miércoles, 17 de julio de 2013

Escapada romana (II)

Desde cualquiera de las colinas que la rodean, el Janiculo por ejemplo, la Roma antigua desaparece en la distancia; sólo se hace visible la Roma caput christianorum, un perfil de cúpulas que parecen rendir sumisión a una que lo domina todo: la del Vaticano. Es imposible ir a Roma y zafarse de su atracción; por fuerza se acabará entre los brazos de la gran columnata como paso previo a la entrada a un mundo singular e inigualable.
Detrás de su mampara de cristal, la Pietá de un Miguel Ángel joven soporta miles de flashes y de miradas entre curiosas y embebidas; en la capilla Sixtina, los frescos de un Miguel Ángel en plenitud no soportan flash alguno, pero sí la contemplación de ojos indagantes. Los amigos de la anécdota buscan en el infierno del Juicio Final el rostro del cardenal Cesena, convertido en Minos por haber criticado a Miguel Ángel; la mayoría fija sus ojos en la bóveda, en esos dos dedos estirados que, como un arco voltaico, no se tocarán jamás. Abajo, en la cripta, los fieles pasan de largo ante las bóvedas que albergan las tumbas de unos cuantos papas y buscan la de Juan Pablo II; muchos musitan una oración. Si se tiene la osadía de subir la endiablada escalera que lleva hasta la linterna de la cúpula, posiblemente el cuello exigirá un masaje después de tanto inclinarse para adaptarse a la curvatura de la semiesfera, pero los ojos tendrán ante sí el espectáculo de ver a Roma entregada y silenciosa a los pies. Esta sí que es colina de altura. Desde ella se divisa un panorama más amplio aún que desde la del Capitolio, un panorama que abarca todo el planeta, en mayor o menor medida, y que lleva ya más de veinte siglos de atenta contemplación. Si las referencias son imprescindibles para tratar de luchar contra el desorden al que estamos abocados, esta cúpula, de la que alguien ha dicho que parece tender a lo absoluto, lo es en grado supremo para mil millones de conciencias. Una cúpula levantada para cubrir la tumba de un pescador de Galilea.
Todo aquí es grandioso, todo magnificente. Los fines, los motivos, la arquitectura, los nombres de los artistas, los museos, la biblioteca, las pinturas y las esculturas, los materiales, la plaza, las perspectivas, todo único y absolutamente inencontrable en otro sitio, como no podía ser menos. Y también únicos su forma de gobierno, su modo de elección, su guardia, su poder. ¿Dónde están las divisiones del papa?, preguntaba un desafiante Stalin. El más ignorante de los fieles podría darle la respuesta nada más cruzar el umbral de la basílica.
A la salida, el sol romano parece ser aún más luminoso. Uno se queda en el atrio y se entretiene leyendo los nombres grabados a cuchillo en las columnas. Los hay a docenas, algunos de más de trescientos años de antigüedad: G.K. 1674; Girolamo Faggi, an D 1706; Bartolome Berluchi, 1735. ¿Quiénes fueron? ¿Qué queda de ellos? ¿Qué poderoso afán de inmortalidad les impulsó a dejar su nombre allí, como una lápida conmemorativa hecha para siempre mientras San Pedro exista, como un autohomenaje que si ellos no se hacían seguramente nadie les habría hecho? Ay, esa dichosa extraversión latina que nada se puede guardar para sí y que a tantos errores puede conducir.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Magníficos los artículos de este escritor que debiera estar en primera línea porque son realmente interesantes y permite casi visionar el sitio.
Muy bueno.

Anónimo dijo...

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Muy bueno

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