miércoles, 30 de marzo de 2016

El rey reformista

Entre los centenarios que se conmemoran este año de eminentes centenarios, con el de Cervantes a la cabeza, hay otro de menor resonancia universal pero de gran importancia histórica para España: el de Carlos III, el rey que agitó a una España adormecida, le quitó telarañas seculares y la cubrió por completo con sus planes de progreso. Bajo las premisas del Reformismo Ilustrado, se propuso la transformación del país: construyó fábricas, abrió nuevas vías, fomentó la agricultura y renovó costumbres. Conocida es su obra en Madrid, a la que convirtió en una urbe monumental y dotó de infraestructuras modernas. No lo es tanto otra de sus realizaciones más importantes, y no es mal momento este tercer centenario de su nacimiento para recordarla.
El viajero que atraviesa hoy Sierra Morena con la curiosidad del buen caminante, se encuentra con pueblos un tanto singulares, con un aspecto depurado respecto a la tipología de la zona, que dan testimonio del primer fenómeno de inmigración impulsado y dirigido desde el poder político. Mejor que los pase sin prisas. En Guarromán puede endulzar sus trajines con sus afamados hojaldres y, de paso, ver una población geométrica en su trazado y generosa en sus espacios, con un monumento dedicado a los mineros del plomo y dos pequeños bustos de quienes le dieron su ser: un rey y un ministro. Porque este y otros pueblos de esta zona son un producto de un momento dirigista nacido de una necesidad.
El momento fue la Ilustración, y la necesidad la de colonizar estas tierras sin ley para asegurar el camino entre Cádiz y Madrid, por el que pasaba toda la riqueza que venía del Nuevo Mundo. El plan, encomendado por Carlos III a Pablo de Olavide, contemplaba la creación de 44 pueblos y el establecimiento de diez mil colonos extranjeros, en su mayoría procedentes de Centroeuropa, que comenzaron a llegar en 1767 de la mano de un bávaro llamado Thürriegel. La capitalidad de este conjunto, llamado de las Nuevas Poblaciones, se estableció en La Carolina, a la que se dio el nombre del rey. A pesar de las reticencias y de algunas desilusiones personales, el proceso dio sus frutos, de modo que, apenas ocho años después, La Carolina ofrecía el aspecto de un pueblo moderno, creado según los criterios urbanísticos más avanzados: plano en cuadrícula, con calles axiales que facilitaban los movimientos y las perspectivas, plazas circulares y rectangulares sabiamente distribuidas, fachadas uniformes, con jardines delanteros, orden y racionalidad. Al mismo tiempo se crearon industrias y se atrajeron inversiones, sobre todo extranjeras, para el relanzamiento de la actividad minera. En apenas cien años, La Carolina multiplicó por cinco su población; luego, a partir de 1920, comenzó su declive. Hoy cuenta con unos quince mil habitantes, su estructura económica se basa en el olivar y la ganadería, y sigue ofreciendo al visitante su imagen urbana de niña de belleza exótica, a medio camino entre Hipodamo y la vanguardia.
Poco más allá, en el centro de la gran plaza de Santa Elena, otro pueblo de la colonización, Carlos III, en bronce, despide al viajero con la media sonrisa de quien tiene que aguantar el llanto del niño porque le lavan la cara.

miércoles, 23 de marzo de 2016

Semana de pausa

Este alto en el camino, a media distancia entre la frialdad del invierno y la cálida alegría del verano, viene a resultar el final del largo declive de la vitalidad y las ilusiones que nos han dejado los días cortos y oscuros, y el comienzo de un tiempo nuevo en el que rebrotan los anhelos y las esperanzas. Fin del letargo invernal y principio de otro renacer; el paso del equinoccio, revestido de significado espiritual como un rito iniciático. Y con él, la gozosa posibilidad de aprovechar la ralentización convencional de la actividad para entregarse al ocio. Sobre este momento medianero y con carácter de hito divisionario se sitúa en nuestro ámbito cultural occidental la Semana Santa.
La Semana Santa supone la culminación del ciclo litúrgico cristiano, que se había iniciado en Adviento, y es también, y ha sido siempre, la ocasión máxima de la manifestación de la piedad popular. Será porque somos hijos del dolor y la muerte siempre es mayor motivo de meditación que un nacimiento, y las lágrimas que la risa. Lo cierto es que, frente a la alegre ligereza de la Navidad, la ostentación de las imágenes de la Pasión convoca en nuestras calles a multitud de gentes, movidas unas por la simple contemplación del espectáculo y otras muchas por una devoción auténtica, elemental, sincera, acrítica, salpicada de folclore y de hondura espiritual, y que lo mismo propicia desgarros emocionales ante el paso de una Dolorosa que la meditación honda y callada ante unas escenas que encarnan el recuerdo del dolor y la muerte como única evidencia que nos ha sido dada. Aparatosas y grandilocuentes, con un punto de excesivas, en el sur; más recogidas y calladas en tierras castellanas, pero todas como la expresión de algo sin lo que, para muchos, sería ininteligible el ciclo anual de sus sentimientos. España es el único país europeo que convierte su tradición religiosa y sus creencias en una manifestación pública; hace de ellas una explosión colectiva sin recato ni reservas. En la exhibición de sus mejores imágenes desfilando a paso lento entre la multitud que las contempla entre la emoción y la curiosidad, hay una declaración de fidelidad a la fe que ha configurado su identidad a lo largo de los siglos. Los que pretenden arrancarlas de la vida pública tendrán que emplear argumentos con una gran fuerza de convencimiento.
Hace ya mucho que la Semana Santa se ha convertido en un período de segundas vacaciones, aunque breves; un tiempo de salida en masa hacia todos los destinos, para gozo de hosteleros y agencias de viajes, y, al mismo tiempo, una bendita pausa en el agitado discurrir de la vida política que nos permite descansar de tanta batahola mediática como nos abruma. Es también un reflejo de la verdadera vitalidad de la sociedad de un país, de los afanes y proyectos de sus habitantes, de sus hábitos y preferencias y, en no menor medida, de una aproximación más certera a la situación real de su economía. Catorce millones de desplazamientos y los hoteles al máximo de ocupación no son el signo de una nación en crisis agónica, por más que televisiones sextas y cuartas se empeñen en presentarla así a todas horas. El pulso real del país está ahí.

miércoles, 16 de marzo de 2016

El cambio que nos lleva

Quizá sea en este inofensivo pasar de las estaciones donde más se nos note nuestra debilidad ante el tiempo. Fin de invierno ya y comienzo otra vez de la primavera, el marcapasos más inadvertido y más traicionero de todos los que nos han puesto en el escenario para recordarnos el ritmo al que avanza la función. El reloj de arena que se nos entrega a cada uno cuando nacemos no agota jamás su pila. Cuatro granos tan sólo al año, pero que caen cogiéndonos desprevenidos y obligándonos, como si fuera una eterna novedad, a la sorpresa. Cuatro pasos de la gran aguja que, encima, nos seducen. La alegría de la primavera tras el frío sueño del invierno, la plenitud del verano, la hermosa melancolía del otoño y de nuevo el silencio invernal. Cada uno con sus propias armas de sugestión, como si quisieran que no advirtiésemos la huida hacia adelante del tiempo y su callado trabajo en nuestro daño. Azadas son la hora y el momento, según Quevedo. Con la edad más nos van pareciendo excavadoras.
Somos seres de la naturaleza, no hay duda, y no tenemos otro espejo en el que reflejar nuestras pobres ideas. Amamos la alegoría y la buscamos donde sabemos que siempre se encuentra. Cuántas veces se habrá comparado este ciclo anual con el de la vida humana: la infancia, la juventud, la madurez y la vejez. Parece como si el hombre hubiera necesitado siempre tener una referencia ajena a su condición, pero dentro de lo creado, para saber a qué puede atenerse en lo que respecta al ciclo de su existencia, quizá porque de lo único de que está absolutamente seguro es de que no es una excepción. En su continuo no saber, busca una posible respuesta en la imagen que proyectan los ciclos naturales, aunque sabe que va a seguir sin saber. Vivo y no sé cuánto; ando y no sé a dónde; muero y no sé cuándo; me admiro de estar tan alegre, puede leerse en un antiguo poema alemán. Cien tratados de filosofía no explicarían con más intensidad el desamparo del hombre ante el porqué de su existencia.
En su eterna función de asidero de nuestras escasas certezas, pasan las estaciones con su tópico valor de metáfora de la vida, renovada cada año. Mejor no pensar que, en realidad, todo se debe a una simple inclinación del eje de rotación de este planeta torcido y que, sólo unos grados más, y todo habría sido radicalmente distinto. Que incluso así, en otras latitudes los ciclos adquieren un ritmo muy diferente y, al menos para nosotros, menos indicativos de la metáfora. Ahora que están asomando las margaritas en los prados y las yemas en las ramas de los árboles y comienzan a oírse ya los trinos de los pájaros primerizos, mejor no pensar en eso, porque sería entrar en la cruda racionalidad y abandonar el ámbito amparador del misterio. Mejor pensar con mansa resignación que las nubes blancas de la primavera seguirán pasando sin volver jamás, y se nublarán también los cielos despejados del verano y se irán luego los vientos del otoño. Y que cuando llegue el invierno, el de verdad, ese que no tiene primavera, sepamos aceptar su aliento helado con la naturalidad del que se ha preocupado de esperarlo.

miércoles, 9 de marzo de 2016

Sus señorías

Como en los antiguos espectáculos teatrales, que necesitaban de un entremés para rellenar los largos momentos entre actos, hemos tenido estos días el espectáculo doble, y doblemente fallido, del intento de investidura de un candidato a presidente. No debería llamarlo espectáculo, pero es lo que fue: un desfile de actitudes y gestos estudiados, de indumentarias poco frecuentes en tal escenario, de infantiles llamadas de atención y de alguna exhibición atrabiliaria de un recién llegado, que, seguramente para dignificar aún más el noble concepto de parlamentarismo, se dedica a repartir besos de amor a sus compañeros de cofradía. Se ve que es un producto televisivo y creyó que el Congreso era otro plató. Pero sobre todo fue un desfile de lo más representativo de la clase política de todos los tiempos y latitudes: de egos y ambiciones, de alianzas extrañas, de frases pensadas para herir, de los eternos tópicos envueltos en palabras que, de tan repetidas, suenan ya a nada. Dos de ellas son las favoritas de los aspirantes, que las usan como un abracadabra mágico que da vida a sus programas: cambio y progreso. Un trampantojo más, esta vez con la semántica. Cambiar es alterar la situación de algo, pero en cualquier sentido; no es un término positivo ni negativo, porque todo depende de a qué nueva situación se cambie. Progresar es ir hacia adelante, y tampoco implica que sea para mejorar; el que está al borde de un precipicio hará bien en no avanzar más. Lo peor, sin embargo, no es la torsión del lenguaje, sino de los conceptos; llamar, por ejemplo, progresismo a volver a situaciones ya superadas por la propia lógica de la Historia o a instalaciones mentales o morales cuya modernidad brilló y se apagó hace ya varios siglos podría entrar dentro del grupo de las falacias "ad nauseam", tan empleadas siempre por los políticos de todos los lugares.
Decir política equivale a decir ciencia de lo mudable, de lo relativo y contingente, y eso sí que queda evidente en todos los actos de esta índole en los que se trata de alcanzar el poder. Los arrumacos cambian de destinatario ante cualquier guiño insinuante, se matizan las ideas que eran inconmovibles, las afirmaciones rotundas se transforman en lo contrario a base de retorcer la sintaxis, lo que eran promesas firmes adquieren ahora carácter condicional, y el ciudadano tiene que hacer un ejercicio de simplificación si quiere vislumbrar por dónde fue su voto. En definitiva, desfilaron dos conceptos de la política y cuatro señorías que los encarnan a su manera. Pero, de los apartados del poder, uno, el económico, nos lo van a controlar desde fuera, así que sólo queda el que realmente nos importa: el que se refiere a los valores éticos, al fortalecimiento de la conciencia nacional, a la educación de nuestros hijos, a la enseñanza de los valores esenciales y al respeto a la libertad individual. Ahí nos la jugamos.
Sin duda la democracia es el mejor de los sistemas políticos conocidos, pero sigue siendo malo. A la esencia de la verdad le son indiferentes el número y las opiniones de una multitud, en gran parte sin cultura política, a menudo manipulada y siempre sin responsabilidad moral. Sería bueno intentar mejorar sus mecanismos.

miércoles, 2 de marzo de 2016

La vulgaridad como norma

Parece como si en los momentos de bienestar material de una sociedad, cuando el estómago está suficientemente atendido y los caprichos casi todos cumplidos, aflorasen de golpe sus peores formas en el modo de manifestarse. En la nuestra, desde luego, vivimos ese momento. Estamos asistiendo al triunfo absoluto de la mugre y la cutrez. Peor aún, a su normalización; peor aún: a su instalación como categoría propia. Es un espectáculo continuo, que hace pensar que, si esto es lo que nos ha traído la generalización de las comunicaciones, quizá habría que lamentarlo por lo que afecta a la salud intelectual de la ciudadanía. Ahí tenemos, en cualquier revista, en cualquier pantalla y a cualquier hora, a todas las figuras que marcan la pauta social en el país en cuanto a popularidad y fama. Personajes que subastan su dignidad al mejor postor, gentes que venden su intimidad por un cuarto de hora de gloria, figuras cuya gran fama consiste únicamente en haber practicado con asiduidad el engaño, la infidelidad y la mentira, y en saber venderlo a los bobos. Un gran hermano y unos cuantos millones de primos, atrapados por las emocionantes aventuras de seis individuos encerrados entre cuatro paredes; un torrente de mal gusto, verdadero monumento al feísmo y la horterada. Profesionales del descaro, la desvergüenza y las andanzas por los platós, embolsándose sus buenos euros, que en definitiva es lo único que se busca. Se silencia al que habla a la inteligencia, por favor, no moleste, que eso no motiva a la masa y por tanto no da dinero. Aquí sólo importa fomentar el culto a lo más instintivo del ser humano. Evidentemente, entre un pensador que trate de darnos una respuesta a alguna de las incógnitas de la vida y alguien que tiene por ocupación el andar saltando de cama en cama, no hay color. Ni siquiera cabe plantearlo.
No se trata aquí de fijar relación alguna con la moral, aunque solo sea para no dar opción a que alguien venga con el consabido argumento de la relatividad de ese concepto, pero lo que no cabe perdonar es que sea un atentado contra la estética. Fíjense en la series de algunas cadenas, en el tono grosero del habla de sus personajes, en su vocabulario barriobajero y en la absoluta pobreza de la expresión verbal, como si los guionistas provinieran todos de algún suburbio degradado y no conocieran otro lenguaje. Se habla como en la calle, dirán. Puede, pero también puede que en la calle se hable como se fomenta desde allí. La esencia de la vulgaridad, dice Ruskin, radica en la falta de sensibilidad. La ordinariez es una forma de agresión, y a lo mejor se trata de eso, de ser agresivos, porque la trasgresión vende más que la corrección. Pues cada paso atrás que demos en lo relacionado con el buen gusto es una pequeña abdicación de nuestra condición de seres creativos, un retroceso en ese largo camino hacia algún ideal de belleza que la humanidad ha perseguido desde siempre. O acaso sea que, como confesaba Petrarca, es tan grande nuestro miedo a encontrarnos solos que buscamos refugio en la vulgaridad. En todo caso, ahí están los libros. Los buenos, claro.