miércoles, 28 de junio de 2017

Notas del verano

Con los rescoldos de las hogueras sanjuaneras todavía humeantes y los conjuros de la noche del solsticio aún pendientes de cumplimiento, el verano inicia su andadura y con él los afanes de espacios abiertos y de tiempo libre de mediciones. Están los proyectos a la espera de ser satisfechos en toda su medida, y las pieles desnudas deseando ser acariciadas por ese sol que las ha de oscurecer. Nos reclaman la mente y el cuerpo la luz y el sol, como si no fueran capaces de soportar el resto del año sin una inmersión temporal en ellos. Parece haber un afán por absorber la vida en este paréntesis que las nubes nos brindan, casi como si fuera algo a estrenar. Esa es nuestra condición: la de ser humilde polvo de estrellas, porque toda esa plenitud de vida que nos invade en verano, la alegría de las madrugadas tempranas y claras, la serenidad que desprenden esas tardes largas y mansas, el inquieto bullir de nuestro espíritu o el deslizamiento hacia un sentimiento de renovado optimismo que nos tiende a afectar en estos días, todo eso no es, en definitiva, más que una simple consecuencia de la inclinación del eje de la Tierra. Menos mal que nadie puede enderezarlo.
 En el vivir diario el bullicio no cesa, más bien se incrementa de forma artificial, y eso que hace ya años que ha muerto la famosa serpiente de verano. El gran monstruo de la información necesita ser alimentado constantemente, y todo vale: las fiestas y sus espectáculos, un aparatoso desfile de gentes que ostentan su orgullo sin que sepamos muy bien de qué, cualquier declaración por cenutria que sea o las tribulaciones de los famosillos con el fisco; se explotan hasta la saciedad los residuos de la actividad deportiva mientras que las cadenas especializadas en sensacionalismo político exprimen los temas hasta que no queda ni una gota que extraer de ellos, o sea, hasta que aburren al farol de la esquina.
Por encima de todo ello está la información de verdad, la que nace de la realidad cotidiana que determina nuestras vidas, esa que no conoce estaciones y que es la que verdaderamente nos afecta. La actualidad de estos días viene dominada por la terrible presencia de los incendios, siempre fieles a su cita de cada año, pero que en este nos ofrecen su cara más criminal. A las víctimas de la tragedia portuguesa, al desastre que nos hizo temblar por Doñana, se ha unido la imagen infernal de la torre ardiente de Londres, como si el maldito poder de las llamas hubiese querido ampliar sus registros y ejercer al mismo tiempo una actuación más selectiva. Dicen que es el cambio climático, lo que puede ser posible, y que somos nosotros los culpables de que se haya producido, lo que uno cree que no lo es; bastantes millones de años ha tenido la Tierra para demostrarnos que no necesita del ser humano para modificarse a sí misma.
Pero en la temprana amanecida de cada día, con la luz que se nos cuela con prisa en los ojos, vemos la cara amable del verano y su eterno gesto de invitación. Así que hagamos un año más de cigarra y lancemos fuera los trastos que nos atosigan el resto de los días. No tenemos que preocuparnos por el otoño; llegará enseguida.

miércoles, 21 de junio de 2017

De una, muchas

Lo han decidido unos señores en una reunión de su partido. Así, a paso lento, para darnos tiempo a digerir sus decisiones, los partidos políticos se van apoderando de casi todos los ámbitos de la sociedad. Su función de cauce de las distintas corrientes políticas y de los intereses públicos se ha ido desbordando hasta afectar a todos los campos, por ajenos que parezcan. Nada está libre de sus garras; ni las conciencias, ni las costumbres, ni la lengua, ni la historia. Acomodan los conceptos a su modo para adaptarlos a sus propósitos, incluso violentando a menudo la labor hecha por el tiempo y sin importarles lo que puedan tener de elementos de entendimiento. Sobre todo los llamados a sí mismos progresistas tienen una especial tendencia a trastocar todo lo que sea con tal de adaptarlo a sus intereses sectarios, como si solo en ellos residiese la verdad absoluta. Si la lengua es un inconveniente, se la modifica a la brava por muy milenaria que sea; se reúne un congresillo del partido y decide cómo tenemos que hablar a partir de ahora: el nuevo léxico a emplear, la extinción del género como categoría gramatical, las palabras vetadas y los eufemismos que las han de sustituir. La nueva censura será implacable con quien tenga la ilusa pretensión de hablar en libertad.
Ahora, en otro congreso de partido, este nacional, los asistentes han establecido que España no es una sola nación, que son muchas, que no se trata de una única realidad, sino de unas cuantas, que la solución a nuestros problemas de cada día está en reconocerlas y que la mención a una sola nación es desde ahora un concepto inexacto. O sea, para que lo entendamos, que España viene a ser como una matrioska, una muñeca de esas cuyo interior está formado por otras muñecas más pequeñas. Debemos de ser el único país que cuenta con políticos que defienden la existencia en él de un proceso de mitosis. Antes debían de ser muy cerriles al no darse cuenta de que no tenían una sola nación. Cuando, por ejemplo, en el Quijote un personaje llama al hidalgo honor y espejo de la nación española, nadie entendería que lo hubiera hecho en plural; a ninguno de sus contemporáneos se le ocurriría plantearse que pudiera haber más de una. Pero eso se arregla con unas papeletas; se vota y ya está. Claro que eso es como votar para derogar la ley de la gravedad. Recuerda a aquel ayuntamiento de un pueblo de Tarragona que, reunido en sesión extraordinaria en 1937, sometió al pleno la cuestión de la existencia de Dios. Por unanimidad, todos los concejales votaron que no, así que declaró oficialmente que Dios no existía y así se hizo constar en acta.
Quiénes son estos señores para dictaminar lo que es España. Qué autoridad intelectual les avala, qué reflexión les acredita, en cuál de las muchas definiciones de nación se apoyan, qué argumentos, fuera de los puramente afectos a la política coyuntural, ofrecen como soporte de su afirmación. Y quiénes son esa pandilla de salvadores de petulante palabrería y escasas lecturas, cuando no directamente iletrados, para obligarnos a usar el idioma según sus criterios sectarios. Quiénes son todos ellos para cambiar la esencia de nuestro modo de ser y estar como país, fruto del sedimento de tantos siglos.

miércoles, 14 de junio de 2017

Más que un acto heroico

Cómo necesitamos oír palabras como generosidad, valentía, heroísmo. Qué sensación tan gratificante la de leerlas y oírlas en medio de tanta vulgaridad, aliñada con una insufrible negatividad, como nos rodea. Por una sola vez, hasta los medios en los que jamás se oye un comentario positivo sobre nada, ni una sola palabra que reconforte, ni una noticia que encierre alguna esperanza, han tenido que pronunciarlas, aunque no fuera más que por no quedar en evidencia. Ese chico que perdió la vida en un puente de Londres por tratar de salvar la de otros nunca sabrá que su gesto fue algo más que un simple acto de heroísmo ante un hecho criminal; fue un aldabonazo que ha resonado en todo el país por encima del miserable ruido cotidiano y que por un momento nos ha situado en una dimensión en la que nos es necesario emplear palabras que ya creíamos olvidadas. Algo que se nos había debilitado ha vuelto a salir a la luz para reconciliarnos con lo mejor de nosotros mismos, y así lo hemos percibido. En estos tiempos en que tantos cobardes se amparan en el anonimato de las redes para ofender, un acto de valentía en defensa de otro alcanza categoría excepcional. Las manifestaciones de sincera admiración ante el hecho y las muestras de apoyo a la familia dan el verdadero reflejo de los sentimientos tantas veces escondidos porque casi nunca tienen ocasión de aflorar. Cuántas verborreas inútiles, cuántas soflamas campanudas, cuántas peroratas huecas y enfáticas palidecen ante las sencillas palabras de una chica afirmando que algo tan triste y tan duro como la muerte de su hermano se está convirtiendo en algo más bonito que les hace quererle más a él y a su familia, a sus amigos y a su país.
No está al alcance de la mayoría de nosotros enfrentarnos a un peligro cierto por salvar a alguien que no conocemos y al que ni siquiera hemos visto nunca; solo algunos se atreven a dejar salir a ese Don Quijote que todos llevamos dentro, pensando más en el bien a conseguir que en las consecuencias que le puede acarrear. El héroe casi nunca lo es por su triunfo; lo es por su afán de remediar con riesgo de sí mismo una situación en la que alguien sufre, sobre todo si ese sufrimiento viene dado por la maldad de otro. Puede que su sacrificio sea en vano, pero eso no le resta ni un ápice de mérito; solo lo tiñe de amarga melancolía. Un héroe es aquel que hace lo que puede; los demás no lo hacen.
Aquel héroe de nuestras lecturas infantiles que todos quisimos ser, hace ya tiempo que murió en nosotros, y el héroe histórico que realizaba grandes hazañas por su patria y alcanzaba la inmortalidad en crónicas y poemas, ya no es de este tiempo. Los de ahora no asaltan fortalezas ni conquistan imperios. Son héroes anónimos que surgen de pronto, cuando más los necesitamos, para sacudir nuestro escepticismo y traernos el convencimiento de que las lecciones de grandeza vienen más fácilmente de la mayoría callada que de esos esforzados paladines de la tropa mediática que nos lo arreglan todo con su palabrería. Por lo menos esta vez no han tenido más remedio que estar de acuerdo, lo que también es otra hazaña.

miércoles, 7 de junio de 2017

Una vida más larga

Si tienen razón los profetas de la ciencia, los afortunados niños que vengan a este exclusivo valle de lágrimas a partir de la próxima década tendrán la posibilidad de permanecer en él hasta los 120 años; al menos eso afirma un experto en genética. Por lo visto, cada vez es más factible poder manipular los mecanismos que determinan el envejecimiento de las células. Así, por ejemplo, añade el experto, los que vengan al mundo en el 2040 no tendrán problema en superar el siglo y medio. Vamos, que los que anden por aquí dentro de cien años van a tener que sacar número para poner los dos pies en el suelo. Es ciencia, y a ver quién puede negarle el derecho a seguir adelante, pero uno no tiene nada claro que las victorias parciales obtenidas sobre la muerte, sobre todo las de tan gran alcance, no lleven consigo un enorme precio a pagar. Habría que ver cómo sería esa vida. Habría que ver si las cualidades internas, las del espíritu, seguirían un desarrollo consecuente y paralelo al de lo físico. Si se mantendrían la capacidad de amar, la posibilidad de la ilusión, la inteligencia, la memoria, la esperanza, el gusto por la belleza. Y sobre todo, pensar qué humanidad resultaría y a la búsqueda de qué nuevo equilibrio habríamos de enfrentarnos para seguir viviendo con los dictados del tiempo actual. Podemos jugar a suponer qué habría sucedido si Mozart, pongamos, hubiera vivido 150 años, pero también si los hubiera vivido Stalin. Puede que el progreso de la humanidad se hubiera conseguido en una tercera parte del tiempo, o puede que hubieran sido necesarias todavía más guerras y más muertes violentas para mantener el equilibrio del planeta; quién sabe. Es muy posible que la astuta señora se hubiera tomado su venganza. Casi mejor, déjennos con nuestro tiempo marcado por el reloj de siempre.
Alargar la vida es el sueño eterno del hombre, aunque sabemos que no es más que aplazar un poco el pitido final del tiempo de juego. La muerte encierra en su propia palabra todo lo que tememos, pero también el hecho más natural, más cotidiano y el único que no ofrece duda alguna sobre su cumplimiento. Si lográsemos tener siempre presente su carácter necesario, seguramente no disminuiría nuestra rebeldía ante ella, pero quizá nos ayudaría a tener una mayor dosis de resignación. Todo lo que es naturalmente necesario lo es siempre en función de nuestra propia esencia, sencillamente porque, si no, no existiríamos. La muerte no es más que un eslabón indispensable para la vida. Y sin embargo, nadie nos ha enseñado a librarnos de su temor. Bueno, sí: los filósofos, aunque sin mucho éxito. Algunos, como Epicuro, le negaron hasta el poder de atemorizarnos.
El tiempo, que siempre es generoso en sus dádivas, nos añade cada poco una nueva dimensión: la de convencernos de que todo viaje tiene un final, la de entender que es la obligada contribución por el hecho de haber vivido, la de acercarnos a ella con la mirada resignada y el alma cargada con mucha, con alguna o con ninguna esperanza en el otro lado, que eso allá cada cual, y la de tratar de dejar aquí el mejor recuerdo que podamos. Más no nos es posible, ni ahora ni dentro de ciento cincuenta años.