siendo objeto de torvas miradas por sectores que desearían su fracaso, cuestionada de forma explícita por el nuevo partido aparecido últimamente, y hasta violada abiertamente por los representantes de un poder autonómico, que están donde están gracias a ella. Menos mal que ella misma albergaba su propia salvaguardia, que demostró ser la de España.
Pues aún está la cumpleañera con cintura flexible para seguir adaptándose a los tiempos vertiginosos que le ha tocado vivir, sin que se le salten los corchetes. Aun así, algún retoque sí que convendría hacerle. Por ejemplo, ampliar y blindar de forma inequívoca las competencias del Estado, devolviéndole algunas que, como la educación, se cedieron a las autonomías con más generosidad que prudencia. O modificar los criterios de representación electoral para evitar que partidos con media docena de votos alcancen un poder absolutamente desproporcionado a su implantación real. O incluir la supresión de los aforamientos de sus señorías. O eliminar los anacrónicos privilegios forales, que, al igual que en el caso anterior, contradicen a la propia Constitución en su artículo sobre la igualdad de todos los españoles. O dar al Senado una función más moderadora y con mayor capacidad de de decisión. O igualar los derechos de sucesión al trono entre hombre y mujer, cosa esta que parece ser la única en la que todos están de acuerdo. O, aunque parezca mentira, fijar en su texto de una vez por todas qué territorios forman España, a ser posible dentro del Título Preliminar, para evitar ocasionales tentaciones de reforma. Cosas todas que la harían a ella más fuerte y a nosotros más seguros ante los intentos de quienes se acogen a su amparo para destruirla. Lo difícil será conseguirlo con la clase política que tenemos ahora mismo.
Pero brindemos hoy por sus treinta y nueve años y por otros tantos que cumpla. Brindemos con sidra o con un vino de denso sabor castellano o con un albariño fresco y juguetón, con manzanilla o pitarra, con horchata o pacharán, y por supuesto con cava, que es bebida que parece avenirse bien con la Constitución.