miércoles, 29 de abril de 2020

Crónica del aislamiento (VI)

Cuadragésimo sexto día de recogimiento. Han aparecido nubes de amanecida ocultando el cielo. Están quietas, como si pensaran quedarse mucho tiempo, ellas, que pueden moverse a sus anchas por todo su espacio, no como nosotros. Desde hace tres días las calles parecen haber recuperado un pequeño asomo de normalidad; se ha levantado la reclusión a los niños durante una hora diaria y se les permite salir acompañados por un adulto, aunque no muy lejos de su domicilio. Y sin embargo, el aire sigue en silencio, como si ni siquiera los niños se atreviesen a romperlo. 
Lo más sorprendente, y a la vez lo más desconcertante, es que todo es nuevo. En apenas una semana hemos pasado de llenar estadios y abarrotar las calles con manifestaciones masivas a no poder salir de las cuatro paredes de nuestra casa. El virus ha convertido nuestro domicilio en el epicentro único de nuestras vidas. Durante la peste negra, las aterradas gentes se refugiaban en las iglesias y monasterios y buscaban esperanza y consuelo rezando y oyendo, por ejemplo, el Media vita in morte sumus. Hoy cantamos otras canciones, el monasterio es nuestra casa y la esperanza la busca cada uno donde puede. Conocemos a nuestro enemigo mucho mejor que ellos, pero de momento no nos sirve de gran cosa; seguimos usando el mismo remedio: aislarnos de él. Hemos cambiado la ignorancia de las razones de tanta desgracia por un conocimiento científico de sus causas, pero la incertidumbre ante el mañana y un cierto grado de temor escondido que nos acongoja, siguen teniendo una imagen parecida. 
Este tiempo sombrío siempre da lugar a la aparición de aspectos luminosos y oscuros en contraste notorio. Aquí tenemos, entre los primeros, la calidad moral de nuestra sociedad, su generosidad, las donaciones de los más favorecidos, el comportamiento ciudadano, el valor de los profesionales de todas las ramas, la solidez de nuestro sistema sanitario. Y en el lado más oscuro, la ruin labor de los oportunistas, que aprovechan la debilidad social en que nos deja la desgracia colectiva para arrimar el ascua a sus intenciones; en eso están los populistas y nacionalistas, cada uno por su lado, firmes en sus empeños destructivos, unos del sistema y otros del país. Y también el caos en la gestión material de la enfermedad, la imprevisión, el desbarajuste en las cifras, los fallos y timos en las compras de material de protección, la sensación de arrogante autosuficiencia del presidente del Gobierno y la desazón que produce todo lo que rodea a la inquietante figura del vicepresidente.

miércoles, 22 de abril de 2020

Crónica del aislamiento (V)

Trigésimo noveno día de confinamiento. El sol de mediodía calienta ya sin ninguna timidez y parece acentuar la soledad de las calles haciendo notar más su vacío. En un balcón de enfrente una chica lo toma tumbada en una hamaca como si no quisiera desaprovechar su visita; a lo mejor oyó a alguien decir que había que reponer la vitamina D que no se tomaba durante la reclusión. Es la vida improvisada en su adaptación a una nueva realidad nunca conocida hasta ahora, igual que las caminatas de ida y vuelta por el pasillo o el café de media mañana que nos servimos nosotros mismos y tomamos sin charla y sin ruido. Se nos va abril escondidos entre nuestras cuatro paredes, y el virus sigue ahí fuera, amparado en su invisibilidad, o puede que no y tengamos más margen del que pensamos. Esa es la gran cuestión: tener que combatir a ciegas, sin estar seguros de si acertamos en los golpes o gastamos más fuerzas de las necesarias. De momento ha bajado el número de contagios y de muertos, y cada cifra que se reduce es un pequeño destello de luz que se percibe al final de un túnel muy oscuro.
El tiempo detenido es el reino de la memoria. Disminuido el papel de la voluntad, con escasas oportunidades para actuar, y limitado el entendimiento a su labor de siempre, es la memoria la que se erige en dueña de nuestras sensaciones. Nos damos cuenta de que el recuerdo es un buen compañero, el mejor, porque siempre está disponible, y sentimos la necesidad de centrarnos en esas miradas hacia atrás para las que nunca encontramos tiempo, de ordenar esas fotografías en blanco y negro que tenemos en algún sitio, de releer ese libro o volver a ver aquella película que tanto nos gustaron en su momento, de llamar a ese amigo del que hace tiempo que no sabemos nada, de revivir aquel viaje en el que descubriste por primera vez el mundo y acaso el placer de pasearlo cogido de una mano querida. El recuerdo, el único paraíso del que nunca podremos ser desterrados.
Esta reclusión es también el reino de lo virtual: besos y abrazos virtuales, visitas virtuales a museos y monumentos, juegos, saludos y hasta aperitivos virtuales. Es el triunfo de una vida paralela que solo nos es permitido vivir desde la virtualidad, o sea desde la irrealidad vestida de apariencia. Cuánto hemos aprendido en nuestro afán de adaptación a las limitaciones que nunca imaginamos que tendríamos. Da que pensar que esto sea algo más que un ensayo sobrevenido e involuntario de unos nuevos modos de vida que luego entrarán de lleno en la normalidad. Vamos a creer que no.

miércoles, 15 de abril de 2020

Crónica del aislamiento (IV)


Trigésimo segundo día de clausura. Este año la primavera solo puedo seguirla a través de los geranios de mis macetas. Se ha convertido en una hermosa imagen grabada en el recuerdo, aunque puedo soñarla y revivir momentos de su luminosa presencia. En las llanuras castellanas los campos estarán verdes de trigo y alcacel recién nacidos y rojos de amapolas primerizas; en nuestras pomaradas los manzanos comenzarán ya a vestirse de blanco, y en el valle del Jerte los cerezos se estarán preparando para ofrecer su espléndido espectáculo anual. Habrá un rebullir en el bosque y un aroma a tierra húmeda en los caminos y nuevos cantos en el aire, hasta ahora silencioso. Es otro de los suspiros de resignación que se nos escapan en este retiro forzoso: saber que ahí fuera hay un mundo renovándose con las galas primaverales, mil veces repetidas y mil veces sorprendentes, y no poder contagiarnos de su estallido de vida ni sentirlo como estímulo de nuestra renovación interior.
Ahora se nos impone una experiencia nueva. En estos días, el hombre sentado en el sofá de su salón seguramente se reafirma en la idea de que el paraíso está siempre en otra parte. El viaje interior puede llevarnos por caminos sin polvo ni fatiga hacia el mundo que queramos plantearnos, sin tener que usar palabras de saludo ni de despedida; al fin y al cabo, del viaje alrededor de nuestro cuarto nunca se regresa. Pero muchas veces la exigencia se vuelve sensorial, y la necesidad de anular o de confirmar nuestro escepticismo acerca de lo imaginado nos impulsa a tomar el bastón de caminante, justo lo que ahora nos vemos obligados a reprimir. Hemos sido reconvertidos de homo girovagus a homo sedens.
El silencio de las calles hace fijar la atención en las palabras. La desgracia las dota de un nuevo significado, vuelve vacías y ridículas a aquellas que se pronunciaban como un dogma de fe y no eran más que huecas proclamaciones sectarias. Era apenas ayer cuando oíamos a aquellas luminarias de la gran manifestación feminista proclamar al mundo entero: "¡Mata el machismo, no el coronavirus!". Ya van más de 18.000 muertos. La ignorancia engendra soberbia y es la vida la que acaba imponiendo su ley. Hemos alcanzado importantes victorias sobre la enfermedad y la muerte, pero la naturaleza siempre termina volviendo con nuevas armas y una sonrisa burlona, como si disfrutara colocándonos una y otra vez en la casilla de salida. Fíjense, estamos tratando esta epidemia con el mismo remedio que se empleaba con la peste medieval: cuarentena y aislamiento. Voy a regar los geranios.

miércoles, 8 de abril de 2020

Crónica del aislamiento (III)

Vigésimo quinto día de encierro. Miércoles Santo sin nada que lo delate, sumido en un silencio que no deriva de su propia condición, sin pasos, sin procesiones y sin presencias. Esta semana será verdaderamente santa para quien la busque en lo más íntimo de su alma, cara a cara consigo mismo y a solas con el misterio que nutre su fe. Su meditación sobre el hecho fundamental del dogma cristiano se convertirá en plegaria, en propósito, en razón de vida. Fortalecerá su esperanza con la palabra mil veces oída y siempre renovada, como alimento que es. Tendrá la oportunidad de asistir desde su casa a la liturgia que le reafirme en su estado penitencial, pero esta vez no podrá recogerse en la penumbra silenciosa de una iglesia ni andar por las calles con sayales ni capirotes. Más que nunca, sólo para él la semana es realmente santa.
Los días pasan con la monotonía de la gota que cae machaconamente con el mismo intervalo. Como ella, cada uno es igual al siguiente y similar al anterior. Las calles vacías forman un escenario inalterable, como lo es todo aquello de donde se ausentado la vida. Da igual la hora o el lugar desde el que se contemplen. Sorprende el silencio; el vacío es silencio. El sonido ha sido expulsado de la ciudad, y una ciudad sin ruidos es como un decorado en el que faltan las palabras de los actores. De puertas adentro, a resguardo del virus, la gran amenaza se llama tedio. De pronto todos tenemos tiempo abundante a nuestra disposición. El virus nos ha quitado la excusa que tantas veces hemos empleado para no hacer lo que nos habíamos propuesto. Pero el tedio es un adversario fácilmente vencible. Sus grandes enemigos son la imaginación y la voluntad, la curiosidad, el afán de conocimiento, la práctica de lo lúdico, las relaciones familiares, la creatividad.
De fuera llega el pulso de una actualidad que nos deja admirados, agradecidos, indignados y atemorizados, todo en el mismo lote de sensaciones. Enciende uno cualquier pantalla y no oye más que palabras de elogio hacia los profesionales que luchan en primera línea contra la epidemia y ácidas quejas sobre la clamorosa ineptitud del Gobierno, que se traduce, entre otras cosas, en una angustiosa carencia de material básico de protección. Pero hombre, señor presidente, que no nos faltan equipos de protonterapia ni aceleradores de cobalto, sino lo que se usaba hace cien años: mascarillas, batas, guantes. Hemos aceptado perder la libertad antes que poner en riesgo la salud, pero es necesario que el camino no esté señalado por guías incompetentes.

miércoles, 1 de abril de 2020

Crónica del aislamiento (II)

Decimoctavo día de reclusión. El virus sigue ahí fuera, como si estuviera compuesto de paciencia infinita. En el ámbito que nos han limitado, la vida se va adaptando al presente diario en busca siempre de cualquier rendija de luz que la haga lo más llevadera posible. Es la hora de los artilugios de comunicación y de todos los dispositivos electrónicos de entretenimiento. Internet como sustituto de la libertad de andar; lo virtual como remedio de la ausencia física y de los abrazos que no podemos darnos. Claro que hay rincones del alma a donde solo llegan las palabras y las miradas en su propia carne. Me fijo en mi vecino de enfrente; vivía las tardes con sus amigos en el bar entre partidas de cartas y tertulias de fútbol, y ahora se pasa el tiempo asomado a la ventana con la mirada vacía y desorientada; parece la expresión del melancólico verso de Segismundo: y soñé que en otro estado más lisonjero me vi.
Qué valor alcanza la rutina perdida, aquella tediosa rutina que nos volvía iguales los días y que tanto nos empeñábamos en alterar. Andar cada día la misma acera, ver al quiosquero de la esquina con cara adormilada recogiendo los periódicos que le dejaron en la puerta, las persianas subiendo a la misma hora, los ruidos de siempre, las caras aborrecidas y las indiferentes, la baldosa de la plaza que tabletea cuando la piso, el pescadero que garrapatea en una pizarra con letra infernal que tiene chicharros y bocartes en oferta, saber que ayer se fue, mañana no ha llegado y hoy se está yendo sin parar un punto. La rutina ahora es comprobar cada día la asombrosa incompetencia de este Gobierno en la gestión material de la crisis, y al mismo tiempo descubrir a cada hora capas escondidas de nuestra sociedad. Hay un sinfín de historias de heroísmo, de ternura y de generosidad. Ternura da ese viejo que toca la armónica convencido de que los aplausos son para él; generosidad la del dueño del bar de carretera que pone en el exterior una mesa con víveres gratis para los camioneros o los cientos de personas anónimas que ofrecen sus habilidades profesionales y sus recursos, desde impresoras en 3D hasta máquinas de coser, al servicio de la lucha; heroísmo el de quienes están en primera línea. La sociedad civil una vez más por delante de la institucional.
Dentro, los pensamientos nos ofrecen el regalo de su infinita libertad. Puedo sentarme, a solas únicamente con mis personajes y mis inclinaciones, en el centro de un círculo acotado, al que invito, cuando tengo necesidad, a los grandes compositores, escritores o artistas que he seleccionado como amigos. No está tan mal el encierro.